Titanic, las sombras de un sueño

Rogelio Alaniz

Alrededor del Titanic flota una leyenda sugestiva, inquietante, melancólica. Su tragedia trasciende el naufragio y el desolador número de muertos. El Titanic es el símbolo de una época, la expresión de un mundo que tramaba su fin con los tonos de la tragedia o los acordes de una orquesta que sigue interpretando su repertorio en un escenario que en una noche fría, iluminada por la luz indiferente y lejana de las estrellas, se hunde en la inmensidad del océano.

Películas, canciones, novelas, celebran el rito de una tragedia que pone en evidencia las luces y sombras de una civilización que suponía que tenía al universo en sus manos, en un tiempo en que el orgullo y el estilo parecían ser las claves para darle sentido a la existencia. El Titanic pasea por las aguas del Atlántico a un mundo color de rosa, a una clase social espléndida, exquisita e indiferente. Los camarotes son lujosas suites con hogar, agua caliente y fría, terraza y salita para tomar el té. El salón de fumadores evoca la estética de un Pall Mall, los comedores de primera clase exhiben un lujo elegante y algo insolente. Como le dirá Frank Millet a su amigo Alfred Parsons: “El barco tiene de todo, menos taxis y teatros. No parece que estamos en el mar”. Cuatro días después, descubrirá que el mar estaba más cerca de lo que creía”. Lo descubrirá y marchará a la muerte como un dandy.

Pero no sólo millonarios viajan en el Titanic. Dos pisos abajo, en camarotes con siete u ocho literas, están los pobres, los que no están en condiciones de pagar un pasaje de 60.000 dólares. Ellos serán la otra cara del Titanic y se ganarán un lugar en la historia porque la mayoría de los muertos los pondrá esa clase. Los nombres de los muertos no serán recordados, porque, ya se sabe, uno de los signos de la pobreza es el anonimato, el pasar por la vida sin ser nadie.

La leyenda del Titanic seduce y conmueve. Hay algo extraño en la persistencia en el tiempo de esta tragedia. Hay algo extraño y mágico. El barco se hunde en el viaje inaugural y su capitán muere en su último viaje. Son estos detalles los que les otorgan a la tragedia un tono intransferible. El Titanic fue algo así como un sueño colectivo, la manifestación suntuosa de que las promesas del Paraíso eran posibles. Como en el poema de Ezra Pound, podría decirse que allí mueren una clase y un estilo “exquisito y excesivo”.

En el mundo de los símbolos y las metáforas, el Titanic anticipa la pesadilla de la Primera Guerra Mundial, pero lo anticipa con empecinada distinción. La certeza de vivir en un mundo feliz, un mundo dominado por el mito del progreso y la ciencia, hace agua en el Atlántico en 1912 y se manifiesta con crudeza en la sórdida miseria de las trincheras después de 1914. Su naufragio, pone en evidencia nuestros límites. Y en el inmenso y mudo resplandor de la noche permite que las pasiones más nobles y miserables se expresen. Todo ocurrió como en un sueño. Se dice que cuando el iceberg rasgó el casco e hirió de muerte al palacio flotante, los pasajeros sólo sintieron una delicada vibración. Algunos ni siquiera eso. En el Salón de las Palmeras, unos caballeros jugaban la última partida de póker y se dice que fueron los últimos en ponerse de pie y salir a cubierta para observar -con la indiferencia de jugadores de naipe, de jugadores habituados a confiar su destino a una carta- lo que estaba pasando.

Muchos pasajeros supusieron que todo era un ensayo e incluso una broma. En una de las cubiertas, algunos muchachos se divertían jugando con los fragmentos de hielo desprendidos del iceberg que se perdía para siempre entre las sombras. Dos horas después llegaba el fin. Nadie podía creerlo. Todo parecía estar como siempre. El barco estaba iluminado, y en su salón principal las mesas ya se habían tendido para el desayuno que nunca se serviría. Los mozos caminaban por los pasillos serenos y confiados. Todo estaba en su lugar: la suntuosa escalera, la chimenea de mármol con una reproducción excelente de la Artemisa de Versalles. No, no era posible. ¿Acaso el Titanic no era el barco que ni Dios podía hundir? Increíble. Una breve vibración y el palacio flotante se precipitaba al fondo del mar. Allí estará la clave. Una clave secreta, difícil de descifrar, la clave de un siglo que recién estaba dando sus primeros pasos, pero que pronosticaba un futuro incierto, cargado de acechanzas. Dice el poeta Raúl Gustavo Aguirre.”En el fondo del mar hay una piedra. Esa piedra tiene que ver con nosotros. No sé que seria de nosotros sin esa piedra”.

