A los 82 años

Falleció monseñor Justo Laguna

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Rogelio Alaniz

Se murió monseñor Laguna. Una lástima. No soy creyente y no me consuelo con la vida más allá. Por lo tanto toda muerte para mí es una pérdida, sobre todo cuando el muerto es una persona lúcida y sensible. Sería una exageración decir que fui su amigo. No sé si él se acordaría de mí, pero yo siempre lo tuve presente. Conversé con él dos o tres veces. Era una delicia escucharlo hablar. Dije que era lúcido y sensible, pero destaco lo que para mí fue uno de sus rasgos más virtuosos: su humor, su exquisito sentido del humor. Una virtud que no es tan sencilla de desarrollar como puede parecer a primera vista. Tampoco es un atributo exclusivo de la frivolidad o la ligereza. Por el contrario, sostengo que se necesita mucha inteligencia para practicar un humor que merezca ese nombre. Esa inteligencia monseñor Laguna la poseía.

Siempre he respetado la cultura de los sacerdotes. No de todos, por supuesto, sino de los que me interesan. Laguna era uno de ellos. Con él se podía hablar de teatro, de literatura, de política. Una vez me dijo que durante años iba por lo menos dos veces por semana al cine y que le encantaban los café-concert y los conciertos. Era un tipo abierto a las ideas, a las diferencias, pero al mismo tiempo defendía sus opiniones con talento y versatilidad. Cuando los temas se ponían peliagudos apelaba al humor, a la ironía y entonces era brillante y divertido. A veces se enojaba. Los que lo conocieron más aseguran que en los últimos años lo hacía con más frecuencia. De todos modos, nunca se sabía muy bien cuándo estaba enojado y cuándo se estaba divirtiendo.

Pecar racionalmente

Recuerdo que una vez le pregunté por el tema de los preservativos. No voy a decir que no se le movió un pelo porque eso era imposible, pero se le iluminaron los ojos y se puso a la defensiva, o por lo menos eso fue lo que quiso hacerme creer: —No te hagas el vivo, ni me quieras meter en apuros -me contestó. Insistí con mi pregunta y entonces, apoyando su mano en mi brazo, como quien está dispuesto a hacerme una confidencia, me dijo: —Lo único que te puedo decir sobre ese tema es que si vas a pecar, pecá racionalmente.

Se me ocurrió que la respuesta era objetable. Pecar con racionalidad podía interpretarse como un pecado mayor por el grado de intencionalidad del acto, pero también pecar racionalmente quería decir lo que seguramente él quiso decir: protegerse, tomar los recaudos del caso. Conociendo el paño y las opiniones de monseñor Storni sobre el tema, lo que acababa de decir Laguna era casi una herejía. Cambié de tema porque la charla por ese lado no daba para más, pero después pensé que el episodio trascendía a la anécdota y ponía en evidencia todo un estilo de Laguna, un estilo que hubiera hecho las delicias de Chesterton, pero hubiera hecho fruncir el ceño a Graham Greene.

En definitiva, el dilema de Laguna en estas cuestiones era el siguiente: cómo ser progresista, cómo estar en el mundo con posiciones justas en una institución que en más de un caso es conservadora y que, en particular, reclama de los obispos un nivel de acatamiento que incluye la postergación de algunos puntos de vista personales.

Filiaciones

Laguna siempre dijo que tenía un gran respeto por Jaime de Nevares y los obispos Hessayne y Novak, es decir los tres pastores que durante los tiempos de la dictadura militar denunciaron sus atropellos e inequidades. Laguna los admiraba, pero su pastoral fue otra. En ese sentido yo lo ubicaría más cerca de monseñor Zazpe, o de su íntimo amigo monseñor Casaretto, obispos progresistas, pero más apegados a las instituciones eclesiásticas, con un discurso crítico a la dictadura militar, pero que nunca llegaron al nivel de radicalidad que tuvieron Nevares, Hessayne y Novak.

Él siempre dijo que su trabajo en la diócesis de Morón le permitió conocer la pobreza no en los libros, no en las palabras sino como realidad dolorosa y palpitante. No mentía ni exageraba. Siempre fue, como me dijera un amigo que lo apreciaba, “un cura paquete”. A mí me gusta más pensarlo como un príncipe de la iglesia, un príncipe renacentista, ingenioso, culto y humanista. Ese aire de niño bien, para algunos podía ser uno de sus límites, pero también era uno de sus principales encantos.

