Crónicas de la historia

La tragedia de Barón Biza

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Rogelio Alaniz

El domingo 16 de agosto de 1964, el señor Raúl Barón Biza le arrojó ácido muriático en la cara a su esposa, Clotilde Sabattini, hija del caudillo radical. Después se encerró en su cuarto, tomó estricnina y, para asegurarse, se disparó un tiro con su revólver calibre 38. Los hechos ocurrieron en su departamento de la ciudad de Buenos Aires, sito en Esmeralda 1256, octavo piso. Los testigos del episodio fueron los abogados Aníbal Martínez Sosa, Pedro Cinqualbre, Alberto Vera Barón, el publicista Federico Vidal Carrillo y el hijo, Jorge Barón Biza.

El motivo de la reunión era formalizar el divorcio de Barón Biza y Clotilde Sabattini. Hubo una reunión a la mañana, pero las discusiones de la pareja obligaron a los abogados a suspenderla y continuarla a la tarde, con la esperanza de que se calmaran los ánimos. Jorge, el hijo, había reclamado que en al reunión hubiera testigos porque temía alguna reacción violenta de su padre.

A la tarde todo pareció funcionar a las mil maravillas. Hasta el momento en que Barón Biza propuso un brindis para celebrar civilizadamente el acuerdo. Fue en ese momento en que le ofreció a ella una copa que supuestamente contenía champagne y, ante la sorpresa de todos, le arrojó el ácido muriático a la cara.

Casi treinta y cinco años después Jorge, testigo del drama de ver a su madre con el rostro devastado por el ácido, escribió una excelente novela “El desierto y su semilla” referida a ese episodio. En 2004, Jorge se suicidó en Córdoba. Unos años antes se había suicidado su hermana Cristina y, en 1978, en el mismo departamento de Esmeralda 1256, Clotilde Sabattini, se había arrojado al vacío desde el octavo piso.

Una saga trágica para vidas trágicas, cuyo rasgo distintivo fue la pertenencia de todos los personajes a familias mimadas por la fortuna y el prestigio político. El protagonista central de aquella tragedia fue Raúl Barón Biza, millonario, play boy, bon vivant, revolucionario radical, escritor pornográfico, duelista y, como para que nada le faltara a una biografía signada por el escándalo y los contrastes, pariente, por el lado de su hermana, de Ernesto Guevara, más conocido como el “Che”.

Oí hablar por primera vez de Barón Biza en mi adolescencia. Mi padre comentaba con sus amigos sus novelas escandalosas. A los chicos, lo prohibido siempre nos seduce. Por lo menos, eso era lo que a mí me pasaba. Mi padre había comprado su última novela: “Todo estaba sucio”. Al libro lo había escondido en su ropero para que yo no lo leyera. Como suele pasar con los padres aprensivos, sin proponérselo hizo todo lo necesario para que yo removiera cielo y tierra hasta dar con el libro. Fue lo que pasó. Dí con el libro y lo leí en dos noches. Me encantó. A través de Barón Biza descubrí un mundo de estancieros millonarios y viciosos que despilfarraban sus fortunas en París acompañados por hermosas mujeres con las que compartían fiestas y sexo todas las noches del año.

Las anécdotas eran interesantes, pero mucho más interesantes eran las reflexiones amargas y cínicas de los personajes. Machistas, melancólicos, fanfarrones, decadentes...en definitiva, encantadores, encantadores para un adolescente criado en un pueblo, amigo de las lecturas y de dejar volar su imaginación en aventuras de espadachines, piratas y calaveras millonarios que parecían encarnar un modelo masculino modelado en los excesos y el escándalo.

Después, muchos años después, supe que esa literatura no era ni original ni rebelde. Todo lo contrario. Los textos de Barón Biza estaban influidos por lo peor de Vargas Vila, y su filosofía era una versión anacrónica y vulgar de Nietzsche y Schopenhauer, con arrebatos verbales al estilo Almafuerte. Las procalamas de Barón Biza se parecían más a los caprichos de un estanciero neurótico y malcriado que a la rebeldía.

Mi padre debe de haber sospechado de mis lecturas clandestinas, porque el libro desapareció y nunca más supe de él. Intenté encontrar sus anteriores novelas: “Tengo el derecho de matar” y “Punto final”, pero fue imposible. Esos libros que en su momento se habían vendido como pan caliente y, en el caso de “Tengo el derecho de matar”, se había representado en el teatro con la participación estelar de Luis Sandrini, habían desaparecido de todos los lugares públicos, empezando por las bibliotecas.