La leyenda del Titanic está atravesada por sortilegios, premoniciones, magia. En 1898, el escritor Morgan Robertson había escrito la novela “Titán”. Allí se narra la historia de un trasatlántico que una noche de abril choca contra un témpano y se hunde. La novela fue escrita catorce años antes del naufragio real, pero en sus trazos decisivos la tragedia está nombrada, como también está nombrado el barco.

En 1892 el periodista William Thomas Stead predijo que en 1912 un trasatlántico se hundiría en las aguas con todos sus pasajeros. Pero no concluyen allí las curiosidades: Stead será uno de los pasajeros del Titanic.Con la serenidad de quien conoce la historia y su desenlace, cedió a una mujer su lugar en el bote y a otra le entregó su salvavidas. Después se acomodó en una reposera, abrió un libro y se dispuso a esperar la muerte.

La generosidad, los gestos de grandeza, la elegancia para decidir la propia muerte, dan cuenta de una cultura que hoy nos parece extraña y lejana. “Estamos preparados para morir como caballeros”, dirá uno de los millonarios más reconocidos de su tiempo. Después, se retirará a su camarote y regresará vestido de punta en blanco. Antes de sentarse en uno de los sillones le ordenará al mozo, como si estuviera en el salón de su club preferido, que le sirva una copa de cogñac.

Una mujer está a punto de subir al bote. Uno de los oficiales la deja pasar y la ayuda a instalarse, pero cuando observa que su marido se queda en cubierta, abandona la embarcación, sube otra vez a bordo y se refugia en los brazos de él: “No voy a separarme de mi esposo. Hemos vivido juntos y juntos vamos a morir”. Ella se llamaba Ida y el Isidoro. Isidoro Straus.

Las premoniciones y los pálpitos no provienen sólo de la literatura. También están en la vida real. La primera víctima del Titanic fue un obrero de los astilleros de Belfast. Se llamaba James Dobbins y murió cuando, durante la botadura, uno de los soportes de madera del casco le aplastó la pierna. La desgracia de Dobbins trascendió y algunos pasajeros la mencionan en su correspondencia.

Emma Bucknell, pertenecía a la élite de millonarios de Filadelfia, para algunos la más distinguida de los Estados Unidos. Viuda y rica, se dedicaba a viajar por el mundo como esas heroínas de Agatha Christie para quienes el mundo era un pañuelo. Cuando el Titanic ancló en Cherburgo, ella le envió una carta a uno de sus amigos donde le dice como al descuido: “Tengo el presentimiento de que algo me va a pasar”. Edith Rosembaum escribió algo parecido: “No puedo superar la sensación de depresión y premonición de que una desgracia terrible nos espera”. Archie Butt, bon vivant y asesor de la Casa Blanca, le escribió a Clara, su cuñada: “No olvides de que todos mis papeles están en el almacén y que si el barco se hundiera encontrarás mis asuntos en orden”. No sólo los pasajeros tenían premoniciones. Henry Wilde, jefe de oficiales del Titanic, le dirá a un amigo: “Este barco sigue sin gustarme, me da una impresión rara”.

Eran las nueve de la mañana del mes de abril de 1912, El Titanic estaba a punto de iniciar su viaje inaugural. Los pasajeros eran despedidos por sus parientes. Cada uno estaba en su lugar. Los pobres a la derecha, los ricos a la izquierda. Las barreras de clase eran severas, Por su parte, los viajeros de primera clase no se privaban de nada. A los baúles y valijas cargados de ropa, sumaban sus perros. Henry Harper y su esposa habían subido a bordo con un pekinés llamado Sun Yat Sen, el nombre del flamante presidente de China. El multimillonario J.J Astor viajaba con su esposa de apenas diecisiete años, su horrible suegra y una adorable terrier que respondía al nombre de Kitty. A su vez, la jovencita Helene Bishop estaba acompañada por Frou Frou, un pekinés malhumorado e indiscreto. Pero la que llamará la atención de todo el mundo será Elizabeth Rothschild y su pomerania peinado a la alta escuela.

Cuando el Titanic estaba a punto de salir, el vigía Frederick Fleet le dijo a su compañero Reginal Lee que acababa de descubrir que había perdido los prismáticos, probablemente al salir de Belfast. Lee lo escuchó y se encogió de hombros. ¡Qué importancia podían tienen unos miserables prismáticos en un barco que ni Dios podría hundir!. La anécdota es casi un detalle, pero en su momento, ese detalle será decisivo.

(Continuará)

Titanic, las sombras de un sueño

Proa a su destino. El formidable trasatlántico navega hacia una trágica historia con su cubierta poblada de felices pasajeros. Foto: Télam