crónicas de la historia

El derrocamiento de Arturo Frondizi

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Arturo Frondizi. foto: archivo el litoral

Rogelio Alaniz

El 29 de marzo, a primera hora de la mañana, las Fuerzas Armadas procedieron a la destitución del presidente Arturo Frondizi. Se dice que la victoria del peronismo en las elecciones de provincia de Buenos Aires diez días antes fue el desencadenante del golpe militar. También se dice que en realidad la responsabilidad de la crisis la tuvieron los partidos políticos opositores que se negaron a arribar a un acuerdo de transición con el oficialismo y, por el contrario, exigieron la renuncia de Frondizi.

Al respecto, bueno es saber que luego de la victoria de Framini en provincia de Buenos Aires, los altos mandos militares se reunieron y decidieron no deponer al presidente a condición de que éste convocara a un gabinete de coalición previamente aprobado por los militares. Pedro Eugenio Aramburu se reunió con Frondizi el 23 de marzo para avanzar en las negociaciones. Cuando los partidos políticos opositores se negaron a colaborar, los militares entendieron que no quedaba otra alternativa que deponer al presidente, consigna que fue aprobada por los principales dirigentes políticos de la época y el consentimiento tácito del peronismo.

Otros historiadores sostienen que el propio Frondizi a esa altura de los acontecimientos estaba poco interesado en hallar una solución política que permitiera preservar al ya deteriorado Estado de derecho. Según su punto de vista, la experiencia de los últimos cuatro años le había demostrado con creces la imposibilidad de avanzar por el camino de una institucionalidad democrática imperfecta.

Por otra parte, Frondizi no estaba dispuesto a someterse a las exigencias de los partidos opositores que reclamaban su renuncia y la convocatoria a elecciones. Por el contrario, aconsejó a los militares la hora en la que debían dar el golpe y el lugar donde deseaba ser trasladado. Su estrategia apuntaba en esos días a una salida política que incluyera a José María Guido como presidente, con la posibilidad, hacia el futuro, de mantener algunos ministros que le permitieran influir en el nuevo escenario de poder.

Como se podrá apreciar, no bien se evalúan los acontecimientos que precipitaron la crisis, lo primero que aparece en escena es la complejidad de una situación política en la que todos los actores -incluído el sindicalismo peronista- no sólo no creían en las instituciones vigentes, sino que no estaban dispuestos a dar un paso que beneficiara a algún competidor.

En ese contexto, signado por los recelos, los resentimientos e incluso los odios, no había modo de hallar otra solución política que no fuera la que efectivamente se dió a través de las Fuerzas Armadas, transformadas desde 1955 -o desde antes- en árbitros de la legalidad política y con capacidad manifiesta para establecer lo permitido y prohibido. La crisis de marzo de 1962 confirmaba que, más allá de las declamaciones retóricas, la alternativas políticas no lograban trascender el corset impuesto por los militares, empeñados en imponer reglas de juego que conducían fatalmente a que el poder regresara a sus manos, si es que alguna vez había dejado de estar en ellas.

Desde esa perspectiva, la caída de Frondizi en marzo de 1962 fue la consecuencia del resultado electoral del 18 de marzo, pero también la resolución exitosa del planteo militar número treinta y tres. O la salida inevitable de un proceso político que desde sus inicios estuvo condicionado por los militares, pero también por una cultura política en la que la proscripción al peronismo y el rechazo a aceptar reglas de juego compartidas, se habían transformado en hábitos cotidianos.

Varios años después, en una entrevista que Frondizi le concedió al periodista Rodolfo Pandolfi, declaró que la pregunta que le deben hacer los historiadores no es por qué se equivocó en este o en aquel aspecto de la gestión, sino por qué admitió asumir el poder en 1958. “Resuelto este problema, los demás se entienden como consecuencias lógicas”.

Convengamos que también que para 1962 la imagen política de Frondizi estaba seriamente deteriorada. Las causas de ese deterioro eran diversas, pero lo cierto es que para esa fecha el presidente sumaba enemigos a izquierda y derecha. Para los militares y la UCRP, era un presidente ilegítimo y un político inescrupuloso, poco confiable, decidido a realizar los pactos más espurios con tal de mantenerse en el poder.

