Carnavales del pasado, un sano esparcimiento

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La autora recuerda cómo se celebraba esta fiesta en diferentes ciudades de nuestra provincia. Destaca que “había gracia, alegría, mucho colorido y sana diversión. Era un momento de reunión de familias y de vecinos”.

TEXTOS. ZUNILDA CERESOLE DE ESPINACO. FOTOs. EL LITORAL.

Generalmente se admite que “el carnaval” se deriva de las saturnales romanas, de las dionisíacas griegas o bien de las fiestas egipcias en honor de Osiris. Sea cual fuere su origen, lo cierto es que perdura hasta la actualidad y se celebra con mayor o menor entusiasmo en el mundo.

El tiempo se fragmenta y nos hace mirar el ayer, el hoy e imaginar el futuro. En tropel llegan las comparaciones, crecen los recuerdos y, sin ser invitada, tímidamente llega la nostalgia.

Es interesante retrotraernos en el tiempo para conocer cómo se celebraba en algunas localidades del territorio santafesino esta fiesta impregnada de alegría, en épocas en que aún no habían crecido muchas de ellas, pero que en su pequeñez e inmersas en la paz, la gente del lugar celebraba el carnaval, terminando el Miércoles de Cenizas, que tenía su significado propio.

“Carnaval” figuraba en el calendario en rojo “lunes y martes”. La fecha era variable pero generalmente y casi siempre entre febrero y marzo. Eran sólo dos días consignados en el almanaque pero se comenzaba el sábado anterior. Luego se proseguía el domingo y se sumaban los que figuraban en rojo.

¡Qué polo de atracción esta fecha! Todos se preparaban para gozar de un sano esparcimiento, dar rienda suelta a variados sentimientos de libertad o de transitar el ridículo fácil, exentos de culpas, o también ofrecerse la oportunidad de reirse de sí mismo y hacer reir al otro.

GOBERNADOR CRESPO, UN CARNAVAL CON CHANZAS Y BROMAS

Verano, calores intensos, de 14 a 18 se realizaba el juego con agua, la que había que extraer de las bombas pulsadas a mano.

Según los barrios, la predisposición de la gente era disímil porque los vecinos que participaban con mayor entusiasmo en el juego preparaban con anticipación la reserva de agua, que era vertida en fuentones, algún tacho especial de grandes dimensiones o en las piletas muy grandes.

Los varones y mujeres formaban bandos rivales y generalmente los primeros denotaban mayor agilidad, fuerza, ligereza y estabilidad, por lo que salían vencedores de las batallas “acuíferas”.

Siempre había algún osado que -bien vestido- se animaba a dar una caminata en actitud desafiante y, ante el peligro, vociferaba: “A mí no me van a mojar, yo no juego...”, y le llegaba el baldazo. No había motivo para su queja, si hasta la autoridad policial avalaba el juego hasta la hora del cierre.

Quien no deseara jugar debía permanecer en su casa. Se respetaba, sí, a una enfermera, a un médico; ellos debían cumplir una acción humanitaria, eran intocables.

Estaba quien recorría las calles a caballo, sintiéndose imbatible y así lo manifestaba, azuzaba su caballo para no ser mojado sin intuir que “las chicas de la otra esquina” reforzaban sus equipos y cumplían su cometido: mojar al jinete.

Como las calles eran de tierra, fueron muchas las caídas y embarradas de pies a cabeza que sufrieron estos amantes de la equitación.

A la nochecita, las calles se poblaban de disfrazados que se preparaban para el baile, al que concurrían los jóvenes y los adultos. Para el disfraz utilizaban prendas que encontraban en su casa o que facilitaba algún pariente, aquel batón de la abuela, el vestido de una tía gorda que cumplía su misión a través de almohadones y de rellenos en la parte delantera para simular un busto exagerado, pantalones con grandes remiendos para parodiar un linyera, etc., etc..

Quien no podía comprar una careta recurría al ingenio, con una media, con un pañuelo o con un pedazo de tela confeccionaba el elemento par no ser reconocido. Tenían tanto celo de que así fuera que no pocos salían de la casa de algún pariente o de la de alguna familia amiga.

NIÑAS DISFRAZADAS

Una mención especial merecen los disfraces de las niñas que eran preparados por las propias madres, a fin de que dieran una vueltita alrededor de la manaza. El papel “crepé” reinaba en los trajes de flor o en el “tutú” de las bailarinas. Muchos atuendos usados en actos escolares se reestrenaban en carnaval, poblándose las calles con niñas que lucían como aldeanas, chinitas, mariposas, etc..

Al “baile de disfraces” entraba sólo el que tenía permiso policial y las mascaritas podían bailar con gente del público si eran aceptadas, aun sin ser reconocidas. Había gracia, alegría, mucho colorido y sana diversión. Era un momento de reunión de familias y de vecinos.

Si de una familia faltaban uno o dos miembros, de hecho estaban disfrazados, gastando bromas e intrigando a los que se esforzaban por reconocerlos.

