Matar al hijo

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“Saturno”, de Peter Paul Rubens.

 

Por Carlos Bernatek

El asesinato ofrece agravantes al juicio social cuando se trata de una víctima indefensa como puede serlo un niño. Pero se torna intolerable a la conciencia cuando ese niño es el hijo del asesino. Ante la sorprendente seguidilla de actos de esta naturaleza que se presentan en ciertos medios de comunicación, cabe la sospecha acerca del manejo espurio de la información: presunciones y especulaciones lanzadas de modo irresponsable, dudosas condenas apriorísticas, ensañamientos y expertos o abogados de turbia virtud que suelen encubrir intereses más allá del amarillismo. Una recóndita intuición parece indicarnos la deliberada instalación del tema, sin una relación acorde con lo que ocurre efectivamente en la sociedad. Por el contrario, más que una epidemia estacional, podríamos inferir que el hecho aberrante reiterado, el que repugna los sentidos más elementales, nunca ha cesado. Y es que el asesinato del hijo se halla inscripto y señalado en toda su dimensión de dramatismo en las bases mismas de nuestra cultura.

Como siempre, fueron los griegos. Desde los antiguos dioses, en el origen mismo del mito está Cronos/Saturno devorando a sus hijos, en la mirada trágica y diversa de las obras de Goya y Rubens. El hijo mítico ya aparece como amenaza primaria de despojamiento al padre. Efectivamente, va a ser Zeus quien, eludiendo el filicidio, no casualmente con la complicidad de Rea, su madre, va a desplazar finalmente a Cronos y gobernar el rayo.

La prodigalidad con que la mitología griega trata el tema del filicidio bajo la supuesta o efectiva amenaza del parricidio es recurrente, lo que induce a suponer que esta inscripción cultural responde al reflejo de un hecho social cierto, que no se trata de mera literatura.

Va a ser Sigmund Freud quien halle en el mito de Edipo la raíz de toda la estructura conceptual que demarca el precepto civilizatorio de la prohibición del incesto. Y en el argumento mismo se repite la amenaza oracular: Layo es advertido de que su hijo va a matarlo y desplazarlo. Matar al padre y poseer a la madre. Pero el rey tebano no mata a su hijo: le perfora los pies (Edipo significa “pies hinchados”) y lo entrega a un pastor (otra reiteración en los mitos griegos: la delegación de crímenes a terceros, generalmente pastores, campesinos o sirvientes menores, que terminan rehuyendo la orden) para que abandone al niño (generalmente se repite también el abandono en escenarios rurales, entendida la ruralidad como amenaza, donde paradójica y generalmente alguien protegerá a la víctima).

Homero es el primero que alude al mito de Edipo (Odisea, “Evocación de los muertos”), retomado luego por Sófocles en tres tragedias: Edipo Rey, Edipo en Colono y Antígona, estrenada la primera 442 años antes de Cristo. Entre los grandes trágicos es más antigua todavía la obra de Esquilo, Los siete contra Tebas, (467 A.C.) en la cual finaliza el drama tebano con un fratricidio: Etéocles y Polinices -hijos de Edipo y Yocasta (Epicasta, en la tradición más antigua), o sea, hijos y hermanos de su padre- se dan muerte uno a otro ante la séptima puerta de la ciudad. Se han perdido otras dos tragedias de Esquilo tituladas Layo y Edipo, que obviamente aludían al mismo tema.

