Del revisionismo histórico al revisionismo oficialista

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Pacho O’Donell

Rogelio Alaniz

Como corresponde a la filiación de un gobierno “nacional y popular”, la señora ha resuelto por decreto la creación de un instituto de revisionismo histórico presidido por Pacho O’Donell y que cuenta con la colaboración de distinguidos militantes de la causa como, por ejemplo, el excelente y exquisito escritor y pensador contemporáneo, Aníbal Fernández, cuyos aportes a la historiografía y las ciencias sociales son de sobra conocidos.

Con respecto al decreto presidencial, presumo que la iniciativa se propone poner a trabajar a una serie de divulgadores de la historia para que cumplan roles de propagandistas del actual relato oficial. Su declaración de principios no disimula esa intención, legítima desde el punto de vista de la propaganda política, pero que poco y nada tiene que ver con la investigación histórica.

En el caso que nos ocupa, sospecho que una de las fuentes historiográficas a la que recurren los favorecidos por el decreto de la señora, es la canción de Lito Nebbia, acerca de que hay una historia de los ganadores y otra de los perdedores, canción que es presentada como una suerte de revelación divina, cuando en realidad se trata de uno de los lugares comunes clásicos de los vendedores de libros de historia.

Sobre este tema, recuerdo las opiniones del actual embajador oficialista, Torcuato di Tella. El reconocido sociólogo dijo algo que los flamantes abanderados del revisionismo deberían tener en cuenta: la historia no la escriben los ganadores o los perdedores, la historia la escriben los que la estudian. Yo agregaría, además, que no hay historia de ganadores y perdedores, hay historia a secas, exigencia de investigación y creación de conocimiento histórico que excluye la categoría “ganadores y perdedores”, porque se propone objetivos más ambiciosos que construir un relato histórico como si fuera una película de suspenso o un western con los buenos y los malos definidos de antemano.

De todos modos, admito que sería injusto de mi parte decir que la fuente exclusiva de los muchachos kirchneristas es Lito Nebbia. Conociendo los referentes intelectuales de la mayoría de ellos, serán los “revisionistas” que a fines de los años veinte se constituyeron para darle línea teórica y fundamentos historiográficos al golpe de Estado perpetrado contra Hipólito Yrigoyen el 6 de septiembre de 1930.

Entre los antecedentes doctrinarios no estarán ausentes historiadores como Ernesto Palacio, José María Rosa, los hermanos Julio y Rodolfo Irazusta y Manuel Gálvez, entre otros. Nobleza obliga, no se puede dejar de mencionar a los considerados revisionistas de izquierda, entre los que se puede citar a Hernández Arregui, Rodolfo Puiggrós, Jorge Abelardo Ramos y Arturo Jauretche, si es que, en este caso, Jauretche admitiría ser considerado un revisionista de izquierda.

Acerca de estos escritores e historiadores se pueden elaborar las más diversas opiniones, pero a mi modesto criterio lo que está fuera de discusión es que cualquiera de ellos, desde el más modesto al más empinado, desde el más conservador al más izquierdista, exhibe una idoneidad intelectual superior a la de sus actuales propagandistas. Comparar a Julio Irazusta con Felipe Pigna sería un chiste de mal gusto y comparar a Arturo Jauretche con Aníbal Fernández sería tan pertinente como comparar a un militante popular con un barra brava o a Carlos Gardel con el Potro Rodrigo.

Nunca conviene perder de vista que quienes se propusieron revisar la historia en los años treinta, lo hicieron movilizados por la crisis ideológica de entonces, el agotamiento del modelo de dominación liberal en la Argentina y, como consecuencia de ello, la impugnación al panteón levantado por el liberalismo para honrar a sus próceres y definir un modelo posible de Nación. La reivindicación de Juan Manuel de Rosas, las críticas a la dominación británica y a los negociados perpetrados con la oligarquía local fueron algunos de sus obsesiones.

La labor del revisionismo fue inevitablemente despareja. Su expresión más rigurosa desde el punto de vista de la investigación histórica fue, en mi opinión, Julio Irazusta. Autores como José María Rosa, merecen reconocerse más allá de toda diferencia, pero en lo que hay común acuerdo es en postular que la eficacia del revisionismo no fueron las verdades que reveló como la propaganda eficaz que supo montar alrededor de lo que hoy llamaríamos el “relato”.

