Entrevista a Ana Aymá
Los dibujos de Aymá

Sin título, 1971. Técnica mixta, 49,5 x 35 cm.
Entrevista a Ana Aymá
Los dibujos de Aymá

Sin título, 1971. Técnica mixta, 49,5 x 35 cm.
—¿Qué edad tenías cuando muere tu padre?
—Tenía 15 años. Nací aquí, en Santa Fe, en 1972; vivíamos en calle Iturraspe. Y nos fuimos un año a Buenos Aires y después a España, en 1978. Mientras estuvimos en España, mi mamá y yo vinimos de visita dos veces.
—¿Tu padre no?
—No, él no volvió. No hablaba de volver, ni siquiera cuando llegó la democracia.
—¿Fue saberse enfermo que decidió su regreso?
—Sí, definitivamente.
—¿Trabajaba todos los días? ¿Era meticuloso?
—Dibujaba todos los días, sí, cuando podía todo el día.
—¿Rompía mucho?
—Sí, muchísimo.

Sin título, 1973. Tinta s/papel, 10 x 13.8 cm.
—¿Te hacía dibujar?
—Sí, yo tenía mis materiales y podía usar parte de la mesa. Pero yo con mis cosas y él con las suyas. “Vení, querida, hasta acá vos, de acá para allá no...”. Paralelamente, trabajaba como profesor de dibujo en la escuela adonde yo iba, así que él era oficialmente mi profesor de dibujo.
—¿Dónde vivían?
—En un pueblo que se llama Premia de Mar, cerquita de Barcelona.
—¿Tu padre visitaba los museos?
—No.
—¿Miraba libros de pintura?
—No. Él era fanático de la lectura.
—¿Qué leía?
—Literatura y filosofía. Los existencialistas, Kierkegaard, Camus. En narrativa, me acuerdo haberlo visto leer a Guimaraes Rosa, todo Dostoievski. Me acuerdo su conmoción cuando salió “El perfume”, de Süskind. Y le gustaba la música clásica. Había sí libros de pintura en mi casa, los pintores clásicos, pero yo los miraba más que él.

Sin título, 1978. Tinta s/papel, 17 x 23,5 cm.
—¿Alguno que le gustara especialmente?
—Sí, Paul Klee. O quizás yo lo recuerde así, porque como niña me gustaba a mí. Y Kandinsky, y Brueghel. Y sí, mirábamos y usábamos mucho en clase un libro de Velázquez.
—¿Tus padres te contagiaron la angustia del exilio?
—Ellos y yo lo vivíamos de manera muy diferente. Yo sentía lo que implicaba para ellos, y me quería despegar de esa cosa entre nostálgica y rabiosa. Bueno, hay que tener en cuenta que en ese momento yo tenía cuatro hermanos, hijos de mi madre, no de mi padre, de los cuales uno fue preso político durante toda la dictadura, de modo que para mi madre era un drama monumental estar lejos. Le iban naciendo los nietos, la vida pasaba, las comunicaciones telefónicas eran carísimas -podías hablar una vez cada seis meses- y no había más posibilidades que las cartas, que demoraban semanas en llegar. Para ella el exilio tenía esa carga; uno de mis hermanos había tenido su primer hijo, y la madre de ese hijo fue desaparecida; el hermano de mi mamá, mi tío, fue desaparecido en La Plata. De manera que ella, desde allá, estaba con el ansia de buscar a su hermano, de pelear por la libertad de mi hermano, toda una historia... Mi viejo tenía una carga mucho más rabiosa, la frustración de no haber podido ser libre en su país, y eso lo tenía como enojadísimo. Juntamente con eso estaban las reuniones con los otros exiliados. Me pasaban la ropa del hijo de otro exiliado que crecía, el ponchito... Y yo, frente a todo eso tuve la actitud de mimetizarme como un camaleón con los españoles. Aprendí a hablar catalán, no hablé más español, les pedí por favor que no volvieran a ponerme un ponchito nunca más.
Yo disfruté mucho la vida en España. Vivíamos en un pueblito de montaña, tenía muchos amigos y nos la pasábamos jugando en la calle. Pero ellos sufrieron un montón; el exilio es reduro, aunque parezca una tontería comparado con lo que se vivía acá. Por eso, cuando fue la enfermedad de mi padre, pesó no sólo su deseo de morir acá sino también la necesidad de no quedarnos solas allá. Mi madre no tuvo nunca un trabajo fijo allá. Hacía traducciones, correcciones, pero no recuperó su vida profesional que tenía acá -la docencia-. Eso era parte del drama, también.