Por lo tanto, cuando ese martes 18 de agosto, salió en todos los diarios la noticia de que Barón Biza se había suicidado después de haber destrozado el rostro de su mujer, el desenlace no me llamó demasiado la atención. Como ocurre en la actualidad, durante una semana los diarios y revistas se dedicaron a comentar el episodio. Allí se hablaba del escritor, el estanciero multimillonario, el hombre que en su momento había estado casado con la célebre Myriam Stefford, la misma a la que, cuando se mató en San Juan piloteando un avión, le levantó en su homenaje un obelisco a pocos kilómetros de la ciudad cordobesa de Alta Gracia.

También se hablaba de su estancia “Los Cerrillos”. En ese casco, durante más de quince años, se celebraron ruidosas fiestas, a las que asistía la crema de la sociedad porteña y cordobesa. La misma estancia que había sido en los años treinta una suerte de aguantadero de revolucionarios yrigoyenistas que conspiraban contra el régimen conservador. No terminaban allí las noticias. Una leyenda aseguraba que cuando Hipólito Yrigoyen murió, en 1933, Barón Biza pagó de su bolsillo un tren para que los radicales de Córdoba pudieran viajar a Buenos Aires a despedir al jefe de la UCR. El tren llevaba en la trompa de la locomotora un retrato de Yrigoyen. Lujos que se dan los millonarios.

No sólo trenes pagaba Barón Biza. También financiaba revoluciones. El precio a pagar por sus obsesiones o lealtades fue el del exilio y la cárcel. En esas patriadas conoció a Jauretche, a los hermanos Kennedy, Pomar, Cattáneo y, por supuesto, a quien luego sería su suegro: Amadeo Sabattini. La amistad entre estos dos hombres debe haber sido sólida porque la campaña electoral de 1935 fue financiada con las vacas y los patacones de Barón Biza, sin que por ello “don Raúl” pidiera nada a cambio,

También se habló de la tormentosa relación con Clotilde. Es que Barón Biza no podía hacer nada sin incorporar una cuota de escándalo. En este caso procedió a secuestrar a la niña quinceañera, quien -dicho sea de paso- participó alegremente del operativo. La pareja se escapó a Uruguay y luego de las consabidas idas y venidas, se casaron con la autorización resignada de la familia.

Se dice que don Amadeo no perdonó nunca ese atropello a su querida hijita. Pero no concluyeron allí los perjuicios para el caudillo radical. Como consecuencia de ese escándalo, su esposa se fue a vivir a Buenos Aires con sus hijos y él se quedó solo en Villa María, ejerciendo su profesión de médico y sus dotes de dirigente político, el más importante después de Yrigoyen, según sus biógrafos.

En los años del peronismo, los Barón Biza fueron opositores sistemáticos y enconados. Para esa época, de don Raúl no se sabia con certeza si los procesos abiertos eran por sus conspiraciones políticas o por su literatura pornográfica. Ella, mientras tanto, había crecido y era una mujer hermosa e inteligente. En esos años se había recibido de maestra en la escuela Alejandro Carbó de Córdoba a la que asistía a clases en un auto lujoso manejado por un chófer, atención de su marido.

Con su título de maestra Clotilde se especializó en temas educativos, pero a los efectos de este relato, lo que importa saber es que así como en esos años Evita fue el símbolo femenino del peronismo, para los antiperonistas el símbolo fue “la Barón Biza”. Y lo era por su apellido, su belleza, sus encendidas arengas contra el tirano, sus detenciones y sus exilios en Montevideo.

Después de 1955, y como para darle el último dolor de cabeza al padre, su hija del alma se fue con la UCRI, liderada por Arturo Frondizi. Cuando la UCRI llegó al poder en 1958, ella fue designada presidente del Consejo Nacional de Educación. Las conquistas más importantes del magisterio en la segunda mitad del siglo veinte pertenecen a ese período. Don Raúl fue designado embajador, lo que dio lugar a que circularan rumores acerca de una relación sentimental entre Clotilde y Frondizi.

Esos rumores nunca se confirmaron, pero tampoco se desmintieron. De todos modos, a un machista impenitente como Barón Biza, le debe de haber causado poca gracia que su mujer adquiriera brillo intelectual y político propio. La pareja, a decir verdad, nunca anduvo bien. Como los personajes de los boleros o los culebrones tropicales, se amaban y se odiaban. Estuvieron más de treinta años juntos. Tuvieron tres hijos, él intentó suicidarse por lo menos dos veces, amenazaron divorciarse en infinidad de ocasiones y, finalmente, cuando estaban a punto de consumarlo, él eligió una salida trágica, muy en su estilo, muy en ese estilo macabro que había anticipado en sus novelas. (Continuará)