Contra lo que se cree habitualmente, el período de oro del revisionismo histórico no fue durante los gobiernos de Perón, sino luego de su caída en 1955. Incluso, podría decirse que fueron los liberales los responsables de esta resurrección, ya que fueron ellos los primeros en calificar al régimen de Perón como la “segunda tiranía” y a la” Revolución Libertadora” como la continuidad de Caseros. Lo que hicieron los revisionistas en consecuencia fue invertir los roles, transformando a los villanos del liberalismo en héroes de la causa nacional. Demás está decir que en esta tarea de mutuas manipulaciones la única sacrificada fue la historia como conocimiento.

Así y todo, para los años sesenta el revisionismo había ganado la batalla, es decir, había logrado instalar sus leyendas y mitos en el sentido común de la sociedad. A tales efectos, poco importaba observar que los relatos revisionistas no sólo eran diferentes, sino que en más de un caso eran antagónicos, porque para el hombre común las imágenes románticas de los caudillos federales y las montoneras se imponían a los almidonados y racionales próceres del liberalismo.

La “bestia negra” de todos los revisionistas fue Rivadavia, el personaje que representaría todos los vicios del liberalismo entreguista, anglosajón y utopista. Rivadavía será para estos historiadores la encarnación del porteñismo más recalcitrante y el arquetipo del liberal ilustrado que conspira de espaldas al pueblo. Conclusión: a Rivadavia no se le perdonó nada, ni siquiera su fealdad.

En todos los casos, lo que se impuso fue la estética a la historia, la estética romántica del héroe popular, enfrentado al doctor porteño arquetipo de una identidad extranjerizante y entreguista. Ese afán de estetizar la historia, de reducirla a héroes y villanos a partir de un discurso simplificador y maniqueo, ha sido denunciado por Walter Benjamin como una de las tentaciones del fascismo.

Conviene insistir una vez más que la biblioteca del revisionismo es amplia y contradictoria. No todos los revisionistas son rosistas, no todos odian a Mitre, no todos condenan a Caseros, no todos critican a Sarmiento o piden la cabeza de Roca. Por lo general son antiliberales y anticomunistas; suelen ser hispanistas y católicos y consideran al movimiento obrero de principios del siglo veinte como una suerte de aluvión zoológico que en lugar de derramarse desde el interior como en 1945, se derramó desde Europa.

De todos modos, para los años ochenta se consideraba que el revisionismo había agotado sus posibilidades. Existía un consenso historiográfico lo suficientemente amplio y riguroso para desarrollar los temas de investigación histórica en términos menos subordinados a la política contemporánea. ¿De dónde sale entonces este revisionismo? Yo reiteraría una vez más que ninguno de los nuevos promotores de este emprendimiento tiene el nivel teórico de un Julio Irazusta, por ejemplo.

Como dice Luis Alberto Romero, la tarea de estos escritores merece calificarse como revisionismo, pero revisionismo de mercado. ¿Qué quiere decir con eso? Que se trata de relatos históricos destinados a un público deseoso de consumir chismes y novedades que se presentan como la historia que no nos contaron, aunque cualquier aficionado a la lectura de textos de historia sabe que sobre estas supuestas revelaciones no hay nada nuevo bajo el sol.

Lo que mantienen en común estos revisionistas con sus maestros del pasado no es el rigor intelectual o la exigencia teórica, sino el afán propagandístico, pero lo que para hombres como Irazusta, Jauretche o Ferla, se trataba de una honrada militancia política, en ellos se trata de un eficaz operativo de marketing para vender libros. El decreto oficial de la señora seguramente ampliará la mira de los flamantes cruzados. La señora no crea un instituto de revisonismo histórico por amor a la historia, sino por amor a su relato. Basta leer su declaración de principios para advertir que las únicas estatuas que faltan incorporar al panteón de los héroes de la causa nacional y popular son las de Néstor y su señora. Como se podrá apreciar, los muchachos del Instituto ya tienen una misión importante que cumplir en nombre de la historia.