Alguna vez se reprochó no haber sido más crítico con la dictadura militar y nunca se terminó de aclarar qué pasó con la muerte del cura Ponce de León, probablemente asesinado en San Nicolás por los mismos que mataron a monseñor Angelelli. Otra vez dijo que la situación planteada con el cura Grassi fue una de las cruces de su episcopado. La muerte del cura Mario Borgione le debe haber provocado un serio dolor de cabeza. Y es probable que las discusiones con el cura carismático colombiano, Darío Betancourt, lo hayan divertido, pero no mucho. Particular ingenio tuvo cuando Betancourt promovió la pena de muerte. “Mejor que se lleve esa receta a su país”, declaró.

Alto perfil

No eludía hablar y decir cosas fuertes, pero lo hacía a su manera, con su estilo que a través de los años se transformó en una marca registrada. Algunos dijeron que todos esos enunciados los hacía por comodidad, para adaptarse a las nuevas circunstancias. No lo creo. O, por lo menos, no lo creo del todo. Laguna era un cura pícaro, pero no cínico. Creía en lo suyo y sus vacilaciones, titubeos, idas y venidas, que tenían que ver con los límites o los alcances de todo reformista que por tradición y elección personal pertenece al orden establecido, pero dispone de la lucidez, el coraje y la sensibilidad para criticarlo. No fue el primer sacerdote ni será el último en practicar esta estrategia pastoral.

Esa contradicción se manifestó también cuando criticó al Papa por haber gestionado la libertad de Pinochet. En realidad no lo criticó a él -nunca fue tan atrevido- sino a los colaboradores que lo asesoraban mal. “El pobre Papa me da pena”, dijo, y si bien yo no escuché sus palabras, me imagino que algún tono irónico deben de haber tenido. Años en la iglesia le habían enseñado a Laguna lo que se puede decir y, sobre todas las cosas, cómo decirlo. También le enseñaron que cuando las papas queman lo más oportuno es una autocrítica o un pedido de perdón. Es lo que hizo.

Temas como el divorcio o el aborto los abordó desde ese lugar. Cuando le pidieron su opinión sobre la ley de divorcio, dijo que el divorcio es un pecado para los católicos, pero que éstos no tenían el derecho a exigirle esa prohibición a quienes no lo eran. Excelente manera de salir del paso, pero también excelente manera de distinguir el espacio de la iglesia del espacio de la política secular.

Mucho más atrevido fue con el aborto. Inició el discurso adhiriendo al pie de la letra al discurso oficial de la Iglesia Católica. Dijo que era un crimen horrible, un pecado y todo lo que se suele decir en estos casos. Pero acto seguido se preguntó con rostro compungido si era justo por eso condenar a la cárcel a las pobres mujeres que por un motivo o por otro se veían obligadas a abortar. Nunca se apartó de ese interrogante. Se dio el lujo de dudar sobre un tema que los altos dignatarios de la iglesia no dudan. ¿Oportunismo? Creo que no. ¿Picardía? Tal vez, pero picardía para ser coherente con sus principios íntimos sin dejar de pertenecer a la institución que amaba.

Un hombre íntegro

Estábamos tomando un café en un hotel de calle 25 de Mayo cuando le pregunté si se relacionaba con los masones. Me dijo que la única relación que pudo haber mantenido fue la de asistir a las cenas anuales del Club Progreso en San Isidro. —Vos sabrás que ése es un nido de masones -me dijo con su tono inefable. Respondí que el padre Ives Calvez había sido más atrevido que él porque asistió a una tenida celebrada en la Gran Logia de calle Cangallo, hoy Juan Domingo Perón. Me miró, esbozó algo parecido a una sonrisa y me dijo como para dar por terminado el tema: —Ese es un lujo que se pueden dar los jesuitas; yo no soy más que un modesto curita de provincia.

Ahora está muerto. Se había jubilado, pero siempre recibía noticias de él. Siempre se ocupaba de estar en el candelero con sus declaraciones ingeniosas, lúcidas y controvertidas. Creo que fue un gran pastor, pero dejo esa evaluación a los creyentes. Para mí fue un hombre íntegro, un hombre que se preocupó por vivir su tiempo y asumir, a veces con dudas, a veces con vacilaciones, pero siempre con honestidad y coraje, los desafíos de su tiempo.