Para la izquierda, era el traidor que había renegado de su pasado progresista y del programa con el que llegó al poder en 1958. Entreguista y clerical, eran las acusaciones más livianas que recibía por parte de muchos que en 1958 lo habían votado creyendo que llevaban al poder un presidente que reunía al mismo tiempo las condiciones de intelectual.

Por último, para los peronistas, no había cumplido con el pacto firmado en Caracas, una acusación que parecía no tener en cuenta que una de las primeras decisiones de Frondizi fue aprobar una ley de asociaciones profesionales que entregaba a los peronistas el control de los sindicatos con todas sus prerrogativas. Ninguna de estas concesiones aliviaba el rencor de los peronistas sometidos a los rigores del Plan Conintes, mientras los empleados públicos padecían la consigna lanzada por Alvaro Alsogaray, devenido en ministro impuesto por los militares: “Hay que pasar el invierno”.

Demasiados enemigos para un gobierno que llegó al poder con frágiles apoyaturas electorales. Es verdad que Frondizi demostró un inusual talento para maniobrar en el mar proceloso de intrigas y feroces conspiraciones, pero no es menos cierto que sus adversarios nunca dejaron de facturarle maniobras que -según ellos- no hacían otra cosa que confirmar su inescrupulosidad.

Para quienes contemplamos lo sucedido hace mas de cincuenta años, no deja de llamarnos la atención la ferocidad de las luchas internas y la presión que las Fuerzas Armadas ejercían sobre las instituciones. A ello hay que sumarle los niveles alarmantes de alienación ideológica de dirigentes de entonces. Hoy suscita asombro e inquietud saber que para más de un general Frondizi era un peligroso comunista, imputación impermeable a los datos de la realidad. No concluían allí los delirios presentados como solemnes verdades. Según se mirara, Frondizi podía ser simultáneamente comunista, peronista o agente del imperialismo yanqui. Cualquier dato que contrastara estas hipótesis, era rechazado o considerado como una ratificación de las peores sospechas.

Hoy el balance histórico es más matizado y menos faccioso. Como planteara Carlos Altamirano, Frondizi fue el único político que en 1958 fue capaz de proponerle a la sociedad una estrategia de poder capaz de dar una respuesta satisfactoria a los dos grandes interrogantes de la política: qué hacer con el capitalismo y qué hacer con las masas. Su respuesta fue original: el desarrollismo para la Argentina capitalista de aquellos años y la integración de las masas en un proyecto de poder que apuntaba a ir eliminando los enfrentamientos facciosos de otros tiempos.

Los logros reales de esa estrategia fueron interesantes y aún hoy siguen siendo motivo de interés para historiadores y economistas. Más allá de errores y desacuerdos, el frondizismo se identificó con la modernización del capitalismo a través del desarrollo de las fuerzas productivas. Lo interesante de la propuesta, es que la clásica sustitución de importaciones se vio reforzada con las inversión de capitales extranjeros en sectores estratégicos de la economía nacional.

El desarrollismo incorporó en la Argentina de fines de los cincuenta y principios de los sesenta otra manera de reflexionar acerca de los grandes temas nacionales. El capitalismo se modernizó y con él se modernizó la cultura, el mundo académico y artístico. A la tradicional imagen del político improvisado, el frondizismo impuso la imagen del técnico, el intelectual y el gerente.

Con el desarrollismo queda en claro que los problemas de la política nacional deben ser estudiados con los conocimientos teóricos más actualizados de su tiempo. Nunca como entonces la relación entre el técnico, el político y el intelectual fue tan rica e intensa. Frondizi mismo fue sin lugar a dudas un intelectual que concibió a la política como un ejercicio comprometido del poder. Nos guste o no, vio más lejos que sus contemporáneos. Sus maniobras no eran diferentes a las de sus pares, salvo el detalle singular de que en su caso él éxito coronaba sus desvelos. Quienes lo condenaban por su “maquiavelismo”, en realidad lo que le reprochaban era que le saliera bien lo que ellos le salía mal. En síntesis, con sus límites y declinaciones posteriores, Frondizi fue en sus tiempos de esplendor un político audaz y creativo que logró hacer de la política una actividad inteligente, condición indispensable para adquirir el máximo honor al que aspira todo político de raza: estadista.