Crónica política

Los dictadores también mueren

Los dictadores también mueren

Rogelio Alaniz

Alfred Hitchcock ordenó escribir en su lápida la siguiente frase. “Así terminan los chicos malos”. La exhibición del cadáver de Kadafi podría haber sugerido esa frase, aunque lo que en Hitchcock era humor negro en este caso fue tragedia o, lisa y llanamente, horror. El horror está en la expresión de su rostro, en el gesto, en las manchas de sangre, en el rictus de la boca. La vida de Kadafi estuvo signada por el horror. Durante años las víctimas del horror fueron los otros, esta semana los dioses le asignaron a él ese destino.

El guía de la revolución, el faro de Libia, el gran oráculo, el autor del Libro Verde, murió en manos de sus enemigos. Alguna vez había dicho que al pueblo lo amaba y le temía como a su padre. La declaración hubiera hecho las delicias de algún psicoanalista porteño de la Recoleta, pero para Kadafi las palabras fueron más una profecía que un diagnóstico.

¿Murió en manos del pueblo? Para la liturgia populista, para sus enemigos, efectivamente así fue. En realidad murió en manos de los milicianos, o de lo que en otros tiempos se designaba con el nombre de la soldadesca. Fue capturado vivo. Dos o tres oficiales intentaron protegerlo, pero fue en vano. La jauría humana hizo su trabajo.

La última palabra sobre sus momentos finales aún no se ha dicho. A mi criterio, las evidencias están a la vista y lo que tratan ahora de hacer los políticos de Trípoli -muchos de ellos alcahuetes e incondicionales de él hasta hace unos meses- es tratar de disimular los hechos. Decir, por ejemplo, que Kadafi cayó peleando o que fue ultimado por alguno de sus colaboradores.

Las imágenes de los videos y las señales en su cuerpo dicen otra cosa. Dicen que Kadafi fue sometido a humillaciones y, finalmente, fue ultimado. Es más, se dice que el soldado que le dio el tiro de gracia lo hizo movilizado por la compasión, porque el destino que le aguardaba era el de ser despedazado por esas multitudes que siempre se solazan cometiendo esos actos “humanitarios”.

Kadafi había dicho que no se iba a entregar y que iba a morir combatiendo. Cumplió con su palabra a medias. No se entregó, pero imaginaba un final digno, muriendo en batalla leal de cara al sol, como los valientes. Nada de ello ocurrió. No se batió en campo abierto, bajo la luz de la mañana o a la caída del crepúsculo. Lo encontraron escondido en los caños de un desagüe.

Ironías del destino. Una semana antes había calificado de “ratas” a sus opositores y ahora la “rata” era él.

Se dice que intentó resistirse, pero también se dice que salió con las manos altos pidiendo piedad. En todos los casos, la puesta en escena no tuvo nada de heroico. Por el contrario, fue sórdida, lastimosa, muy parecida a la que protagonizó Saddam Hussein cuando lo encontraron escondido en un hoyo. Crueles lecciones de la vida. El hombre poderoso, el que durante décadas decidió sobre la vida y la muerte de sus súbditos, el que no tenía miramientos con nadie, el que se jactaba de ser incapaz de perdonar, concluye su vida balbuceando clemencia y pidiendo compasión, la clemencia y la compasión que nunca se dignó a tener con sus enemigos.

La otra versión es que dos mocosos fueron los que lo redujeron. Uno de ellos exhibía orgulloso la pistola de oro del dictador; otro decía que fue él quien le dio el tiro de gracia. Cualquiera de las versiones está muy lejos de la muerte trágica, de la muerte honorable. En todos los casos lo que se impone es la miseria humana, la del dictador y la de sus verdugos.

Si Kadafi alguna vez pensó en morir en manos de un enemigo digno, la vida le deparó otra cosa. Su final no fue el de Macbeth o el Cid Campeador. Los que lo mataron no son mejores que él y hasta me atrevería a decir que en más de un caso son peores. No creo en la dignidad de la llamada justicia popular. La vida y la historia me han enseñado que esos justicieros suelen ser unos canallas, unos cobardes que sólo son capaces de demostrar coraje cobijados por el anonimato de la multitud y ante un hombre indefenso. También es la historia la que enseña que un hombre valiente es el que le tiene compasión al enemigo vencido. Valientes fueron los dos o tres oficiales que intentaron en vano proteger a Kadafi de una muerte horrible; lo demás, para la historia, es chusma, hez, canalla, no importa la causa que digan defender o al enemigo que han jurado combatir.

