Crónica política

El poder de los caudillos

Rogelio Alaniz

Para el populismo, en cualquiera de sus variantes, la historia de la Argentina es la historia de sus caudillos. Se trata de una visión que enfatiza el rol del héroe. Las diferencias ideológicas poco importan. Rosas y Peñaloza fueron enemigos, pero para cierta literatura revisionista lo que importa es su condición de caudillos.

Esta visión de la historia tributa en las tradiciones del romanticismo alemán. En todos los casos se trata de una ideología acerca del hombre, la sociedad y la política, pero, sobre todas las cosas, expresa una visión del poder, el poder carismático, personal, heroico o trágico, del líder, jefe o caudillo.

Los textos que trabajan estos paradigmas suelen ser atrapantes, sobre todo para el lector que se acerca a los libros de historia para distraerse o pasar un buen momento. Las peripecias heroicas de un hombre poderoso han sido la materia prima de la épica y la tragedia. También de la historieta, el folletín, el cine y los libros de aventuras en general. Leer sobre la vida de Rosas o Quiroga es más entretenido que leer acerca de los lentos, tortuosos y largos despliegues de las estructuras que postula Braudel, por ejemplo. Explicarle a ese lector que la historia como conocimiento está más cerca de Braudel que de las biografías personales, sería un ejercicio antipático, pedante e inútil.

La historia fundada en el rol decisivo de los caudillos es entonces una visión del poder, pero al mismo tiempo es un relato seductor porque la personalidad del caudillo suele ser fascinante; ese es su atributo, su don y es también su límite.

El otro rasgo del populismo es considerar que el caudillo no sólo es deseable sino que -en América latina en particular- responde a una necesidad histórica. El fracaso de las instituciones liberales, su incapacidad para expresar las reivindicaciones del pueblo real de carne y hueso, su excesiva racionalidad, han provocado como respuesta la emergencia de caudillos que corregirían o sustituirían estas trabas de las democracias formales y las repúblicas oligárquicas.

El caudillo, por consiguiente, respondería a una necesidad profunda de estas tierras y que de alguna manera es la clave de sus secretos, esa clave que Sarmiento le exige a Facundo que le revele.

Sobre la existencia real de los caudillos, el propio Mitre reflexiona al respecto y entiende que en las democracias inorgánicas el caudillo es una expresión inevitable. Según este razonamiento, la caída del dominio español incluyó la de las instituciones coloniales, fenómeno que dio lugar a la emergencia de los caudillos.

A Jauretche se le atribuye haber dicho que el caudillo encarnaba el sindicato del gaucho, es decir la institución donde el hombre del campo encontraba una respuesta más o menos satisfactoria a sus demandas. La afirmación de Jauretche es más una imagen que una interpretación y más una metáfora que una hipótesis, pero no deja de ser ingeniosa, como casi todas las afirmaciones de este notable pensador político.

Cuando en 1853 Alberdi polemiza con Sarmiento, uno de los temas en el que estos hombres -que, al decir de Lugones, han nacido para no entenderse- se sacan chispas, es el de los caudillos. Sarmiento le reprocha a Alberdi haberse dejado seducir por un caudillo, a lo que Alberdi le responde diciendo que el primer personaje que exhibe los rasgos clásico de esos caudillos que él abomina, es precisamente Sarmiento, al que no vacila en calificar de caudillo de la pluma y gaucho malo de la prensa.

Dicho esto, Alberdi expone en pocas líneas un tratado de realismo político acerca de la necesidad de tratar con los caudillos para hacer política. Sus palabras son precisas y elocuentes: “¿Quién terminó a favor de la libertad el sitio de nueve años que Rosas puso a Montevideo? Un caudillo. ¿Quién derrotó a Rosas y a su tiranía de veinte años? Un caudillo. ¿Quién abrió por primera vez los afluentes del Plata al tráfico libre y directo del mundo? Un caudillo. ¿Quién abolió las aduanas provinciales argentinas? Un caudillo ¿Quién reunió a la nación argentina en un Congreso Constituyente? Un caudillo ¿Quién promulgó la Constitución de libertad y progreso que sancionó ese Congreso? Un caudillo.”

