La tragedia de Barón Biza (II)
El pecado de ser rico

La tragedia de Barón Biza (II)
El pecado de ser rico

Rogelio Alaniz
Raul Carlos Barón Biza nació en la ciudad de Buenos Aires el 4 de noviembre de 1899. Ese año nació Jorge Luis Borges, pero en este punto empiezan y concluyen las coincidencias. También para esa época nació Roberto Arlt, al que más de un crítico intentó compararlo. Barón Biza nunca tuvo el talento literario de Arlt, pero muy bien podría decirse -como se dijo- que su vida se parece a la de un personaje salido de una novela de Arlt.
Su padre fue Wilfred Barón y su madre, Catalina Biza. Barón hizo su fortuna en la especulación y el comercio. Era de ascendencia francesa y se dice que sus antepasados habían sido dueños de un castillo en Gageac, donde nació su padre, Víctor Barón en 1835. Gageac será muchos años después el nombre que uno de sus bisnietos, Jorge, recuperará en su libro, “El desierto y la semilla”, una de las grandes novelas de la Argentina.
Por su parte, los Biza pertenecían al patriciado tucumano. Raúl siempre recordaba que don Jerónimo Biza fue maestro de Julio Roca. Catalina Biza fue católica de misa diaria. A su iniciativa pertenece la construcción del colegio “Wilfred Barón de los Santos Angeles” en Ramos Mejía. No fue un proyecto menor. Los costos de la edificación levanatada en homenaje a la memoria de su marido, superaron el millón de pesos. El edificio sumaba más de seis mil metros cuadrados cubiertos. Según el escritor Christian Ferrer, allí cursaron los escritores David Viñas y Abelardo Castillo.
Unos años después Barón Biza le enviará una carta al Papa recordándole que “dos millones de francos fueron donados en respeto a la memoria de un ser para mi sagrado”, para luego reprocharle que en esa institución se cometían “crímenes de desviación espiritual”. Su carrera anticlerical empezaba a cobrar forma. La carta luego presidirá su primera novela: “El derecho de matar” .
El matrimonio tuvo siete hijos, pero los que vivieron fueron cinco. El único que trascendió a la fama fue Raúl. La pareja se casó en 1890. Ella tenia diecisiete años y él veintiséis. Wilfred murió en 1925 y ella en 1929. La fortuna de los Barón Biza incluyó campos, viviendas y depósitos bancarios, además de joyas, piedras preciosas y una bóveda en el cementerio porteño de La Recoleta. Las revistas dedicadas a estos chismorreos aseguraban que su fortuna superaba los veinticinco millones de pesos, en un tiempo en que un millonario, como la palabra lo sugería, era titular de un millón de pesos a lo sumo.
“Yo no soy culpable de mi riqueza- escribió Raúl- no hice más que heredarla”. Tampoco tuvo culpas en gastarla. Gastarla espléndidamente en mujeres, viajes, caprichos y revoluciones derrotadas. Nunca dejó de pertenecer a las clases altas, pero siempre despotricó contra ellas. Fue su francotirador, su marginal maldito. No fue marxista, pero renegaba de la sociedad establecida. Nunca fue marxista, pero a su padre le dio más de un dolor de cabeza soliviantando a los peones de las estancias en su contra. En un manifiesto escrito para explicar su filiación política escribe: “Nací revolucionario como otros nacieron proxenetas o cornudos”. En esa frase ya está prefigurado su estilo.
Su versión personal de la lucha de clases no era entre proletarios y burgueses, sino entre lobos y corderos. En esa lucha no había otra salida que el exterminio de unos y otros. ¿De que lado estaba él? Nunca lo dijo. No era ese su interés. Porque más allá de la retórica, su rebeldía nunca fue más allá de su feroz individualismo y su acerada inteligencia. Hablaba como un guapo y se portaba como un guapo. Como se dice en estos casos, “el hombre se las aguantaba”. Una de sus grandes satisfacciones se produjo cuando se enteró de que uno de los peones de la estancia comentó en una pulpería: “Es macho el patrón”. Y los otros asintieron en silencio.
Raúl tenía cuatro años cuando su padre compró la estancia “Los Cerrillos”, ubicada a pocos kilómetros de la ciudad de Alta Gracia. Wilfred Barón, muy al estilo de los grandes señores de su tiempo, enviará a sus hijos a estudiar al extranjero. Raúl viajó a Estados Unidos y estudió en un colegio que dependía de la universidad de Harvard. Sus biógrafos aseguran que entre 1914 y 1931 el hombre vivió en el extranjero. En Europa y Estados Unidos. Allí disfrutó de los exquisitos placeres de los “niños bien” argentinos. “Desde el año 1913... hasta 1931, en muy pocas ocasiones regresé a mi patria. Sólo me guiaba en esos viajes el deseo de abrazar a mi madre”.
