Crónica política

Reforma constitucional: ¿Historia, verso o cuento?

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Rogelio Alaniz

Amado Boudou pronunció públicamente la palabra que el oficialismo desde hace dos o tres meses viene pronunciando en voz baja: reforma constitucional. Después relativizó el concepto. Es lo que se hace en estos casos. Es lo que hicieron los peronistas en 1948 y en 1993. Es decir, un año antes de las reformas constitucionales que promovieron Perón y Menem.

El juego de palabras es previsible. No tiene por qué no serlo si siempre les ha dado buenos resultados. Primero se lanza el globo de ensayo y se esperan las cataratas de rechazos de los opositores; luego se relativiza lo dicho pero al mes siguiente -o a la semana siguiente- otro dirigente vuelve a insistir con lo mismo. Llega un momento en que el tema está instalado. Después, lo que viene es más fácil: o se corrompe a la ley o se corrompen a algunos políticos opositores para que se comprometan a avalar la reforma.

A la ley se la corrompe manipulándola: diciendo, por ejemplo, que lo que prescribe la Constitución no son los dos tercios del total, sino los dos tercios de los presentes. Es lo que hicieron en 1949. Es lo que querían hacer en 1994, antes de que Alfonsín les hiciera la gauchada a través de las gestiones de Nosiglia y Barrionuevo. “La operación salió como estaba prevista -me dijo un dirigente menemista en Punta del Este- pero nunca pensamos que nos iba a costar tanta plata”.

Convencer a políticos opositores acerca de los beneficios patrióticos de una reforma constitucional suele salir caro, pero no es imposible hacerlo. Lo que hay que pagar se paga y, además, siempre hay argumentos leguleyos para justificar cualquier reforma y tranquilizar las conciencias más inquietas. Cuando pienso en estos temas me viene a la memoria una escena de la película “El Padrino”. La secuencia es esta: Don Corleone se acaba de reunir con los capos mafiosos para firmar un acuerdo de paz. Discuten algunos detalles y llegan a un acuerdo. Cuando regresan a su casa, el Padrino le dice a su hijo Michael: “Alguien de los nuestros va a venir a proponerte una reunión con ellos: el que lo haga es un traidor”. Algo parecido podría decirse del político opositor que mañana “descubra” los beneficios de una reforma constitucional.

Retornemos a la historia. Durante la primera presidencia de Perón, el último en decir que estaba de acuerdo con una reforma constitucional fue Perón. Hasta último momento “el primer trabajador” se hacía el distraído, decía que deseaba volver a casa, que estaba cansado, pero, -y ese “pero” siempre es importante -”si hay que sacrificarse por la patria no me va a a quedar otra alternativa que hacerlo, porque yo siempre hago lo que el pueblo quiere”. Conmovedor y patético. Como para llorar. O como para reírse. Lo mismo da.

El único que le creyó a Perón de que no quería reelegirse fue su compadre Domingo Mercante, gobernador de Buenos Aires y camarada de armas en los fragotes de 1943 y en los operativos destinados a sobornar tránsfugas sindicales. Su ingenuidad le costó la carrera política. Lo liquidaron. Y los últimos años de su vida Mercante se los pasó preguntando qué había hecho mal, en qué se había equivocado. Pobre Mercante. Se equivocó. Y se equivocó porque le creyó a Perón. Digamos que se equivocó en lo único que no debía equivocarse. Mercante debería haber sabido que en política todo está permitido, menos no saber por donde pasa el poder real. Mercante lo supo, pero lo supo tarde.

En 1993 Menem inició el operativo reforma. El “pacto de Olivos” le ahorró el trámite de violar la Constitución como en 1949. La reforma se celebró para cumplir con un solo objetivo: la reelección. Todo lo demás era negociable. O, como dijera mi abuelo: jarabe de pico. Colegio electoral, tercer senador, derechos de los pueblos originarios, etcétera, etcétera, etcétera.

No es que esas reformas no fueran importantes. Nada de eso. Lo que ocurre es que lo que era importante para los peronistas no era importante para los radicales. Y a la inversa. Lo demás, fueron “fuegos de artificio liberales para la gilada”, como me dijera un caudillo menemista en confianza. ¿Mentía? Para nada. Debe de haber sido la única vez que dijo la verdad.

