Crónicas de la historia
La tragedia de Barón Biza: una historia de amor

Crónicas de la historia
La tragedia de Barón Biza: una historia de amor

Rogelio Alaniz
De Barón Biza se ha dicho que fue un machista incorregible, un misógino agresivo, un déspota con las mujeres y hasta un mujeriego pervertido, sin embargo corresponde decir en su favor que sus dos esposas fueron mujeres independientes y audaces, capaces de pensar por cuenta propia y que entre otras cosas lo amaron con todos sus defectos y virtudes. A ninguna de las dos les fue bien en el matrimonio. Una murió en un accidente de avión y la otra concluyó con el rostro desfigurado por el ácido muriático. Una se llamaba Myriam Stefford; la otra Clotilde Sabattini.
A Myriam Stefford la conoció en Europa. Como no podía ser de otra manera, a la mujer se la presentaron en el hotel Des Bains del Lido, el mismo que Visconti eligió para filmar la película “Muerte en Venecia”. A la presentación la hizo la condesa de Rotschild.
Dicen que fue un amor a primera vista. Myriam Stefford se llamaba en realidad Rosa Martha Rossi Hofman. Tenía entonces veinte años, había nacido en Lugano, Suiza, quería ser actriz y frecuentaba los ambientes de las clases altas.
Las fechas del encuentro son imprecisas, pero podemos convenir que estos acontecimientos ocurrieron en octubre de 1926. Barón Biza tenía entonces 27 años, era buen mozo, culto y millonario. Reunía todas las condiciones del ganador, pero sus amigos recordaban que unos años antes, en Buenos Aires, había intentado suicidarse en el cabaret Armenonville.
Myriam Stefford fue la gran pasión de Barón Biza. A Coty Sabattini la quiso mucho, pero antes estuvo Myriam. Tan leal fue a ese amor, que se dice que ella fue la única mujer a la que Raúl no engañó, una verdadera proeza amorosa en un hombre cuya debilidad por el sexo opuesto era escandaloso. La pareja vivió una hermosa historia de amor en los mejores hoteles y centros turísticos de Europa. Esquiaban en los Alpes, viajaban en lujosos cruceros por el Mediterráneo, se alojaban en los hoteles más caros de Venecia, París o Londres.
Cuando Barón Biza estaba enamorado era espléndido, magnífico, desbordante. Myriam fue agasajada como una reina. Estolas de visón, piedras preciosas, joyas de Cartier, agasajos en los palacios de la nobleza, paseos en voiture por la Costa Azul. Un mundo feliz para una pareja feliz.
Llegaron a Buenos Aires en 1928. “Quiero bailar tangos, tomar mates y comer asado en una estancia”, dijo ella para una revista de la farándula de la época. Ochenta años después, las turistas que llegan a Buenos Aires dicen más o menos lo mismo. La pareja tenía dónde alojarse. Barón Biza había hecho construir una mansión en avenida Quintana con ventanales a Plaza Francia. Allí siguieron disfrutando de la buena vida. Paseos por Palermo, funciones de gala en el Colón, cenas en el Hotel Plaza, bailes de disfraces organizados en sua mansión, a los que asistía lo más selecto de la clase alta porteña.
Cuando se aburrían se recluían en la estancia Los Cerrillos, a cuyo casco Raúl lo había acondicionado para alojar a su reina. Se dice que hizo cambiar todo el piso y que cada baldosa nueva llevaba inscripta la sigla de ella: MS. En el inmenso living, había un enorme espejo y un cuadro que reproducía su rostro. Más allá había un bargueño atendido exclusivamente por un sirviente negro.
A esta historia de hadas y príncipes encantados solo le faltaba el casamiento. Barón Biza no la iba a privar a la mujer de sus sueños de esa pequeña felicidad. Y lo hizo a su estilo, es decir, a lo grande, sin reparar en gastos y derrochando buen gusto. La boda se celebró en la basílica de San Marcos, en Venecia. Ese fue el principio. La ceremonia civil se realizó en el Palacio Danieli, y la fiesta en el Hotel Excelsior. Según dice uno de los cronistas de la época: había más aristócratas que gente. El diario La Prensa de la Argentina cubrió la ceremonia en cada uno de sus detalles. La crónica asegura que esa noche estuvieron presentes el príncipe Marcelo del Orago, la princesa Lucinge de Faucigny, la baronesa Nelly Rothschild, la duquesa Di Sangro, la condesa Dada Albrizzi, el barón y la baronesa Blixen Feniche, el marqués Santini Pacinelli, el príncipe Rúspoli, el conde Buccino, el conde Luigi de Castelbarco, la condesa Volpi y el conde Valmarano. Músicos, pintores, políticos e intelectuales también se hicieron presentes a la fiesta dado por “el argentino”.
