editorial

China, crecimiento y derechos humanos

China es una de las grandes contradicciones del siglo XXI. Por un lado, su crecimiento económico es uno de los datos singulares de la época mientras que, por el otro, el régimen continúa siendo una dictadura que avasalla los derechos humanos de millones de personas. Se trata del país más poblado del mundo, con una creciente capacidad de consumo que explica en parte el funcionamiento de la economía capitalista mundial, y que dispone de un gobierno autocrático que no admite observaciones políticas y mucho menos críticas respecto de su gestión.

En este tema no faltan los académicos que, en nombre del realismo, señalan que hay que acostumbrarse a convivir con China sin exigirle lo que habitualmente se le exige a otros países en materia de derechos civiles y políticos. Se dice que las modalidades históricas del desarrollo de este país explican la naturaleza de sus sistemas y que, por lo tanto, no se le puede pedir que se comporte como una democracia occidental. Por último, y desde el punto de vista del realismo más descarnado, se estima que por más protestas que se hagan China, no va a cambiar su sistema porque podría entrar en un tembladeral político de incierto desenlace.

Por otro lado, Occidente dejaría de ser lo que es cultural e históricamente si mirara en silencio los periódicos atropellos de los derechos humanos. El tema es delicado porque, a contramano de quienes opinan que con el tiempo el régimen se irá liberalizando, los hechos se empeñan en demostrar que, por ejemplo en los últimos meses, el costado represivo del sistema se ha profundizado.

En estos días se ha confirmado la prisión del premio Nobel de la Paz Liu Xiabo, condenado a once años de cárcel por integrar el grupo conocido como “Carta 08”. Algo parecido le ocurre a Chen Wei, quien desde febrero del año que acaba de finalizar cumple una condena de nueve años por haber empleado en sus ensayos un lenguaje considerado subversivo. Chen Xi, uno de los dirigentes de la rebelión de Tiananmen está en la cárcel por haber osado reclamar elecciones locales. Y por causas parecidas padecen prisión el abogado ciego Chen Guangcheng y el activista de derechos humanos Al Weiwei.

En todos estos casos se trata de personas famosas, conocidas en Occidente, motivo por el cual sus nombres son de dominio público. Capítulo aparte merecen los cientos de miles de personas que padecen cárcel o son explotados como mano de obra esclava y semiesclava en los campos de concentración conocidos con el nombre de “laogai”.

¿Se pueden callar estos atropellos? ¿Es justo, en nombre del realismo o de buenos intercambios económicos, mirar para otro lado? ¿Es legítima una teoría que reclama esperar por lo menos dos generaciones para que el régimen se liberalice? Honestamente creemos que no. Se entiende que los Estados nacionales estén obligados a manejarse con prudencia, pero no se puede admitir este tipo de condicionamiento cuando se trata de instituciones de derechos humanos, partidos políticos, religiosos e intelectuales.