El amor a la madre. Se dice que doña Catalina fue la única mujer que quiso en serio. Es lo que se dice. Machista y misógino, el amor a la madre fue un previsible artefacto retórico para ajustar cuentas con su tortuosa relación con las mujeres. “La madre es santidad, la mujer delito. La madre es espíritu, la mujer es materia. La madre es virtud, la mujer es pecado”. Infinitas letras de tango abundan en las mismas consideraciones. El lugar común es previsible, pero lo que no es previsible es que a semejantes cursilerías algunos la consideren literatura.
Sin embargo, la literatura para Barón Biza no fue un hobby o un entretenimiento de niño rico. Creyó en ella y se esforzó en escribir páginas que consideró revolucionarias y trascendentes. Le gustaba escandalizar y asustar burgueses con sus arrebatos verbales. No era un farsante. Creía en lo que hacía y se jugaba el cuero en sus empeños. Así lo hizo hasta el último momento de su vida. Sus tres grandes novelas: “El derecho de matar”, “Punto final” y “Todo estaba sucio” fueron publicadas en 1933, 1943 y 1963. En ellas ya está definido -para bien y para mal- su estilo literario.
En la década del veinte ya había incursionado en la literatura con otros títulos como “Del ensueño”, “Alma y carne de mujer” y “Risas lágrimas y sedas”. Son sus libros iniciales. Hoy es imposible encontrarlos, pero en su momento merecieron algunos comentarios en los diarios porteños. El estilo y los temas no están definidos, pero se insinúan. Su retórica después será una marca en el orillo: “Arreglóse la cofia que aprisionaban sus blondos bucles”. Hay otro párrafo mucho más grave: “Sus cabellos de ébano, destrenzados y esparcidos, velaban, a modo de público cendal, las morbideces tentadoras de sus senos”. ¿Adefesios verbales de la época ? Puede ser. ¿Letras de tango? Tal vez, pero no de los mejores. A Barón Biza algunos lo compararon con Discépolo, pero una cosa es contar una historia en tres minutos y otra muy diferente es hacerlo en 300 páginas. En estos casos la brevedad provoca efectos literarios. O disimula defectos. Además, Barón Biza carecía de atributos que en Discépolo eran distintivos: el sentido del humor y la compasión.
En esos años fundó una revista de literatura que título con el sugestivo nombre de “Charleston”. El semanario editó tres números. La publicación se suspendió cuando su director se subió a un barco de millonarios decidido a recorrer el mundo, porque los viajes en trasatlánticos lujosos fueron otra de sus aficiones. El más célebre fue el que realizó en el Cap Polonio en julio de 1926. Duró ochenta días. Alrededor de 350 viajeros, distinguidos por sus apellidos y sus chequeras emprendieron la gira por las principales ciudades de Europa. La excursión incluyó la URSS. En San Petersburgo y en Moscú llamaba la atención esa comitiva de multimillonarios elegantes que apreciaban con mirada recelosa y crítica las virtudes del comunismo soviético. Entre los viajeros estaba Luis Luchia Puig, el ministro de Alvear, Tomas Le Bretón y un joven a quien su padre lo llevaba como acompañante para que el chico conociera el mundo y el estilo de vida de los ricos. Ese joven se llamaba Rodolfo Puiggrós y todavía no se había afiliado al Partido Comunista y, mucho menos, imaginaba un destino político en la izquierda peronista.
Barón Biza, el dandy porteño, no se iba a privar de escandalizar a su clase apoyando al comunismo. “Tengo fe en la Rusia del porvenir” escribe. Sus adhesión al comunismo no era ideológica sino afectiva. Barón Biza estaba a favor de todo lo que pudiera asustar a su clase. En esa línea de ideas se explica su anticlericalismo militante. Ello le valió la excomunión y la imputación de pornógrafo y degenerado. El asumirá esas acusaciones con orgullo. También se jactaba de su capacidad para seducir a las mujeres, sobre todo si eran casadas. Su relación con ellas era cínica y en algún punto resentida. “A una mujer hermosa no se la debe socorrer nunca. Ella puede venderse y nosotros comprarla” escribe en “Punto Final”.
En 1920 se afilió por primera vez a la Unión Cívica Radical, pero recién en los años treinta despertará con fuerza su vocación política. Como muchos yrigoyenistas, creía que el radicalismo era un partido revolucionario nacional y popular. “No soy político, soy revolucionario”, le dice un día a quien luego iba a ser su suegro: Amadeo Sabattini. (Continuará).