El destino de Kadafi no fue diferente al de Ceausescu y Hussein. Tambien al de Somoza y Trujillo. O al de Calígula el déspota estetizado por el talento de Albert Camus. Todos se creyeron eternos, invulnerables, poderosos y, en el último minuto, descubrieron que su destino no era diferente al del último de sus vasallos. Todos se postraron ante el becerro de oro del poder y le rindieron las pleitesías imaginables. Adoraron al poder por sus símbolos, sus representaciones y su eficacia. Supusieron que el poder otorgaba impunidad y que era legítimo abusar de él. Como dijera Calígula. ¿Para qué tenerlo si no es para darse todos los gustos?

Hay otra muerte de un dictador que recuerda a la de Kadafi. Me refiero a Benito Mussolini, detenido por una patrulla de partisanos, ejecutado en el acto junto a su amante, y después linchados y sometidos al escarnio público a la entrada de Milán, frente a una gasolinera famosa. Siempre se dijo que Mussolini merecía esa muerte. No comparto. Nadie merece morir así. Ni siquiera Mussolini. O Kadafi. Los enemigos mueren en combate y si son detenidos se respeta su vida. Incluso se los ejecuta, pero con juicio y respetando a sus personas. Es la diferencia entre civilización y barbarie. En Nüremberg no se despedazó a los prisioneros, se los juzgó. A Eichmann los judíos lo juzgaron y lo ejecutaron. Era el corresponsable de seis millones de muertos, pero sus captores no lo tiraron a la multitud para que lo despedazara.

Kadafi fue el hombre poderoso de Libia durante cuarenta y dos años. En ese tiempo hizo todo lo que se le ocurrió: fue de izquierda, de derecha y de centro. Fue amigo de Fidel Castro y de Berlusconi; alentó a las bandas terroristas de izquierda y financió a las de extrema derecha. Durante años Libia fue el santuario de cuanto terrorista anduviera suelto por el mundo.

Inútil intentar definirlo ideológicamente. Nunca creyó en otra cosa que no fuera él mismo y a la única causa a la que le fue leal es a la del poder, el poder absoluto, para él, se entiende.

Al poder lo vivió como un destino y un don. Sus beneficios los hizo extensivos a sus hijos y sus incondicionales. No fue austero porque ningún devoto del poder puede serlo. Su lema fue la desmesura: la desmesura para todo, para la política, para la vida privada, para el sexo y para el culto a su persona. Los que lo trataron dicen que estaba loco. Es posible. Es posible, siempre y cuando se advierta que su locura fue la de Nerón, la locura del poder absoluto, una locura que no excluye lucidez, talento y perversidad. Kadafi estaba loco de gloria y de poder. Es probable que, como Calígula, alguna vez se haya preguntado para qué le servía el poder si no le permitía hacer entrar a la luna por la ventana.

Vivió como un poderoso y en sus últimos minutos es probable que haya aprendido que la muerte es siempre el límite insalvable, que un déspota puede doblegar todos los límites, someter todas las resistencias, hacer en definitiva lo que se le dé la gana, hasta que llega la señora muerte para recordarle su condición humana y, en este caso, para recordárselo de la peor manera

No lo derrotó el pueblo de Libia. No creo en esas abstracciones. Se derrotó a si mismo y en todo caso lo derrotó la OTAN. Fueron sus armas sofisticadas las que volcaron la balanza a favor de los rebeldes. Como se recordará, la insurrección popular se inició en febrero. En marzo los rebeldes estaban acorralados. Sin la entrada de la OTAN su destino hubiera sido la muerte o el exilio. También fue la OTAN la que acorraló al dictador en Sirte. Y finalmente fueron sus bombardeos contra la comitiva de autos y camiones que se trasladaban hacia un destino desconocido, lo que precipitó su fin.

Todos comentaron su muerte, pero no son muchos los que lo lloraron. Kadafi hacía rato que había dejado de despertar amor, porque la única pasión que generaba era la del miedo. Nadie lo llora, pero los populistas de todo el mundo -empezando por Chávez- lamentan su derrota. En la Argentina, sin ir más lejos, sus interlocutores preferidos se llamaron López Rega, Carlos Menem y Cristina de Kirchner, quien en 2008 lo identificó como un defensor de causas justas y equitativas, un comentario que excede las bondades del protocolo y las exigencias de la retórica diplomática, un comentario sincero, en definitiva.