editorial
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Un acto cargado de simbolismo
La manera en que el gobierno nacional modeló a su gusto y conveniencia el acto por el bicentenario de la Bandera, en Rosario, va más allá de la habitual politización, hasta el punto de convertirlo en un verdadero copamiento.
Tanto el discurso de la primera mandataria, como la ampliamente dominante presencia de insignias partidarias -hasta el punto de ser excluyente con respecto a la que era objeto de homenaje- e incluso la ubicación de la concurrencia, conformaron una puesta en escena que excedió el nivel de la falta de respeto, para incursionar en el territorio de la afrenta.
Pero no particularmente para el socialismo, como la visión reduccionista de la fuerza gobernante podría pretender, sino para las instituciones de la provincia de Santa Fe, para el pueblo presente en el acto -o que aspiró a participar de él a través de la transmisión televisiva- y para el propio prócer al que se decía recordar. En efecto, si el despliegue de adherentes y cánticos alusivos emparentó al acto con cualquier otra manifestación justicialista, y los colores representativos acorralaron al riguroso y esperable celeste y blanco, también las menciones a Manuel Belgrano parecieron más dirigidas a capitalizar su nombre y su legado en beneficio de la exaltación de la figura y las acciones de Néstor Kirchner, y escasamente se detuvieron en aludir realmente a su significado y trascendencia histórica.
El desentendimiento presidencial de las formas que atañen a un acto patrio y la resuelta de vocación de subsumirlo en la autocelebración y la módica épica que alienta el “relato” oficial, quedó claro también cuando Cristina no tuvo empacho en acompañar a las barras adictas en la entonación de la marcha de la Juventud Peronista, en pleno desarrollo de la ceremonia.
Por lo demás, es justo reconocer que las autoridades provinciales no entraron en este caso en el juego de la confrontación y la crispación, y se atuvieron impertérritos a los modos y protocolos impuestos por la solemnidad y por la investidura de la ilustre visitante, por más que ésta se ocupara puntillosamente de violentarlo y de conducirse como la verdadera y despectiva dueña de casa. La indignación halló su cauce con posterioridad, con la fundada queja -furibundamente descalificada por el verticalismo oficialista- y la enunciación del propósito de buscar la manera de evitar que la agresión se repita el 20 de junio.
Porque, justamente, sería de una peligrosa e ingenua miopía encuadrar lo acontecido en una mera picardía política, y otorgarle un rango equivalente a los habituales lances entre el gobierno y la oposición, o limitar su alcance al de un irritante pero finalmente inofensivo desplante. Por si hicieran falta elementos para sostener tal cosa, la imagen -captada por el camarógrafo de un canal rosarino y difundida a todo el país- de la presidenta de la Nación dibujando con los labios la expresión “vamos por todo”, mientras la intendenta de Rosario pronunciaba su discurso oficial, operó como una precisa y elocuente síntesis de lo que allí se estaba haciendo.