Memorias de pupitre

Pasados por el tamiz del tiempo, los recuerdos tienden a ceñirse a aquellas experiencias que marcaron nuestras vidas. Con la escuela sucede lo mismo, y aunque el sabor de las anécdotas no siempre sea el más dulce, es un hecho que este tramo de nuestra historia es imborrable. En esta nota, tres colegas de la redacción de El Litoral recuerdan su paso por el que fue, como para muchos otros, su segundo hogar.

“La segunda madre, el segundo hogar”

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José E. Bordón

A nosotros, los del interior (soy de Ceres, por si alguien aún no se enteró), escuela e infancia fueron una sola cosa. Una no opacaba a la otra; todo lo contrario, la fortalecía. Varios de los imborrables recuerdos se orientan hacia la vieja Escuela Fiscal 413, sobre la avenida de Mayo, la principal por entonces, a metros de la estación ferroviaria.

Recuerdos vagos del primer día, pero siempre frescos en una memoria que hace fuerza para no perder la hilación de mi propia historia. Mi primera maestra fue la señorita Raquel Pía. Cómo olvidarme del cariño que me dispensó en esos años en que la maestra de primer grado seguía ascendiendo de grados con nosotros. Fue esa época memorable cuando “la maestra era la segunda madre” y “la escuela el segundo hogar”. Fueron aquellos tiempos donde los padres comprendían más a la maestra que a sus hijos. Por eso, mi temor aparecía cada vez que llamaban a mi madre a la escuela. Algunas veces zafaba porque eran para armado o reuniones de la cooperadora; pero cuando había algún reproche, siempre la maestra tenía razón. La penitencia era inevitable. Recuerdo el gran patio de la escuela (hoy las necesidades edilicias lo han cubierto de cemento) y recuerdo que muchos viernes terminábamos los deberes para volver a ese patio a jugar fútbol. Era cuando se sentía afecto por la escuela, por la maestra, por los compañeros. A muchos de ellos seguí viendo, cada vez menos seguido. Pero el reencuentro, hace algunos años, para el centenario de la creación de la Escuela Fiscal (como siempre la recordaremos), lo guardo como una las emociones fuertes, inolvidables. Al igual que aquella revista “Escuela linda y alegre”, mi primer antecedente de periodista.

Aquellos fueron los días

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Rómulo Crespo

No me acuerdo de mi primer día de clases. Voy a plagiar aquí a Juan Carlos Pugliese, el reconocido dirigente radical, que alguna vez, allá por la década del ‘80, le respondió a Moria Casán: “¡Señora...! No me acuerdo del último, que me voy a acordar del primero”. Obviamente, el tema no era la escolaridad.

En mi caso, por suerte quedó el testimonio gráfico que acompaña estas líneas. La foto fue tomada en el patio de la escuela San José para Varoncitos -así se llamaba en aquel tiempo- en la calle Zazpe -entonces Buenos Aires-, entre San Jerónimo y 9 de Julio. Podría nombrar a cada uno de los que están en la imagen, pero les voy a dejar a ellos la posibilidad de que se reconozcan. Lo bueno es que a pesar del tiempo transcurrido, conservo con cada uno la afectuosa relación que nació en aquellos días ya lejanos.

Mi vida escolar continuó en la ya desaparecida Escuela Primaria Nº 11 “Juan Galo de Lavalle”, que estaba en 25 de Mayo entre Juan de Garay y Lisandro de la Torre -ex Rosario.

No fui nunca un buen alumno. Las dos maestras que con poca suerte hicieron todo lo posible para sacar de mí lo mejor fueron la Sra. de Paviotti y la Srta. Garzón Guerra. No les fue bien, pero ellas no tuvieron responsabilidad alguna. Cada mes y año tras año, en la libreta de calificaciones, se repetía invariablemente la misma leyenda: “Romulito: con un poco más de empeño tu rendimiento en el aula puede mejorar”. Cincuenta años después todavía vivo con culpa haber sido motivo de sus desvelos. No lo merecían.

Como en el San José, también en la Lavalle hice amigos que lo siguen siendo hoy. Para ellos un gran abrazo. Y no escribo más porque me voy a emocionar.

Un recuerdo entrañable

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Roberto Schneider

Era como siempre, salvo alguna excepción de algún ministro/a loco que prefiere febrero, marzo. Los primeros días. Calor, mucho calor, tal vez excesivo. Hacia allí partí en compañía de Gustavo y Ricardo, mis dos hermanos mayores. Mamá trabajaba en el Hospital Iturraspe y mucho tiempo para acompañar a alguno de sus hijos al primer día de clase no había.

La escuela N° 14 Dr. Nicolás Avellaneda, ubicada en Santiago de Chile al 2900, bien cerquita del Parque Garay, abrió entonces sus puertas para recibir a un apenas gordito que empezaba -como en aquella época- “primero inicial”.

El camino hacia la escuela no era largo, apenas cinco cuadras recorridas mientras se jugaba con una pelota de goma que, a escondidas por supuesto, mis hermanos llevaban para el recreo. Ese camino se transitaba todos los días, bajo la atenta mirada de los dos mayores.

Y recuerdo el almidón. Mucho almidón. Colman, para ser más precisos. Claro, el acrocel aún no había hecho su aparición; entonces mamá Esther hacía que al menos uno de sus hijos volviera con esa idea algunas veces obsesiva de las “palomas blancas” que tanto citábamos después en las primeras composiciones. El almidón hacía lo suyo. Guardapolvo duro, y blanco también, con la ayuda de las pastillas Azul Brasso.

El “vuestuario” se completaba con zapatos marrones acordonados y la correa de cuero (no había entonces para comprar los portafolios), para atar el cuaderno y el libro, más una pequeña cartuchera con algunos lápices y la goma de borrar.

El primer día fue con altas expectativas. Había ganas de aprender, de verdad, traspuestos los pocos escalones para ingresar (el primer piso era para los más grandes, de tercero a sexto grado) al gran salón de actos, donde se veía al fondo el escenario. En el patio estaba ella, esperándonos. Éramos, si mal no recuerdo, más de treinta. Ethel Dolly Bannón nos recibió con una sonrisa. No sé si fresca, sí la recuerdo sincera. Treinta pequeños y revoltosos chicos de 6 años no eran fáciles.

Ella, la señorita Ethel, fue de verdad -como se decía entonces-, la segunda mamá. En aquellos tiempos -este año se cumplen los 50 de mi promoción de “la Avellaneda”- supo deslumbrarme con todo lo que nos enseñaba. El recuerdo de esta mujer es hoy uno de los más fuertes. Como tengo una secuela de parálisis infantil, no podía bailar el malambo (después me di el gusto de bailar en una obra de teatro “Rocky Feller en el Lejano Oeste”) y con su intención de integrarme más, hizo que recitara en quinto grado un poema dedicado al continente americano... Sin duda alguna, mi primera vinculación con las artes escénicas.

El recuerdo del primer día es entonces agradable. Nada de llanto, mucho de alegría. Con la manzana roja acompañando los útiles, con mis compañeros (sería motivo de otra nota, por el cariñoso recuerdo que tengo de todos ellos), con la señora de Strubbia, la bibliotecaria, y con un mundo que aparecía para ser descubierto.