Terminado el carnaval, se daba paso a una etapa de reflexión que se iniciaba con el Miércoles de Cenizas, tiempo cuaresmal de cambio silencio, ya que cuarenta días no había bailes ni festejos, para propiciar la meditación, el reencuentro espiritual.

VILLA OCAMPO: CARNAVAL CON OLOR A ZAFRA

En esta localidad del departamento General Obligado, los festejos se centraban en el barrio Arno, habitado por trabajadores del ingenio del cual había tomado el nombre.

Durante las horas de la siesta se jugaba con agua, al igual que en otros barrios del lugar, pero a la noche se realizaba en el mismo el “corso”, que era esperado con una expectativa masiva.

Desfilaban comparas y murgas. El sonar de los tambores se impregnaba de ritmo. El espacio y los bailarines hacían gala de pasos y contorsiones en su desplazamiento carnavalesco.

El papel picado y las serpentinas parecían inagotables durante el corso, que era también recorrido por mascaritas, personas disfrazadas de cualquier manera con elementos hallados en su hogar: un mosquitero roto podía convertirse en un velo de novia; un delantal de cocina, en una capa; un lienzo blanco caracterizar a un fantasma.

Es decir, cada uno ponía en juego su creatividad en base a lo que conseguía. Los proyectiles usados para mojar eran las bombas de goma que se llenaban al máximo para provocar mayor mojadura al dar en el blanco.

BAILE Y ORQUESTA

En el Club Social Ocampo -hoy Jockey Club- se realizaba un baile, amenizado por la orquesta “Los Rojos”. Era a la vez típica y característica. Las parejas danzaban al compás de los diferentes ritmos y tanto ellas como el resto de los asistentes bebían cerveza o naranjina. Era la costumbre local mezclarlas echando un chorro de naranjina a la primera bebida citada.

También era realizado tradicionalmente el “baile de disfraz”. Se concurría a él con el ánimo predispuesto para las bromas. El disfraz impedía ser reconocido, por lo que -fingiendo la voz- se decía lo que viniera en gana sin temor a las represalias.

Las caretas constituían un elemento imprescindible en la reunión bailable, ya fuera de fisonomías exageradas de personajes populares o de seres terroríficos, captaban la atención y provocaban comentarios de los asistentes.

Los años han pasado pero el recuerdo de aquellos carnavales se niega a morir. Revive en el relato de las personas mayores y también de las personas jóvenes que no olvidan lo que escucharon de boca de padres y abuelos. El carnaval es otra de las gemas que atesora la historia del lugar.

Agradecimientos

La autora quiso dejar su agradecimiento por la colaboración que tuvo durante el relevamiento cultural para la redacción de esta nota a la presidenta de la comisión directiva de la Biblioteca Popular Estanislao Zeballos de Gobernador Crespo, la señora Elsa Lenarduzzi de Scotta, al matrimonio Fian de Villa Ocampo y a Isetrauti Meyer y “Coco” Cafaratti, ex residentes de San Cristóbal.

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San Cristóbal: festejo sediento de alegrías

La instalación de talleres ferroviarios constituyó un importante factor de crecimiento en esta localidad, que dista a 175 kilómetros de la capital santafesina.

El festejo del carnaval adquiría gran importancia. Después de Navidad se organizaba una “Comisión de Festejos”, que trabajaba arduamente. Eugenio Bruno Meyer, un inmigrante alemán oriundo de una localidad cercana a Bonn, se contaba entre los integrantes más entusiastas, organizados y detallistas de la mencionada comisión.

Para el corso se adornaban las calles con banderines multicolores, se disponía el orden para el paso de las carrozas, carros profusamente adornados con flores de papel, algunos incorporaban músicos que -con guitarra, bandoneón y bombo- ejecutaban música alegre y popular. También desfilaban paisanos con caballos enjaezados que provenían de la zona rural y autos adornados para la ocasión.

¡Ni qué decir de las murgas y de las comparsas! Las primeras iban munidas de tambores hechos de latas y tapas de ollas, que oficiaban de platillos. Entre las segundas se destacaba una en que las chicas vestían pollerita blanca y chaqueta roja.

Un dato simpático es que en la “parrilla de la familia García”, la señora del dueño sacaba una lata de masitas y convidaba a los integrantes de murgas y comparsas.

El “corso” se jugaba con papel picado, serpentina y perfumina envasada en un pomo de plomo. Los vendedores ambulantes lo recorrían de punta a punta ofreciendo helados, paquetes de girasol, maní, etc..

Las mascaritas pululaban y se destacaban los hermanos Mercury, que se disfrazaban de esqueleto y asustaban a los niños y a las personas más vulnerables a la imagen de la muerte.

Los niños lucían disfraces de bailarina, gitana, arlequín, dama antigua, hawaiana, pirata, patinadora, payaso, tirolés, española y otros que han quedado en el olvido.

El juego de agua se realizaba como en toda la provincia de 14 a 18. Los bailes carnavalescos se llevaban a cabo en el Club Unión, el Club Talleres y Club Barrio 2, con concurrencia masiva.

“Cual alas de un ave que desciende con la alegría de aquellas horas bien hadadas”, el recuerdo refresca suavemente la felicidad de aquellos carnavales sancristobalences.

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