Crónica política

La dinastía kirchnerista

Rogelio Alaniz

El kirchnerismo como realidad política, como proyecto de poder, remite a Kirchner. O a los Kirchner. No es un juego de palabras. Los Kirchner no pueden, no saben o no quieren salir de la red que ellos mismo crearon. A Néstor lo sucede la señora y a la señora tal vez la suceda Máximo.

Su manera de concebir el poder, de concebirse ellos mismos, les impide construir otro tipo de salida. Ella podrá decir que “no se la cree”, pero en realidad en lo único que cree es en ella misma. El poder fundado en el culto de una persona tiende inevitablemente a la dinastía. Kim il Sung y Fidel Castro lo saben. También lo sabían los dictadores bananeros. A Tacho lo sucedió Tachito. De Juan Manuel de Rosas se dice que la única alternativa que alguna vez alcanzó a dar a su sucesión, fue Manuelita, su hija. A Perón, con casi ochenta años y el país al borde del incendio, no se le ocurrió nada mejor que dejar a su encantadora esposa en el sillón de Rivadavia. No podía ni sabía hacer otra cosa. Exigirle algo diferente hubiera sido exigirle que pensara el poder de otra manera, es decir, que dejara de ser Perón.

Algo parecido ocurre con los Kirchner. Lo que en Néstor era ambición de caudillo, en ella es obsesión de reina. Al “Pingüino” le sucedió “La viuda del Calafate”. Con su relato, sus mohínes, sus caprichos, su espeso maquillaje y su desbordante vanidad.

Después están los límites que impone la historia. O la sociedad. Perón no es Kirchner. La Argentina de 1945 o 1973 no es la de 2012. Perón no es Kirchner y Evita no es Cristina. Pero las pasiones que ellos intentaron despertar entre sus seguidores no son muy diferentes. Perón fue más eficaz, por supuesto. Y Evita más trágica. Pero el principio del liderazgo carismático, el rol mesiánico del conductor, el culto irracional a la personalidad, se mantiene. Y se mantiene porque es constitutivo de una singular visión del poder.

A la hora de pensar el poder kirchnerista hay que decir que el rasgo que lo distingue, en primer lugar, es que para ellos el Estado no establece las reglas de juego del gobierno, sino a la inversa: el gobierno le impone sus reglas de juego al Estado. El gobierno, por lo tanto, no es el gobierno de todos, como corresponde a un Estado de derecho, sino el gobierno de los amigos. De amigos que luchan a brazo partido contra enemigos a los que se los distingue por una singular condición: nunca se sabe por anticipado quiénes son, motivo por el cual cualquiera puede llegar a serlo. O, como se dice en estos casos: el amigo de hoy puede ser el enemigo de mañana. Y a la inversa. Porque en todos los casos, lo que importa es mantener vigente el principio de indeterminación: que nadie esté seguro.

Como el contrato político que constituye al kirchnerismo no está atado a la ley sino a la lealtad, la ley pierde su condición de norma de valor universal para transformarse en un instrumento de premios y castigos. Se premia generosamente a los amigos y se sanciona sin piedad a los enemigos. Las recompensas o las sanciones dependen exclusivamente de la lealtad al poder o del capricho del poder.

El principio de división de poderes para los Kirchner no es un control, sino una molestia. Así fue en Santa Cruz y así es en la Argentina. El juez ideal es Oyarbide, el legislador preferido es el que levanta la mano sin preguntar. La libertad prensa sólo es libertad para los que adulan al poder. Y el periodismo consentido es el que practica “6, 7, 8”.

