El asesinato de José Alonso

Rogelio Alaniz

El dirigente sindical peronista, José Alonso, fue asesinado el 27 de agosto de 1970 a las diez y media de la mañana. Los asesinos lo emboscaron a una cuadra y media de su casa y a unos cien metros de la comisaría ubicada en la esquina de Cabildo y Santos Dumont. Según la evaluación posterior de los integrantes del comando, el operativo fue exitoso: la faena se cumplió en cincuenta y cinco segundos, el tiempo necesario para dispararle a la víctima catorce tiros a menos de un metro de distancia. “Al enemigo ni justicia”, como dijera el General.

En un comunicado publicitado unos días más tarde, el crimen se lo atribuyó el Comando Montonero “Emilio Maza”. Cuatro años después, la revista “El descamisado” publicó las declaraciones de los autores del operativo. Esto ocurrió en 1974, cuando la ruptura entre Montoneros y Perón era evidente. La nota fue publicada como una provocación contra el gobierno. Montoneros entonces alentaba su propia ilegalidad. Es lo que hicieron finalmente, pero previo a ello no se privaron de mostrarse ante la sociedad -orgullosos y arrogantes- con las manos tintas en sangre.

Las declaraciones merecen leerse cuarenta años más tarde, porque son un testimonio elocuente de la moral militante de la guerrilla peronista y, sobre todo, de sus opiniones acerca de la vida y la muerte, los temas que definen la verdad última de los hombres. Según estas declaraciones, después de asesinar a Vandor, era necesario ajustar cuentas con otro dirigente sindical que expresara lo que se calificaba como la traición a la causa.

Para estos dirigentes la alternativa en la Argentina era nación contra imperialismo y la expresión política de la nación era el peronismo. Allí se habla de la guerra popular contra el enemigo y de la necesidad de ejecutar a los infiltrados que operan en el interior de las propias filas. Un repaso ligero sobre quién reunía las condiciones de infiltrado, dio como resultado el nombre de Alonso: colaborador de Onganía, responsable de haber boicoteado el paro del 1 y 2 de octubre de 1969, aliado al presidente Levingston y responsable de maniobrar contra el retorno de Perón. Con todas esas culpas -algunas reales, otras imaginarias- la condena estaba dictada.

Al respecto, conviene prestar atención a algunos detalles. Un puñado de militantes se constituye en jurado popular y decide sobre la muerte de un hombre. Ese puñado de militantes dice actuar en nombre de toda la nación y, por supuesto, del pueblo peronista. ¿De dónde obtienen esas credenciales? No lo sabemos, porque salvo sus propias declaraciones, no hay ningún dato que permita inferir acerca de la representatividad de los verdugos.

El comando aporta un testimonio importante para juzgar la época: habla de los infiltrados. Cuatro años más tarde, las Tres A recurrirán al mismo lenguaje, pero esta vez los infiltrados serán ellos. Las palabras “infiltrados” y “guerra”, también serán usadas por los militares después de 1976. Se podrá decir que las mismas palabras se usan para defender causas opuestas. Puede ser, pero yo tengo motivos para sospechar acerca de la validez de una causa que procede con la misma brutalidad que la causa que dice combatir. Montoneros, las Tres A y los grupos de tareas de los militares son diferentes, pero en ciertos temas son muy parecidos.

Lo que más llama la atención en la declaración de la revista “El descamisado”, es el desparpajo con que los supuestos militantes populares hablan de la muerte. Es como si se solazaran, como si disfrutaran con el derramamiento de sangre. El regodeo es evidente cuando narran el momento en que disparan contra Alonso. Se trata de un festival de sangre, de un festival de sangre contra un hombre desarmado e indefenso. Prestemos atención al texto: “El compa le vació el tambor en la cabeza, pero Alonso seguía moviéndose como un muñeco y salpicando todo de sangre. Saltaba en el asiento de adelante hacia atrás, al punto que manchó el asiento de atrás y el portafolio. Como para asegurarlo, sacó la 32 del bolsillo y le descerrajó seis tiros más”. Después de semejante hazaña muy bien podrían haber gritado “Viva la muerte”.