Sin título, 1971. Tinta s/papel, 35 x 50 com.
—¿Y vos?
—Yo me quería quedar en España. Me tuvieron que meter en ese avión con patadas en el culo. Tenía casi 15 años. Habían ido a despedirme más de 20 amigos en el aeropuerto, llorando y pidiéndome que me quedara. Si hubiera tenido 17, me quedaba. Pero justo estaba en esa edad en que no podés tener autonomía.
—Federico pintaba poco, ¿no?
—Sí, son pocas sus pinturas. El dibujo era su lenguaje.
—El dibujo es un gesto, ¿no?
—Sí. Hay también dibujos grandes, que le permitían un trazo que implicaba a todo el cuerpo. Carbonillas grandes.
—¿Lo admirabas a tu padre?
—Sí, porque además todos mis compañeritos de escuela lo admiraban. Yo estaba muy orgullosa de que fuera el profesor favorito.
—Viendo sus autorretratos, uno puede imaginar una persona ensimismada, reconcentrada, torturada, hostil...
—Sí, podía ser muy hosco si consideraba que tenía algún motivo. Pero jamás lo iba a ser con un niño. Hasta a los más díscolos, de una manera u otra, los pacificaba. Digo esto también porque cuando yo volví a España, 18 años después y fui a la escuela, me encontré con mis ex compañeros diciéndome que lo habían buscado por Internet, que había dejado una impronta en sus vidas y en el colegio, en los colegas, en la dirección. Es como si esos autorretratos de locura ahí para nada existieron. Pero es verdad que acá y en Buenos Aires me encuentro con gente que me cuentan anécdotas de sus comentarios fuertes y frontales; a veces dejó malos recuerdos en algunos. Pero, la verdad, toda esa gente que me cuenta eso...

Estudio para un retrato de Erdosain (“Los siete locos”), 1980.Tinta s/papel, 34 x 24 cm.
—... se lo merecía.
—La chica que trabajaba en la casa de Rincón ayudando a mi vieja, lo echaba de la cocina porque tenía la mirada fuerte y le cortaba la mayonesa.
—¿Usaba fotos o espejos para los autorretratos?
—No, espejos no. Fotos, sí... Por ahí hay confusiones, gente que cree que son autorretratos y no lo son. En un almanaque pusieron como título “Autorretrato” y es un retrato de Galeano, que es tan distinto.
—¿Se abstraía mientras dibujaba, o conversaba....?
—No, se abstraía. El dibujo era su vida, todo lo que necesitaba.
—¿Trabajaba de noche?
—Sí, a veces toda la noche. En la mesa, en el caballete, en el piso.
—¿Llegó a hacer temas, motivos españoles?
—Estaba interesado en algunas escenas atemporales que podés ver en algunos pueblos de montaña, ruinas de castillos y vegetación fuera de control, pasajes que podían ser tranquilamente del siglo XV. Y había empezado a trabajar sobre corridas de toros, que le despertaban la ira; era capaz de echar de mi casa a cualquier español que dijera que la cosa le gustara (es decir, a todos). Su pelea con los españoles pasaba por ese lado.