La reforma de 1994 pasó. Menem fue reelecto y todos siguieron disfrutando de la buena vida. Cuando llegó el 2000, el turno le tocaba a Duhalde. Pero hete aquí que a Menem se le ocurrió lanzar lo que se conoció como “la ree-ree”. Es decir, otra reelección. Ahora los perjudicados ya no eran sólo los radicales, sino el propio Duhalde. Su respuesta no se hizo esperar. Hizo lo único que se debe hacer en estos casos: apostar fuerte. es decir, amenazó con convocar un plebiscito en la provincia de Buenos Aires. Dos moralejas dejaron esa experiencia: un peronista en la presidencia siempre pretende la reelección indefinida; a ese decisionismo no se lo para con palabras bonitas, sino con decisiones fuertes. Es lo que hizo Duhalde.

Hoy el escenario es diferente, pero el drama es parecido. El peronismo desea la reelección indefinida. Sabe que habrá resistencias, pero la decisión está tomada. El que no la quiera ver es porque es ciego, o está mirando para otro lado. La reelección va a ser promovida y lo va a ser antes de que la presidente cumpla la mitad del mandato. No tienen mucho tiempo y por ahora tampoco tienen los votos. Pero como la experiencia lo demuestra, esos inconvenientes se arreglan con promesas y con plata.

Un amigo me preguntaba el otro día: ¿Por qué siempre hacen lo mismo? La respuesta es tan sencilla que es casi obvia: porque quieren quedarse en el poder, porque el poder seduce, erotiza, otorga sentido a la vida. Y de paso enriquece. Ocurre que es lindo mandar y ser obedecido. Es lindo sentirse la más importante, saber que todo el mundo está pendiente de cada gesto y cada movimiento. Es lindo la puesta en escena de los grandes salones, los viajes por el mundo, las reuniones en palacios con los poderosos de la Tierra.

¿Es así para todos? Es así. Y porque es así, es que los maestros del liberalismo pensaron un sistema de alternancia y controles. En una república seria el presidente está cuatro años, ocho como máximo, y se vuelve a su casa. Y a partir de ese momento es un un ciudadano o una ciudadana más. Así de sencillo y así de difícil. Quien se acostumbró a las mieles del poder, a gozar de sus privilegios y a palpitar con su ritmo, se resiste a ser sólo un ciudadano.

Cuando se dijo que el poder corrompía, la referencia no era la corrupción económica. O por lo menos no era esa la imputación exclusiva. El poder corrompe porque corrompe las conciencias, los valores, la propia condición humana. El poder corrompe porque cristaliza los vicios y la desigualdad. Pero por sobre todas las cosas, corrompe porque el hombre dominado por el poder se cree un Dios. O una Diosa.

¿Entonces, somos anarquistas? Como diría mi abuelo: “Ni tan poco, ni tan mucho”. Las sociedades modernas necesitan del poder. O no pueden prescindir de él. El poder existe, y es torpe y necio negarlo. Existe, es peligroso y, por lo tanto, debe ser controlado. A ese control, a esos límites, es a lo que se resisten las o los déspotas modernos.

El argumento populista para defender lo indefendible es que la reelección indefinida es siempre democrática porque en todos los casos es el pueblo el que decide. Los vendedores de baratijas o los enroscadores de víboras suelen dar argumentos más honestos para defender lo suyo. Al respecto, es necesario explicar otra vez que la reelección indefinida va unida a otra categoría de dominación que es sistema político hegemónico construido desde el Estado.

En efecto, con los recursos de la “caja”, se crean condiciones propicias para legitimarse indefinidamente en el poder. En el camino se destruye y se corrompe a una oposición cada vez mas debilitada. Alguien dirá que exagero. No lo creo. En todo caso, bosquejo el escenario con trazos gruesos. No exagero si afirmo que el peronismo va a promover la reelección indefinida. No lo digo yo, lo dicen ellos. Lo dicen y lo escriben. ¡Ironía de la política criolla! Los únicos que no creen que el peronismo marcha hacia la reelección indefinida son los no peronistas. Así les va.

Los peronistas, por su parte, a este tema lo tienen claro. Lo dice la derecha peronista y su supuesta izquierda. Unos lo hacen en nombre de la patria peronista, los otros en nombre de la patria nac&pop. En este punto están todos de acuerdo: Laclau y Boudou, Forster y Fernández, Verbitsky y Gioja, González y Mariotto. Como se dice en estos casos: “Todos unidos triunfaremos”.