Preludio de tango

Carlos de la Púa, y “La crencha engrasada”

Manuel Adet

Un solo libro le alcanzó para consagrarse en el universo del tango. Ese libro se llamó “La crencha engrasada”. El texto fue publicado en 1928 y algunos de sus poemas fueron incluidos en una antología de poesía argentina dirigida por César Tiempo. No es la única señal dirigida al mundo intelectual de entonces. La segunda parte del libro, dedicado a los oficios de la calle, tiene una dedicatoria sugestiva: “A mis rivales en el cariño a Buenos Aires: Nicolás Olivari, Raúl González Tuñón y Jorge Luis Borges”. El reconocimiento es curioso, porque para esa fecha el menos conocido de los tres autores era Borges.

En 1933, Celedonio Flores lo consagra al autor en “Corrientes y Esmeralda”: “Te glosó en poemas Carlos de la Púa...”. Para esa época el hombre ya era un personaje de la bohemia porteña, esa bohemia que se alimentaba de periodistas, poetas, músicos y vagos de todo pelaje que hacían del mito de la amistad entre hombres uno de los fundamentos de su vida.

Los poemas de “La crencha engrasada” pertenecen al género del lunfardo, observación un tanto polémica porque a la poesía no se la califica por género sino por la calidad o la sugestión de sus palabras. De todos modos, y hecha la salvedad del caso, muy bien podría decirse que “La crencha engrasada” pertenece al género lunfardo como el “Martín Fierro” pertenece al género gauchesco. Una digresión al respecto. Dice un crítico de entonces: “En la Argentina hay dos grandes libros de poemas: el ‘Martín Fierro’ y ‘La crencha engrasada’. Lo demás es grupo”. ¿Exagerado? Es probable, pero no tanto.

La llamada poesía lunfarda no se inicia con Carlos de la Púa ni concluye con él. Pero su libro es el que mejor la expresa. Los temas, el uso de las palabras, el ritmo, todo está allí. Se trata de un libro pequeño donde no hay una palabra y un poema de más. El escenario es la gran ciudad y esa gran ciudad se llama Buenos Aires. Sus personajes son los hombres de la noche, de la calle, de las orillas. Por allí desfilan rateros, cafisos, ladrones. También mujeres de la noche, mecheras, modestas pibas de barrio. Los lugares son emblemáticos: un cafetín, un barrio, una calle, una esquina, un cabaret.

Ni las personas ni los lugares pertenecen al mundo de lo correcto. Se trata de un mundo de marginales. Los poetas y los poemas son modestos; los ladrones son hombres sencillos. No hay poesía de academia ni delincuentes de guantes blancos. El universo es popular, es un universo con códigos y contraseñas. La amistad es sagrada, se puede robar pero nunca al pobre. Al policía se lo mira con recelo, pero el batidor es despreciado. Por supuesto, la cultura es machista. El libro celebra la amistad entre hombres. La mujer reconocida es la madre; las otras valen por las pasiones que son capaces de despertar o las traiciones que pueden cometer.

En el poema dedicado al tango “El entrerriano”, el último verso es toda una declaración de principios acerca de quiénes son los que valen. “Vivirás mientras viva un poeta, un ladrón y una puta”. Ni ruborizarse ni asustarse. En París, Nueva York, Londres, o Madrid abundan poetas y poemas dedicados a la misma causa.

Carlos de la Púa se llamaba Carlos Raúl Muñoz y Pérez. Y el otro apodo que lo hizo famoso fue el de Malevo Muñoz. Nació en La Plata el 14 de enero de 1898, pero el barrio de su infancia fue Once. De ese barrio dice en uno de sus versos: “Tu recuerdo es el gol que me da la victoria/ Porque he jugado mucho miro claro la vida”. Hay poemas dedicados al barrio de Barracas, a la Cortada de las Carabelas, poema que Julián Centeya recita como nadie. Y un poema a Puente Alsina, en donde habla de un bar y dice: “Boliche de mostrador / donde nunca ha tomado un delator o un alcahuete”.

Hay un poema que se llama “Cacho de recuerdo”, que evoca a una mujer con cierta nostalgia y, si se permite la expresión, dulzura: “Compañera buena que engrupí e pendejo/ mujercita gaucha que nunca falló/ la que tenía en sus ojos un dejo, de esa tristeza que hoy tengo yo”. El contrapunto es “La canción de la mugre”, donde la mujer habla así de su cafiso. “Ese es mi hombre, canallesco inmundo, es mi vida, mi morfi mi pasión/ no lo cambio por todo lo del mundo, sus biabas me las pide el corazón”.