Imagino algunas refutaciones. “Era un traidor”, “era un infiltrado”, “era un burócrata”. Nadie merece morir así. Nadie merece ser interceptado en la calle, a la luz del día y masacrado como un perro. Nadie. Lo notable en este caso, lo que marca el clima patológico no sé si de la época, pero sí de ciertos sectores de la llamada militancia popular, es esa algarabía a favor de la muerte, esa suerte de “pureza” criminal. Después sus enemigos responderán con la misma o con más brutalidad. ¿Quién empezó primero? Imposible responder a esa pregunta. Y si alguna respuesta cabe, esa respuesta sólo la pueden dar quienes nunca se ensuciaron las manos con sangre.

Dos horas después del atentado, los responsables se reunieron para efectuar los controles del caso. Todo estaba bien. Es interesante observar cómo registran los acontecimientos y cómo montan la última escena: “A las doce hicimos el control y con las últimas diez lucas que teníamos nos fuimos a comer un poco de carne”. Ni remordimiento, ni culpa, ni nada. Como los asesinos seriales, la única sensación física después de matar es el hambre.

¿Y quién era Alonso? ¿Quién era el temible infiltrado? José Alonso había nacido en el barrio porteño de Monserrat el 6 de febrero de 1917. Su padre era sastre y él también se hizo sastre cuando tuvo la edad para serlo. Desde muy joven se interesó por la actividad gremial y, como muchos sindicalistas de los años treinta, su primera militancia la desarrolló en el Partido Socialista. Cuando en 1943, los coroneles del GOU iniciaron la experiencia política que luego se conocerá como peronismo, Alonso ya es un soldado de la causa.

Para esa época se casa María Luisa Pinella, cuyo principal mérito peronista era su amistad con Evita. Su carta de presentación como dirigente sindical la obtiene cuando organiza SOIVA, el sindicato del vestido, un verdadero logro, ya que derrota a los comunistas nucleados en la Federación Obrera del Vestido. Sus palabras son expresivas: “Nuestra lucha que comienza con la primera queja, con el primer lamento del primer explotado del mundo, no ha de finalizar mientras haya sufrimiento en los trabajadores”. Típicas palabras de un traidor.

Desde ese momento jugó en las primeras líneas del peronismo sindical. Desde entonces, Alonso se desempeñará como miembro de la CGT y diputado nacional. En algún momento integrará el directorio de EPASA, la institución a cargo de la administración del diario “La Prensa”, debidamente confiscado por el gobierno peronista de entonces. Ya para entonces, Alonso se definía como un sindicalista negociador, astuto y dueño de una sólida formación teórica. Quien luego sería ejecutado por infiltrado, en 1955 conoció la cárcel. Después de un año de estar entre rejas, se exilió y, según se dice, fue la mano derecha de Perón en Venezuela y uno de los promotores del pacto con Frondizi. El traidor, fue también uno de los artífices de la unidad de la CGT y la creación de las “62 Organizaciones Peronistas”.

Su principal capital era su habilidad para la rosca, su capacidad para contar con los más diversos interlocutores y ese estilo sobrio y culto que lo alejaba de los tradicionales dirigentes peronistas. Sus adversarios sindicales lo acusaban de ser el dirigente de “las costureritas”, por ser el secretario general de un gremio integrado mayoritariamente por mujeres y con muchísimo menos poder que la UOM de su compañero y rival Augosto Timoteo Vandor.

En febrero de 1963, el “traidor”, fue elegido secretario general de la CGT. Cuando en 1964, Vandor intentó jugar en contra de Perón, él creó “Las 62 Organizaciones de Pie junto a Perón” y fue la mano derecha de Isabelita en la Argentina. Ese mismo año declaró: “Viva el año 1964, porque es el año en que Perón vuelve al país”. Evidentes palabras de un infiltrado.

Fiel a su condición de “enemigo del peronismo”, en esos años dirige el “Plan de Lucha” contra el gobierno radical y cuando Illia es derrocado por los militares, declara sin pelos en la lengua: “Nos congratulamos de haber asistido a la caída del último gobierno liberal burgués”. ¡Pobre Alonso! Tan entusiasmado en voltear a Illia y apoyar a Onganía, tan crítico de la supuesta debilidad de los radiales que nunca lo molestaron, ni siquiera para pedirle documentos, tan enemigo de los radicales, para luego ser ejecutado por sus compañeros de causa.

¿Y acaso el apoyo a Onganía no es una prueba de la traición? Si así fuera, ni Perón escaparía a la condición de traidor. ¿Alonso traidor? No lo creo. Por el contrario, creo que a la hora de indagar sobre el ADN peronista, Alonso podría haberle dado lecciones de peronismo a los imberbes que lo asesinaron.

El asesinato de José Alonso