La vuelta al mundo

La vida color de rosa

La vida color de rosa

Rogelio Alaniz

El Titanic salió de Southampton la mañana del miércoles 10 de abril. A media tarde estaba en Cherburgo y el jueves atracó en el puerto de Queenstown. Ese mismo día enderezó hacia Nueva York. Según las estimaciones llegaría a su destino el miércoles de la semana siguiente o, en el peor de los casos, el jueves a la mañana. Contra lo que se creyó habitualmente, la velocidad no era el principal argumento de propaganda del Titanic, sino el lujo, el confort y-sobre todo- la seguridad.

Como todo sabemos, el domingo a las 23,40 el Titanic fue herido de muerte por un iceberg y el lunes a las dos y veinte de la mañana se hundió en las aguas del Atlántico. O sea que en menos de tres horas el trasatlántico que “ni Dios podía hundir” se fue a pique, un destino que los elegantes pasajeros de primera clase y los bizarros oficiales a cargo de la conducción no imaginaron ni en sueños. Tan seguros estaban los diseñadores, empresarios y marinos, que ni siquiera se preocuparon por disponer de un número de botes acorde con el número de viajeros y tripulantes.

Por lo pronto, el jueves 11 de abril los pasajeros de primera clase se dedicaban a disfrutar de las comodidades que ofrecía el barco y a reconocerse como clase social. Benjamín Guggenheim, hijo del multimillonario Meyer Guggenheim, subió al Titanic acompañado de su amante Leontine Aubart, su mayordomo Giglio, dos criados y un chofer. Guggenheim será el que se vestirá de frac para morir como un caballero y, a modo de despedida, le dirá a su amante: “Ninguna mujer quedará a bordo de este barco porque Ben Guggneheim se haya acobardado”. Esa ética de clase pertenecía a un tiempo que también se fue con el Titanic.

El multimillonario John Jacob Astor era la otra gran estrella de la jornada. En un mundo donde no existía la televisión, la radio y el cine, la magia de la farándula, el universo de las estrellas, lo representaban los multimillonarios con sus excentricidades, sus amantes, sus caprichos y sus grandezas. De Astor se sabía que luego de su escandaloso divorcio con Ava Lowle Willing, se había casado con una adolescente de diecisiete años, Madeleine Talmaye Force, que viajaba acompañada de su perrito y su exigente madre, muy satisfecha dicho sea de paso, de que su hija hubiese logrado casarse con el hombre cuya fortuna era ya una leyenda, una codiciosa leyenda.

Astor y Madeleine se casaron el 9 de septiembre de 1911. El viaje a Nueva York era un capítulo más de una luna de miel que, a juzgar por la fortuna disponible, se extendería hacia el futuro por tiempo indeterminado. De Astor se rumoreaban sus obsesiones de niño rico, su dependencia emotiva con su madre y su avasalladora riqueza. Mientras se paseaba por cubierta tieso y solemne como una estatua, el habitual mentidero comentaba con los más diversos tonos el lujo de su mansión en la Quinta Avenida de Nueva York, la belleza del parque de su casa de campo en Newport, las comodidades de su finca en en el valle de Hudson, su palco exclusivo en la ópera o el lujo y confort de su yate.

El tenista más famoso de Estados Unidos, Karl Bahr era otra de las estrellas con luz propia. Karl viajaba acompañado de su padre que, además de ostentar su fortuna, exhibía su linaje: los Bahr pertenecían a la alta burguesía de Filadelfia y se jactaban de ser tataranietos de Benjamín Franklin. Los Bahr viajaban con Emma Bucknell, distinguida integrante de la aristocracia de Filadelfia. Bucknell regresaba a Estados Unidos luego de una prolongada gira por África y Asia.

Integraban esta suerte de corte real los Ryerson de Pennsylvania. En este caso no se trataba de un crucero color de rosa, porque viajaban a Nueva York para asistir al funeral de su hijo Arthur de 21 años. El funeral estaba previsto para el 19 de abril, es decir, dos días después de la llegada, ceremonia a la que estaba invitada la alta sociedad neoyorquina.

Helen Churchill Candee, era diseñadora de interiores y escritora. Acababa de presentar en sociedad un libro sobre tapices antiguos. Viajaba para asistir a su hijo que había resultado herido en un accidente aéreo. En Cherburgo sube Edith Rossembaum, una reconocida crítica de modas, al punto que sus artículos constituían una suerte de veredicto en Londres, París y Nueva York.