“Hermano chorro” está dedicado a un ladrón. “Con tal que no sea al pobre, robá hermano sin medida/ Tomá caña, pitá fuerte, jugá tu casimba al truco/ y emborrachate, el mañana es un grupo/ Tras cartón está la muerte”. Un existencialista lo hubiera aprobado sin reparos. Después está el poema al otro personaje del barrio: el luchador social. El poema se llama “Lucio, el anarquista”. “Nacido entre curdelas nunca tomó una copa/ Viviendo entre ladrones siempre la trabajó/ Comprende y ama aquella que con hambre y sin ropa/ a las aguas servidas del vicio se arrojó”.

“El cuentero” es tal vez el mejor himno a la picaresca: “Su vida es el reflejo fiel de la avería/ tiene mil versos y todos distintos/ por sus facultades sin grupo podría/ decirse que atrapa giles por instintos/ Y tiene tal labia para armar los pacos / y tiene tal clase para engrupir/ que muchos corridos que no fueron mancos/ manyaron el cuento recién en el fin”.

Poéticamente lo más valioso del libro son las imágenes y la musicalidad de los versos: “Y aunque siempre tuvo minas retrecheras/ que hacían las latas con facilidad/ tiró bien la lanza y en giras burreras/ forzó pateadores con felicidad/ Y siempre al tanteo de lo que se cuadraba/ todos los laburos se los repasó/ fue escruche, lancero furquista de biaba y por lerdo nunca jamás fracasó”. O esta hermosa joyita que Rivero recita como si la hubieran escrito para él: “La durmió de un casote, gorgojeó de colmiyo/ se arregló la melena y pitándose un faso/ salió de la atorranta pieza del conventiyo / y silbando bajito rumbió pal escolaso”.

El Malevo Muñoz tuvo mil oficios, pero siempre se reconoció como periodista. Trabajó en El Hogar y el mítico diario “Crítica” de Natalio Botana. Las carreras de caballos, las mesas de timba y las abundantes comilonas fueron sus pasiones. A los treinta años pesaba más de 130 kilos y no tenía problemas en cenar dos o tres veces una misma noche: a primera hora, pasando las doce y al despedir la madrugada. Nunca cuidó su salud y murió apenas pasados los cincuenta años. Se dice que en el sanatorio lo convencieron para que el sacerdote lo confesara. Para ello no recurrieron a argumentos teológicos, sino a recursos de la timba. Cuando finalmente admitió al cura, le dijo a su amigos: “Nada se pierde con tirarse un lance”.

Fue amigo de Gardel y, como corresponde con todo amigo, más de una vez discutieron. El 15 de septiembre de 1931 el Malevo fue con Discépolo a verlo actuar a Gardel en un teatro de la calle Corrientes. Cuando se presentó al público, dirá: “Más pibe que nunca, más camba que siempre, repartiendo sonrisas como si fueran mangos”. Todo iba diez puntos hasta que a Gardel se le ocurrió cantar una canzoneta napolitana. La anécdota merece contarse porque pone en evidencia el nacionalismo del malevo y el universalismo de Gardel.

Esa misma noche el Malevo escribió en el diario: “Bueno, mira viejo, si en una de mis andanzas por el mundo lo hubiera encontrado al Viejo Vizcacha fumando cigarrillos Camel, no me hubiera causado tanta sorpresa”. Después le dice: “Mirá Morocho, vos sabés muy bien que soy un amigo sin grupo, que en estas mismas páginas me he jugado muchas veces en tu defensa para señalar la diferencia enorme que hay entre vos, milonguero clásico y los otros, milongueros de handicap”. Para luego concluir: “No te dejés engrupir Carlitos, largá a tiempo antes de que se pase el santo por el elemento rante y empiecen a disminuir los discos que vos bien sabés que no los compran los bacanes”.

La vida de Carlos de la Púa no se debe confundir con un jardín de rosas o una anécdota pintoresca. Fue polémico, controvertido. Ganaba grandes amigos y grandes enemigos. Era frontal y a veces prepotente. Cuando murió fue muy poca gente a su sepelio en la Recoleta. El que habló en su tumba fue Enrique Cadícamo que leyó una líneas escritas por Cátulo Castillo. Cuando regresaban los amigos a tomar un café en La Biela, uno de ellos se lamentó de que haya habido tan pocas personas. Cobián dio la respuesta exacta: “Los entierros concurridos son para los mediocres, para los que no han tenido la habilidad de haber despertado envidia ni la valentía de haber sembrado odios”.

 

Carlos de la Púa, y  “La crencha engrasada”