Adictos a las adicciones

Osvaldo Agustín Marcón

Entre 1780 y 1800 se realizaron en los Estados Unidos las primeras campañas de prevención del alcoholismo al que se lo consideraba, en un contexto científico dominado por la causalidad lineal positivista, como “característica esencial de la delincuencia” (Carballeda). Desde 1920 la Ley Seca, antes que abolir el consumo de alcohol, promovió la resignificación del mismo transformándolo en nuevo vehículo de oposición al puritanismo, impulsado -entre otros- por el Partido Prohibicionista (creado en 1869) y la Liga de Mujeres a Favor de la Templanza. Así, inclusive, el discurso abstemio favoreció el desarrollo de importantes fortunas de grupos mafiosos que explotaron los mercados ilegales. A pesar de todo, y aun ante la rotunda derrota cultural, militar y policial de la Guerra contra las Drogas lanzada ya en 1971 por el presidente Nixon, gran parte de Occidente insiste con similares estrategias prohibicionistas.

La cuestión ofrece diversas facetas, algunas evidentes, otras no tanto. Por una parte, aquella asociación lineal de base puritana entre delito y alcohol se reconfigura por estos días en la relación delito-drogas, obturando posibilidades de avance hacia perspectivas de pensamiento más operativas. Otro aspecto es la demonización del químico, con lo cual se piensa que el problema es la substancia y no el sistema de relaciones sociales en el cual ella se inscribe. Con esto, valga la metáfora, si esa substancia demoníaca se apropia del cuerpo, son necesarias distintas terapias individuales, a lo sumo grupales, que no modifican el referido espectro relacional. Otra cara del asunto está relacionada con aquel postulado de Canguilhem, en su paradigmática obra Lo normal y lo patológico (1971), lo enfermo no debe ser asociado con lo anormal sino que puede ser pensado como forma de vida diferente cuyo valor depende de circunstancias socialmente construidas. Así, el sentido de lo patológico y las acciones de los especialistas cambiarían significativamente su sentido dominante de control social.

Respecto de esta última cuestión, señalemos que existen diversos indicadores del carácter socialmente construido de estas entidades enfermas. Una de actualidad está presente en los dichos del experto de la Universidad de Duke (EE.UU.), Allen Frances, quien fuera Jefe de la Fuerza de Tareas del DSM-IV-R o Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales, suerte de sistema de moldes destinado a categorizar enfermedades, instituido por la influyente Asociación Americana de Psiquiatría (APA). Frances denuncia la existencia de cierto “imperialismo de los Grupos de Trabajo” en la elaboración de la nueva versión de ese Manual (el DSM-V, todavía a prueba), por el que tratan de imponer unas patologías sobre otras.

Por otra parte cabe señalar también que, en cambio, la Organización Mundial de la Salud (OMS) promueve el uso de otro instrumento: el CIE-10 o Clasificación Internacional de Enfermedades, distinto del DSM. Todo esto pone en evidencia la existencia de factores de diversa índole en estos procesos inventivos, atravesados por disputas de poder. Aunque útiles, estos instrumentos pueden resultar nocivos si no se tiene presente que, por tratarse de construcciones sociales, no les cabe la objetividad con las que se los suele investir. Tanto es así que como parte de esas pujas que a título de ejemplo ofrecemos, diversas conductas tienden a quedar fuera o dentro de los referidos moldes. Sin abundar en citas bibliográficas, recordemos que distintas investigaciones ya aluden a nuevas adicciones, entre las que se cuentan las no químicas. Por caso, mencionemos las adicciones a internet, al sexo, a los juegos de azar, al trabajo, etc. Pareciera insuficiente la variedad de cuadros ya existentes, tras lo cual existe cierta tendencia a la construcción de muchos otros que capturen distintos rasgos a través de los cuales se construyan más chivos expiatorios. A manos de distintos sectores (OMS, APA u otros) estos procesos, en la medida en que resultan exitosos, colaboran en el ocultamiento de la compleja trama relacional en medio de la cual las drogas ilegales, y con ellas “los drogadictos”, se transforman en depositarios de la expiación social.

Finalmente, a la zaga pero como corolario de estos procesos, marcha la ilegalización (jurídica) de algunos consumos. Así se refuerzan distintas operatorias del pensamiento, quedando invisibles los procesos que los originan, con lo que transforman en indiscutibles las zonas más terapéuticas de la génesis histórico-social. Así, es velado el dominio de dinámicas sociales caracterizadas por lo fugaz, muy bien retratado por el pensador francés Gilles Lipovetsky en El imperio de lo efímero, rasgo intersubjetivo que necesita de una variada gama de ficciones como soporte existencial. Para que este apego compulsivo a múltiples “como si” cotidianos prospere, se requiere de mecanismos que camuflen el referido carácter ilusorio, depositando tal levedad en grupos específicamente elegidos para ello: “los drogadictos”.