Peregrinación al Glaciar de las Lágrimas
Peregrinación al Glaciar de las Lágrimas
Cuando se cumplen 40 años del accidente aeronáutico conocido como La tragedia de los Andes, un grupo de santafesinos volvió al lugar del siniestro. Lo hizo de manera no habitual: en cuatriciclos.
TEXTO. FÉLIX CANALE. FOTOS. GENTILEZA ALEJO ESTRADA.

Saucedo, Tulián y Estrada en el Glaciar de las Lágrimas. A su izquierda, la cruz en el montículo de la tumba común de los muertos en 1972.
Es muy conocida la historia del avión que, en 1972, se precipitó a tierra en el Glaciar de las Lágrimas, ubicado en plena cordillera de Los Andes (provincia de Mendoza), cuando trasladaba hacia Chile a un equipo uruguayo de rugby. De sus 45 ocupantes, sólo 16 sobrevivieron bajo condiciones extremas. Transcurrieron 70 días antes de que un baqueano los hallara y pudiesen regresar a la civilización.
Desde entonces, y a lo largo de cuarenta años, el sitio ha sido visitado por centenares de peregrinos que enfrentan la esforzada tarea de escalar la montaña hasta los 3.500 metros sobre el nivel del mar, donde aún hoy se observan algunos restos de la aeronave.
La palabra peregrino, en este caso, tiene su razón de ser. Al llegar al Glaciar de las Lágrimas sobrevienen emociones encontradas. Por una parte, allí está la tumba común de 29 personas. Pero por otra, es como si para siempre hubiese quedado flotando en el paisaje la decisión, la voluntad y el coraje de las 16 que hicieron lo impensado para sobrevivir.
Esa percepción proviene de tres santafesinos, Alejo Estrada, Claudio Saucedo y Emiliano Tulián, quienes a fines de febrero pasado decidieron encarar el desafío de trepar a esas alturas, pero agregando una dificultad: llegar hasta donde se pudiese con cuatriciclos.
EL GRUPO
No es un club ni nada que se le parezca. Apenas una decena de entusiastas de los cuatriciclos, que desde hace tres años se reúnen todos los fines de semana para probar sus habilidades sobre esos vehículos.
“Habitualmente vamos al norte de la ciudad, sobre la laguna Setúbal, y otras veces al norte de San José de Rincón, que son terrenos con algunas dificultades, en los que no está prohibido circular con cuatriciclos”, comentan.
El hecho es que un buen día, alentados por historias de otros “cuadriciclistas” que asumen desafíos mayores en otros puntos del país, se propusieron ser los primeros en llegar sobre cuatro ruedas hasta el sitio donde cayó aquel avión.
“Cuando averiguamos por esta travesía nos dijeron que era imposible, por la dificultad del terreno y por los permisos necesarios, porque la zona es de propiedad privada (Las Leñas) y los cuatriciclos no están permitidos”.
Como en el grupo existen varios profesionales de la salud, pensaron en asociar la aventura con una acción de bien común. Con el apoyo un laboratorio farmacéutico y una clínica dental armaron una propuesta: 1.500 cepillos de dientes para distribuir gratuitamente entre los alumnos de Aborigen Americano, la emblemática escuela de Malargüe. La gestión funcionó y se obtuvieron los permisos.
EL ASCENSO
Desde Santa Fe a San Rafael, en Mendoza, y desde allí hasta la población de El Sosneado (600 habitantes a 1.200 metros sobre el nivel del mar) lo habitual: camionetas con trailers y en ellos los cuatriciclos. Noche en el Sosneado, que en lengua indígena quiere decir “sol naciente” y se refiere al enorme pico de 5.189 metros de altitud que da nombre a toda la región. A la mañana siguiente, otra vez en las 4x4, rumbo al oeste; 70 kilómetros por un camino de ripio mal conservado, que concluye en el Puesto Ganadero Araya, donde se alquilan los caballos a quienes siguen con cabalgaduras.