Para los Kirchner el poder y el derecho no son lo mismo. Es más, muchas veces son categorías antagónicas. Si la deliberación pública es un principio básico de la cultura democrática, en el kirchnerismo la deliberación ha sido sustituida por el decisionismo. No hay debates, hay órdenes. La decisión reemplaza a la ley. La presidente no resuelve los conflictos, los atiza. El atril es el sitio desde donde se imparten los correspondientes castigos: ayer, el campo; hoy, la prensa, mañana un gobernador o un dirigente opositor, pasado mañana un traidor que milita en las propias filas. El atril es algo así como el trono desde donde el monarca imparte las lecciones sobre el bien y del mal a una feligresía devota, sumisa y servil. Desde el atril se anuncian las grandes nuevas y se nombran las batallas que se avecinan. El atril es sagrado como un templo. Es el lugar de los dioses, no de los mortales. Lo temible de la pedagogía del atril es que salvo aplaudir y dar señales de adhesión, nadie sabe con certeza qué es lo que corresponde hacer. El poder de la dinastía no establece las categorías de adhesión con criterios racionales o previsibles. La única y exclusiva referencia es la más absoluta lealtad. “Con la presidente no se habla, se escucha”, dice Zanini, como si estuviera leyendo algún párrafo del “Libro Rojo”. Un déspota oriental tal vez no hubiera pretendido tanto.

El poder dinástico recurre a un discurso autorreferencial cuyas conexiones con la realidad suelen ser inescrutables. No es casualidad que en los últimos discursos la palabra que mas usó “La viuda del Calafate” fue “Yo”. Este empleo gramatical lo realiza alguien que pertenece a un movimiento cuyo lema dice: “Primero la Patria, después el movimiento y, por último, los hombres”.

En los tiempos de Perón se decía que el líder guiñaba a la izquierda pero después giraba a la derecha. Los Kirchner en este sentido no inventaron nada: la retórica es de izquierda, pero las acciones prácticas son de derecha. La retórica es para consumo de la militancia; de las acciones prácticas se benefician los grupos más concentrados de la economía y una burguesía rapaz y lumpen adobada y sazonada por los Kirchner.

La ausencia efectiva de marco legal como principio orientador de la acción política no es sustituida en este caso por alguna ideología o proyecto nacional de poder más o menos trascendente, sino por el culto al pragmatismo más descarnado.

Menem fue el enemigo número uno, pero hoy es un amigo. Magnetto fue un buen muchacho no hace muchos años y hoy es Satanás. Cobos era el paradigma de las transversalidad y hoy es un traidor.

En un esquema político concentrado en la lealtad, la traición es un escurridizo fantasma que merodea con sus cuotas de perfidia y violencia por los vestíbulos del poder. Cuanto más devotas son las manifestaciones de lealtad, más inminentes parecen ser las traiciones.

Es que el poder así concebido es paranoico. Paranoico, arbitrario e inevitablemente caprichoso. Es que la reducción de la política a una aventura personal alienta la satisfacción de todos los caprichos. Como dijera aquel cínico florentino: “¿Para qué disponer del poder si no es para abusar de él?”. Abusar y darse los gustos. Gustos que incluyen un vestuario de miles de dólares. O dos departamentos en Puerto Madero que cuestan nueve millones de pesos. O una mansión en El Calafate de quince millones. O una cuenta corriente de sesenta millones cuya justificación mereció el reproche de peritos.

La presidente no repara en detalles a la hora de acumular satisfacciones. Los caprichos incluyen atropellos periódicos al lenguaje. Las violaciones de las leyes son también violaciones a las normas gramaticales. La “presidente” hoy es la “presidenta”. Y hasta se dio el lujo de contar con el auxilio de un par de maestritas ciruelas que justificaran el capricho. No concluyen allí los trastornos. El culto ciego a la lealtad alienta el espiritismo y la magia negra. Ella jura por Él y asegura que esta poseída por su karma.

Hebe de Bonafini viajó a Río Gallegos para ser poseída por el espíritu de Él. Y la misma mujer que no vaciló en otorgarle todo el poder a Schoklender hoy dice que en Río Gallegos ha recuperado el alma de Néstor. Las ceremonias no son muy diferentes a las que practicaba ese otro protegido de Perón que se llamó López Rega. También “el Brujo” hablaba de Él e intentaba poseer su inmortalidad. Es que el poder dinástico provoca fatalmente el deslizamiento hacia la brujería.

La dinastía kirchnerista

No sé si me entienden ...foto:efe