Henry Sleeper Harper y su esposa Myrna pertenecían a una familia de editores neoyorquinos. Compartían la mesa en el comedor con Elizabeth Rotchschild y Helene Bishop. Particular curiosidad despertaba Jacques Heath Futrelle, exitoso escritor de novelones policiales, oficio que le permitió ganarse el apodo del “Conan Doyle americano”. Expectativas parecidas despertaba el gran periodista William Thomas Stead y sus inquietantes predicciones

Los apellidos de los viajeros constituyen un friso de la clase dirigente del mundo anglosajón. Artistas, críticos de arte, diseñadores, bon vivant, aventureros, célebres cortesanas y multimillonarios excéntricos se pasean por los salones de la primera clase exhibiendo sus millones, sus talentos y sus neurosis. Lo hacen con gracejo, distinción y frivolidad, una exquisita y distinguida frivolidad. La primera clase parece un escenario digno de Oscar Wilde. O tal vez de Henry James, entre otras cosas porque las pasajeras Ella White y Marie Young son sus íntimas amigas.

Los apellidos son en sí mismos una carta de presentación. Es el caso, por ejemplo, de Mabelle Swift y su marido, Clarence Moore. De todos modos, el ingreso más espectacular al Titanic lo hace Carlota Drake Cardeza. Según los testigos embarcó catorce baúles, cuatro maletas y tres cajones de embalaje. Su vestuario estaba a la altura del tamaño del equipaje: setenta vestidos, diez abrigos de pieles, ochenta y cuatro pares de guantes y treinta y dos pares de zapatos.

¿Exagerado? Depende. Las ceremonias sociales en el Titanic exigían cambiar de vestuario cuatro veces al día. Después estaban los excesos. Charlote lucía a la noche un anillo de diamantes y rubíes birmanos valuado en 300.000 dólares. Y para la hora del té un diamante rosa de Tiffany de 450.000 dólares. Como para estar a la altura de su riqueza reservó una de las suites de la cubierta B con chimenea de mármol y una terraza de cincuenta pies de longitud.

El personaje del viaje y también de la tragedia, será Margaret Tobin Brown, casada con el magnate Denver James Brown. A los cuarenta y cuatro años, Margaret se ha destacado por su feminismo militante, los desplantes a su propia clase social y su vocación solidaria con los más débiles. Cuando se produzca el naufragio, será la que con más vehemencia insistirá en regresar con los botes para socorrer a los náufragos. Por supuesto que no le llevarán el apunte, pero nunca les perdonará a sus ocasionales compañeros -y nunca se lo perdonará ella misma- no haber arriesgado algo más para salvar a los que sin asistencia estaban condenados a muerte.

Una pareja notable es la integrada por Frank Millet, artista y escritor, y Archie Butt, asesor de la Casa Blanca. La denominación de “pareja” no es casual, ya que existen serias presunciones de una relación homosexual entre ellos, algo que era escandaloso en su tiempo, pero que entre las clases altas -con la debida discreción del caso- estaba consentido.

Hay una carta de Millet que da cuenta de un código secreto distintivo entre quienes se consideraban “misóginos”, una denominación elegante y discreta para referirse a la homosexualidad . En la carta, Millet critica con tono burlón la grosera exhibición de riqueza y después dice: “Hay un montón de gente rara en este barco. Al consultar la lista sólo encuentro tres o cuatro conocidos, pero hay muchos de los ‘nuestros’ me parece”.

“Lo nuestros” a los que se refiere Millet, son quienes, en el lenguaje de hoy, han elegido otro tipo de sexualidad. Es lo que se dice, por ejemplo, de los tres canadienses que viajan en la misma suite y que se los conoce como “Los tres mosqueteros”. Algo parecido se dice de Harper y la insolente belleza de su criado egipcio. Por su parte, Archie Butt llama la atención por su elegancia y apostura. Una descripción acerca de su estilo en el vestir quedó registrada para la historia: “Vestía como un militar. Su pañuelo de batista sobresalía de la manga izquierda. Llevaba una chaqueta Norfolk de vivo color cobre abrochada con grandes botones de porcelana roja, una corbata lila, cuello ancho alzado, pantalón de la misma tela que la chaqueta, sombrero hongo de ala ancha y plana y zapatos de charol con punteras blancas”.

El último barco salvavidas con pasajeros del Titanic. El personaje del viaje y también de la tragedia, será Margaret Tobin Brown. Cuando se produzca el naufragio, será la que con más vehemencia insistirá en regresar con los botes para socorrer a los náufragos. Por supuesto que no le llevarán el apunte.

foto: telam