No fue el caso de los santafesinos. “Llegamos a las 11 de la mañana a Puesto Araya y de allí en adelante seguimos subiendo con los cuatriciclos, guiados por un baqueano que iba a caballo. Desde ese punto hasta el Glaciar de las Lágrimas hay una distancia de 30 kilómetros. Pudimos avanzar unos 16 kilómetros en las siguientes 8 horas, hasta el sitio establecido como el último lugar de acampe, en proximidad de Arroyo de las Lágrimas. Eran las 8.30 de la noche y estábamos extenuados. Pero ya sabíamos que éramos los primeros en recorrer ese trayecto en cuatriciclos”.
Ocho horas para 16 kilómetros es mucho tiempo, aun cuando se trate de cuatriciclos de los llamados agrarios (doble tracción, y más lentos que los deportivos). Pero la dificultad central fue que no existía mapa de ruta para tales vehículos (el primero lo retiene ahora, en su memoria, el baqueano que guió a los santafesinos), por lo que hubo que ir explorando el terreno paso a paso. Esto incluyó vadear el río Atuel en distintos sitios (un caudal que se incrementa hora a hora, a medida que el sol deshiela las nacientes, alcanzando inusitada fuerza) y sortear cañadones bajando y subiendo los vehículos con malacates.
En un momento, la ruta exploratoria coincidió con el sendero por donde habitualmente se avanza a caballo. Fue entonces cuando una columna que iba hacia el glaciar sobrepasó la lenta marcha de los “cuadriciclistas”. Apagaron los motores de los rodados para no asustar a los animales y se produjo una breve charla entre viajeros con igual destino. La sorpresa fue que en esa columna iba Adolfo Strauch, uno de los sobrevivientes de 1972, que invariablemente, año tras año, peregrina hasta el ámbito donde perviven sus más duros recuerdos.
EL TRAMO FINAL
Desde el punto de acampe en Arroyo de las Lágrimas, donde se hizo noche, hasta el sitio donde quedó el fuselaje del avión siniestrado (que ya no se ve porque el glaciar lo fue soterrando) distan unos 14 kilómetros, en una pendiente que lleva de los 2.000 a los 3.500 metros sobre el nivel del mar.
“Si avanzar con los vehículos había sido difícil, caminar hacia el glaciar no lo fue menos, más para gente como nosotros sin entrenamiento de montaña. Salimos del campamento a las siete de la mañana, siempre con el guía, y a las 11 nuestro estado físico era igual a cero. De allí en más todo fue mental: decisión y voluntad”.
Estímulos imprescindibles para continuar con la aventura durante las siguientes cinco horas, en las que abundaron las advertencias. El guía había anticipado que a las cuatro de la tarde, cualquiera fuese el punto en que se encontraran, él se volvía. Otros excursionistas que ya descendían, recomendaron no proseguir. Si el atardecer encuentra al viajero en camino de ida corre peligro de vida, porque el frío de las cumbres no perdona.
“Llegamos con lo justo. Poco antes de las cuatro de la tarde, con tres grados bajo cero, alcanzamos el glaciar. Vimos la tumba, lo poco que queda del avión y la enormidad del paisaje. Recorrimos durante algunos minutos el sitio, pero fueron suficientes para entender”.
¿Entender qué? “Si los sobrevivientes pudieron hacer lo que hicieron y nosotros pudimos llegar hasta el lugar donde lo hicieron, surge como una transferencia de fuerzas, de voluntad. Uno vuelve de allí con las pilas recargadas para el día a día”.

El guía señala un posible paso para los cuatriciclos, frente a una dificultad de grandes proporciones.
Alejo Estrada, Claudio Saucedo y Emiliano Tulián a fines de febrero pasado decidieron encarar el desafío de trepar a esas alturas.

Un aventurero esforzándose por sacar del lecho del Atuel su cuatriciclo, poco después que la corriente arrastrara el vehículo.
Armaron una propuesta: 1.500 cepillos de dientes para distribuir gratuitamente entre los alumnos de Aborigen Americano, la emblemática escuela de Malargüe.

Los aventureros oteando senderos propicios para vadear el río Atuel.
La dificultad central fue que no existía mapa de ruta para tales vehículos, por lo que hubo que ir explorando el terreno paso a paso.