Antes del casamiento, los novios y los invitados pasearon en góndola por los canales de Venecia. Se dice que él alquiló todas las góndolas de la ciudad para que a esa hora no hubiera otra nave en el agua que no fuera la de los novios y sus amigos. Raúl sabía hacer las cosas a lo grande. Tenía talento, gusto y clase. Además, plata, mucha plata, que la gastaba como si fuera un rey de “Las mil y una noches”.
En febrero de 1931 la pareja llegó a Buenos Aires. La vida fastuosa continuó en la mansión de avenida Quintana y en el casco de la estancia de Alta Gracia que dejó de llamarse “Los Cerrillos” para llamarse “Myriam Stefford”. Una de las promesas de ella a Raúl fue renunciar a su carrera de actriz. Como contrapartida se dedicaría a tomar lecciones de vuelo en avión. Su maestro de vuelo fue el piloto Luis Fuchs. En agosto de 1931 Myriam recibió su carnet y el marido le regaló un avión al que bautizó con el nombre de “Chingolo”. La pareja hizo un viaje en ese avión desde Buenos Aires hasta Alta Gracia, pero ella aspiraba a algo más que a un viaje de rutina.
Su objetivo será tan grande como su fantasía: pretenderá recorrer todo el país. Lo hará acompañada de Luis Fuchs. El avión podía volar a mil metros de altura, su autonomía de vuelo era de siete horas y su velocidad máxima de 160 km/h. El operativo era riesgoso, pero Myriam no era mujer de asustarse por esas nimiedades. El avión salió de Morón el 18 de agosto de 1931. Fatídica fecha. Treinta y tres años después, él sería enterrado en el cementerio de la Chacarita.
El “Chingolo” llegó a Corrientes sin novedades, pero a partir de allí comenzaron los inconvenientes. Primero, el avión se estrelló contra un alambrado de un campo de Santiago del Estero y quedó fuera de circulación. Ella estaba desconsolada. Raúl movió relaciones y logró alquilarle un avión a Mauricio Debussy que se llamará “Chingolo II”. Continuó la peripecia aérea. Sé que el avión estuvo en La Rioja porque mi padre -entonces un niño-se acordaba que sus mayores lo habían llevado a ver a la primera mujer piloto de avión.
Después, pasó lo que pasó. El 26 de agosto, entre las nueve y las diez de la mañana, el avión se cayó en la localidad de Marayes, en la provincia de San Juan. Ella y el piloto murieron en el acto. A Barón Biza la noticia lo destruyó. Antes de salir de Morón le había dicho a Fuchs: “Cuídela mucho, es el único tesoro que no quiero perder”. Unos días antes, había recibido una llamada anónima en la que una voz de mujer le decía: “Ojalá que tengas que ir a buscar a tu mujer y la traigas en un cajón con todos los huesos rotos”.
Es lo que hizo. Los cuerpos llegaron a Buenos Aires y cinco mil personas acompañaron la carroza fúnebre tirada por ocho caballos que marchaba rumbo a la Recoleta. Mientras el cortejo se desplazaba por avenida Callao, aviones privados y militares volaban en círculos y arrojaban ramos de flores a la multitud. Raúl había sido magnífico en las horas de gloria y ahora lo era en las horas de dolor.
Barón Biza no se privó de rendirle homenajes a su mujer que murió cuando tenía 26 años y fue enterrada en el primer aniversario de su casamiento. En Marayes, hizo levantar un monolito de diez metros de altura con este epitafio: “Un bel morire tutta la vita honra”. En la otra cara del monumento se lee: “Viajero, detén tu marcha y rinde el homenaje de tu emoción a la mujer que se cubrió de gloria queriendo eclipsar a las águilas”.
Un mes después ordenó celebrar un responso en la catedral. Envió a la ceremonia una palmera de orquídeas con una tarjeta que decía: “A Myriam, Raúl”. Conmueve el laconismo de la frase, sobre todo en un hombre que nunca se distinguió por la austeridad del lenguaje.
Cuatro años después el intendente de Buenos Aires ordenó levantar un obelisco. Fue inaugurado el 23 de mayo de 1936 y tiene sesenta y siete metros de altura. Los porteños celebraron la hazaña, pero es probable que muy pocos entonces hayan sabido que nueve meses antes, en Alta Gracia, Barón Biza iniciaba la construcción de un obelisco de ochenta y dos metros de altura en homenaje a su amor. La obra fue inaugurada en agosto de 1936. Asistieron a la ceremonia aviadores de todo el país y empinados políticos de la UCR, entre ellos el flamante gobernador de la provincia de Córdoba, don Amadeo Sabattini. El obelisco fue diseñado por el arquitecto Fausto Newton y allí descansan los restos de Myriam Stefford con el amenazante epitafio: “Maldito sea el que profane esta tumba”. (Continuará)