Pero el mito griego que quizá más puntualmente remite al filicidio como eje argumental es el de Progne y Filomela, (también mencionadas en diversas fuentes como Procne y Filomena). La historia evoca al tracio Tereo, rey de Daulis -actual Dhavlia-, quien por haber ayudado a Pandión, rey de Atenas, recibe la mano de su hija Progne. Tereo la lleva a vivir a su reino pero la boda recibe como señal funesta la ausencia de los dioses. Hera no asiste, en cambio, sobre el lecho nupcial se posa un búho, símbolo mitológico que preanuncia hechos luctuosos. Conciben un hijo: Itis. Pero pasado un tiempo, Progne le reclama a su esposo visitar su hermana menor, Filomela. Tereo accede pero sólo si ésta viaja a Tracia, para lo cual se ofrece a buscarla a la corte de Pandión; el padre de las hermanas, pese a no estar convencido, finalmente permite a Filomela visitar a Progne. Tereo, cegado por un arrebato pasional, al término del viaje, viola a la doncella y la encierra en un refugio en la espesura. A riesgo de su deshonra, Filomela amenaza con revelar lo acaecido, por tanto, Tereo le corta la lengua con unas tenazas y la mantiene prisionera. Le anunciará luego a Progne la muerte de su hermana (la simulación, también resulta una herramienta argumental muy empleada: por lo general, se trata de una construcción que se desvanece rápidamente dando paso al desenlace). Un año transcurre en el cual Filomela consigue tejer en un lienzo la narración de lo ocurrido y se lo hace llegar a Progne a través de una esclava (o un mensajero: nuevamente un personaje delegado cuya acción u omisión resulta decisiva). Las hermanas se encuentran y urden su venganza que transcurre en la noche de los festivales de Baco. Viendo de pronto a Itis tan parecido a su padre, Progne lo acuchilla y Filomela lo degüella. Cocinan al niño y se lo sirven en homenaje al padre, ambas vestidas de bacantes. Tereo come a su propio hijo, y cuando posteriormente reclama la presencia del niño, Progne le dice que “lo lleva adentro”, en tanto Filomela le enrostra la cabeza de Itis (motivo de otro magno cuadro de Rubens). Enloquecido, Tereo acomete espada en mano contra las hermanas. Los dioses se apiadan y el relato culmina en uno de los recursos más frecuentados por la mitología: la metamorfosis, una metáfora piadosa luego de tanta atrocidad: Progne es convertida en golondrina, Filomela en ruiseñor y Tereo en abubilla (ave rapaz del hemisferio norte, especie de gavilán).

Justo es señalar otro mito homérico de cierta similitud en la línea argumental: Aedón, en el cual el meollo dramático reside también en el filicidio a manos de la madre, pero no deliberado sino como castigo a la envidia, en una suerte de equívoco propiciado por los dioses. Las sucesivas versiones modifican la trama, pero la de Antonino Liberal -Aedón y Politecno- aproxima extremadamente el argumento al de Progne y Filomela.

Lo más llamativo del mito de Progne y Filomela es su persistencia a través de los siglos: sobre este argumento que podríamos llamar básico homérico, se han vertido sucesivamente infinidad de versiones, reescrituras, reinvenciones con variantes de diverso perfil, pero que han respetado los ejes elementales del relato. Entre los griegos, además de los ya citados, aparece en Apolodoro, Aristófanes y Ferécides, entre otros. Pasa de Grecia a Roma y se destaca con el tratamiento de los grandes maestros latinos -Virgilio (Geórgicas) y Ovidio (Metamorfosis), sobre todo el segundo-, que se constituyen en grandes difusores del mito -además de Séneca, Lactancio Plácido, Higino, Libanio, etc.-. El texto muta en cada versión, como en todo palimpsesto; cambia detalles más o menos acentuados, manteniendo su esencia. Reaparece en el primer novelista francés, Chrétien de Troyes, que traduce a Las metamorfosis de Ovidio en su obra Philomena. Es retomado por Alfonso X, el sabio, quien lo incluye en su General e Grand Estoria, por primera vez en lengua castellana. Mencionado o versionado por el Marqués de Santillana, Juan de Mena, Garcilaso de la Vega (Églogas), San Juan de la Cruz, Rojas Zorrilla entre una vasta cantidad de destacados autores, halla su cumbre en Lope de Vega y su difundida obra La Filomena. La obra se trasvasa anónimamente a la tradición oral del romancero con la muy popular Blancaflor y Filomena.

El mito aparece también en lengua inglesa: el tema de la inmolación del hijo y su posterior ingesta por el padre, regresa en Shakespeare, precisamente en la tragedia Tito Andrónico; ilustra al ruiseñor de Keats en sus Odas y es aludido en los monólogos de Virginia Woolf en The waves.

Son innumerables las referencias que pueden vincularse al mito primitivo en la literatura occidental. Quizá no hagan más que recordarnos, en su truculencia, la perseverancia y el origen remoto de ciertas abyecciones del género humano que se reiteran a través de los tiempos, como se repite un texto que cambia de voz en voz, de pueblo en pueblo, de lengua en lengua, pero mantiene su esencia, probablemente como una necesidad de señalar las dimensiones de un daño y un dolor pavorosos y tal vez así, lograr exorcizarlos.

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“Saturno devorando a un hijo”, de Francisco de Goya.

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“El banquete de Tereo”, de Peter Paul Rubens.