Para Alberdi, el caudillo no sólo es inevitable, sino que en ciertas circunstancias podía llegar a ser deseable. No desconoce que se trata de una solución imperfecta, pero el mismo escritor que con realismo lúcido y descarnado habla de los beneficios de la república posible como camino insoslayable para arribar la república verdadera, dirá en esta polémica que es preferible una solución imperfecta, aceptando al país tal cual es y no tal cual no es.

La pregunta a hacerse en estos casos, es si un siglo y medio más tarde la solución de Alberdi sigue siendo válida. Digamos en principio que Alberdi no negaba objetivos institucionales. Para ello se apoyaba en algunos caudillos juzgados como progresistas para combatir a caudillos bárbaros, sin renunciar en ningún momento al objetivo estratégico de signo liberal y republicano. Para Alberdi, como para Mitre, el caudillo era un mal necesario con el que había que resignarse a convivir apostando a que los beneficios del capitalismo y la consolidación de las instituciones republicanas fueran eliminando las causas que lo hicieron posible.

El problema en el siglo XXI lo presentan quienes no conformes con evaluar el rol positivo de los caudillos en el pasado, aprueban su vigencia en el presente. No se trata del menor, como dice Alberdi, sino del beneficio mayor. El caudillo no es un recurso táctico, sino un valor estratégico. Creo no faltar a la verdad si digo que para el populismo la historia se despliega a través de los caudillos, principio único y decisivo de legitimidad. Los argumentos que validan esta hipótesis son diversos, y algunos son más sutiles que otros, pero en todos los casos, lo que se mantiene intacto, erguido como un incandescente becerro de oro, es la imagen mítica y fantasmal del caudillo como realizador efectivo de las aspiraciones nacionales.

Perón, Menem y los Kirchner serían sus expresiones en los últimos cincuenta años. Se trata de políticos que han arribado al poder a través de elecciones, aunque para ellos y sus seguidores la legitimidad real y efectiva no es el la de las instituciones sino la de su carisma personal.

Desde este punto de vista, las instituciones pueden ser una molestia, molestia que no es eliminada no porque no deseen hacerlo, sino porque en la Argentina moderna resulta imposible hacerlo. Desde esa perspectiva, el caudillo está en contradicción permanente con los principios republicanos. Admite reglas del juego, pero las verdaderas reglas del juego no son públicas, sino privadas. Su sistema de construcción de poder privilegia la lealtad sobre la idoneidad y la sumisión a la crítica. Por convicción, por instinto, prefieren la mediocridad al talento, siempre sospechoso. No hay caudillo sin el deseo íntimo de violar la ley, incluso la que él mismo ha dictado. El capricho, la arbitrariedad, suelen ser sus privilegios. Al poder se lo desea para abusar de él. ¿Para qué tenerlo si no es para darse esos gustos?

El poder del caudillo es siempre personal, por más que invoque causas colectivas. La concentración del poder en su persona es el vértice real e imaginario de toda la legitimidad del sistema. Ejercer el mando en esas condiciones permite que lo privado se imponga a lo público. El poder del caudillo se repliega a la familia y su auge o caída dependen más de las intrigas domésticas que de las vicisitudes sociales de la política.

El destino del caudillo suele ser trágico. La contracara del amor de la multitud es el odio. La muerte de Kadafi en manos de los mismos que un año antes lo idolatraban, es, si se quiere, un desenlace previsible porque todo liderzazo de ese tipo incluye una alta cuota de violencia, agresividad y estafa.

En las sociedades modernas, el caudillo es un anacronismo, un anacronismo que suele concluir en la tragedia o el grotesco. La traición está siempre a la vuelta del camino. Quienes manipulan el amor y el odio con maestría e impiedad, suelen ser devorados por las mismas pasiones que supieron movilizar.

¿Cómo conciben el poder los Kirchner? Creo que no hace falta abundar en consideraciones para probar que su visión es la del caudillo. Los Kirchner -marido y señora- encarnan en esa tradición. Las victorias electorales no son más que la ratificación de un dato anterior mucho más importante: el liderazgo infalible. Ayer del señor, hoy de la señora.

El poder de los caudillos