Anotaciones finales, 1983. Tinta s/papel, 23 x 22,3 cm.
—En los dibujos suelen aparecer figuras humanas muy animalescas.
—Sí, recuerdo que en España dibujaba muchos monos, que también tienen mucho de humano, ¿no?
—¿Recordás cómo fue cuando regresaron a la Argentina?
—Bueno, mi padre murió muy rápido. Tenía 46 años y un cáncer muy fuerte. Y bueno, quedó toda la obra, una obra enorme. Mi vieja hizo un gran laburo para ordenarla, clasificarla, por temática, técnica, época. Armamos algunas muestras aquí, en Santa Fe, y en Santa Fe también se recuperó parte de esa trayectoria que había tenido antes, a diferencia con Buenos Aires, donde él había empezado a exponer y a hacer contactos, pero todo se perdió cuando nos fuimos.
—¿Cómo llegaste a la publicación de esta selección de dibujos de Federico Aymá?
—Mi madre insistía mucho en que yo participara del trabajo de clasificación de las obras y preparación de aquellas primeras muestras en Santa Fe después que murió mi viejo. Y yo tenía mucha resistencia; la misma que había tenido en España con el legado del exilio la tenía acá con esa tarea. Cuando estaba terminando mi carrera de Comunicación Social mi mamá me sugirió que hiciera mi tesis sobre la obra de mi viejo, y a mí me dio un ataque de ira. Así que yo estaba muy a la defensiva de hacerme cargo de todo eso.
—Tenías que hacerte a vos misma, primero.
—Es claro. Me llevó mucho tiempo poder encarar esto en paz. Siento mucha valoración por el arte en general y por esa obra en particular. Sé que vale cualquier esfuerzo por divulgarla. Hice algunos pocos intentos, me encontré con gente fea en algunas galerías y dije, bueno, listo, yo no puedo... Y hará dos años atrás fui a una muestra sobre la revista Crisis en el Centro Cultural de la Cooperación, donde estaban las tapas y serigrafías de la colección, y había cosas de mi viejo. Ahí estaba un hombre y de forma totalmente casual nos ponemos a charlar. Era el curador de la muestra, coleccionista y restaurador además; me dice que le gustaban mucho los dibujos de mi viejo y que siempre se había preguntado qué había sido de él y de su obra; no sabía siquiera que había muerto. Y ahí yo reparo en el silencio absoluto que había mediado durante tantos años. Este hombre, Claudio Rabendo, se entusiasma cuando se entera que yo tengo su obra, y con su mujer quisieron viajar y vinimos a Santa Fe para seleccionar obras y preparar una muestra. Rabendo hizo una primera selección para presentar lo que caracteriza a Federico, que son las tintas y la temática de la violencia política de los ‘70. Llevamos esa selección al curador del Centro Cultural, que es Alberto Giudici, y se hizo la muestra. Y yo saco de la galera un viejo proyecto de mi mamá, el de hacer un libro. Y toda esta gente me apoya espontáneamente. Trabajamos durante un año. El primer asunto fue el del financiamiento, si ir a golpear puertas, y dije que no, que tenía unos ahorros, y que para este primer libro de presentación de la obra de mi padre no me imaginaba negociando con ningún criterio de ningún funcionario. Hagamos esto y si después viene alguien para reeditarlo o ampliarlo, ahí es otra cosa, pero de movida preferí quemar las naves y hacerlo. Y lo hicimos, con el apoyo de todos. Giudici me dice que se necesitaría un texto expresamente para la ocasión y me sugiere a Taverna Irigoyen, que conoce la obra y conoció a Federico. Y le escribo y de inmediato acepta, con una actitud que jamás voy a dejar de agradecerle, y sin cobrar nada, como todos. Y finalmente rescaté y agregué un texto que mi mamá había escrito para su sueño de publicar un libro.

Ana Aymá. Foto: Archivo El Litoral
Recientemente se presentó un cuidado y hermoso libro que recoge algunas obras de la variada y amplia producción de Federico Aymá (1941-1987), bajo la supervisión de su hija, Ana Aymá. Una larga tarde que se hizo noche suspendida en el tiempo, Ana Laura Fertonani, Natalia Pandolfo, Adriana García, Gabriela Redero y Enrique Butti conversaron con Ana Aymá sobre este libro y el destino que lo rodeaba. Anita sólo exigió, para responder cualquiera y todas las preguntas, un kilo de zanahorias, que lenta y meticulosamente fue rallando. La entrevista duró lo que duró preparar esa ensalada para el asado.