Y dale con la “nueva narrativa argentina”

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Obra de Matías Perego Foto: Télam

Por Carlos Bernatek

“Para el escritor de ficciones, en el ojo se encuentra la vara con que ha de medirse cada cosa; y el ojo es un órgano que además de abarcar cuanto se puede ver del mundo, compromete con frecuencia nuestra personalidad entera. Involucra, por ejemplo, nuestra facultad de juzgar. Juzgar es un acto que tiene su origen en el acto de ver. En la escritura de ficción, salvo en muy contadas ocasiones, el trabajo no consiste en decir cosas, sino en mostrarlas”. (Flannery O’Connor)

Cuando se habla de “nueva narrativa argentina” suele apuntarse obviamente a jóvenes que escriben, aunque nuevo y joven no sean sinónimos. Una antología de 2005, La joven guardia posteriormente editada en España-, reunía a una serie de autores de menos de 40 años, prologada por Abelardo Castillo y compilada por Maximiliano Tomas, quien manifestara en una entrevista: “Hice un libro que presentó en sociedad a la nueva generación de escritores argentinos siendo un mero periodista con inquietudes... ¿Por qué todos los que critican el libro no lo hicieron antes?”. El tono de enfado de la respuesta supone una serie de invectivas imaginables, sobre todo a partir del término canónico que emplea el compilador (“la nueva generación”), demarcando un límite de pertenencia, el “éstos son” frente al silencio de la exclusión, aseveración reiterada con cierta ligereza en la literatura universal desde el enciclopedismo hasta nuestros días, que siempre terminó castigando al perpetrador tanto por lo incluido como por sus omisiones. La antología, pese a su tarea de justicia imposible, proponía sin embargo algunos nombres que comenzaban una carrera, la construcción de una obra o la simple instalación de una marca autoral. En definitiva, cumplía su rol de posar la atención del público sobre ciertos textos.

La referencia viene a cuento para reflexionar sobre las condiciones de acceso a la publicación que enfrentan los “jóvenes autores” o, prescindiendo de la cuestión etaria, de los autores inéditos, sean jóvenes o viejos. La macrocefalia porteña sigue ejerciendo un rol determinante en este aspecto: pese a las ediciones cordobesas, santafesinas o jujeñas, por caso, el llamado “mercado editorial” se sigue cocinando en Buenos Aires, esto es: editoriales destacadas, prensa, premios literarios de mayor repercusión, becas, subsidios, librerías de mayor visibilidad publicitaria, y una larga retahíla de etcéteras. Por tanto, sin mayores especulaciones, es sencillo descifrar hacia dónde apunta la brújula del aspirante a escritor, salvo contadas y respetabilísimas excepciones.

Pero la escena editorial porteña ha variado significativamente hacia esta segunda década del siglo, no solamente por las distintas estrategias de las grandes multinacionales de la edición, sino por la multiplicidad de sellos independientes que intentan todo el espectro de posibilidades para instalar propuestas tan variadas como el abanico ecléctico de estéticas imaginables. Efímeras a veces, con largos períodos de una latencia que las acerca a la extinción, o cautas en la construcción de sus itinerarios, las diferentes editoriales independientes siguen siendo la puerta de acceso más permeable a los nuevos autores. Sin embargo, algo notorio ha cambiado: el papel del editor, aquella antigua figura señera, con su bagaje de erudición y experiencia, el interlocutor indispensable del escritor con quien se debatían hasta las comas y los silencios. El editor es ahora un gran ausente, o el gran devaluado de este proceso. Quedan, felizmente quedan, pero son tan pocos que en el fárrago pasan inadvertidos. Se nota. En los grandes sellos han pasado al orden subalterno; ya no dictaminan “se publica” y ocurre. Su autoridad se ha visto mediatizada, reducida y por fin confinada al dictamen del marketing. En las editoriales chicas, conforma un metier más confuso: a veces es uno de los socios, o el dueño mismo, que a su vez negocia con la imprenta, con las librerías, con un vendedor, con el banco ¿a qué hora va a leer si tiene pendiente la publicación de su propio libro o el de su socio? En este sentido, ciertas editoriales medianas, las que han subsistido y estructurado paulatinamente un fondo editorial, son las que procuran mantener un esquema de funcionamiento básico que respete ciertos criterios funcionales. Pero como el dinero no abunda ni en las chicas ni en las medianas, la demanda supera siempre con creces a la oferta. Porque, contra toda contingencia, es asombrosa la cantidad de nuevos libros y autores que se publican. Son tantos que a los suplementos literarios si es que suena correcta hoy día esa nomenclatura- les resulta prácticamente imposible apenas reseñarlos. Otra vez quisiera aludir a las excepciones a lo que indico, nada de esto es norma de rigor absoluto, pero existe.

A los lectores consecuentes que se toman el trabajo de curiosear a buena parte de los nuevos autores, no les pasará inadvertida la proliferación de determinadas recurrencias: a) la precariedad de los textos, una nítida impresión de faltas: falta de trabajo, de corrección, de supresión o expansión: falta rigor, sobra ligereza; b) la reiteración temática y estética de universos de exclusivo interés de los autores, suerte de direccionalidad de los escritos a destinatarios puntuales, cuando no cofrades de una misma capilla; c) la cantidad de erratas de todo orden, ortográficas y de redacción (ni hablemos de estructura, que pareciera malapalabra para algunos) como si esto conformara un efecto deseado; d) el empleo reiterado de señales y referencias de época de sesgo tan efímero que, a la hora de la edición ya casi resultan anacrónicas (en este mismo sentido, ni hablar de los latiguillos de lenguaje coloquial que duran lo que el tiempo de su emisión); e) la iteración y el regodeo en expresiones originales del autor que comportan autocomplacencia sin añadir virtud al lenguaje, recaída habitual del novatismo; f) una iconoclastia ramplona que en su afán negador de genealogías supone perpetrar una literatura de generación espontánea, sin siquiera si ese fuese su empeño- afrontar la carga que supone una genealogía para violarla o destruirla impiadosamente. En este aspecto, las rupturas histórico-político-sociales que implica la literatura recaen en un vanguardismo extraño: el que ni siquiera pretende dar batalla. Siendo generosos, es difícil no hallar raigambre alguna en el universo bicentenario de la literatura argentina, por más rebuscada que se proponga una búsqueda estética. Al respecto, señala un detalle el escritor Jorge Consiglio: “Están los autores de más de cuarenta... que conservan una relación más estrecha con los géneros y con la tradición de la que son deudores o que se han inventado”. Al menos, me atrevería a reclamar lo último.

Otro perfil poco entusiasta que enfrentan estas jóvenes guardias tiene que ver con lo paupérrimo de la venta de libros. Si nos guiáramos por las leyes del mercado sería fácil concluir que, ante semejante oferta, la diáspora lectora produce ventas insignificantes. O peor aún, que un autor que vende doscientos libros en un país de 40 millones de habitantes- es considerado como un best seller, cuando en realidad debería considerarse un best miracle. Y que doscientos libros permiten hasta cierta vanidad, amén de notas periodísticas al uso. Bien podría argumentarse que los grandes autores siempre han pasado por estos trances; más complejo resulta imaginar que un país posea tantos grandes autores simultáneamente.

De cualquier modo, la enumeración de lugares comunes y fisuras más o menos notables y recurrentes, de carencias e imposturas de la “nueva y novísima narrativa argentina” no debería ocluir aquello digno de destacarse, la excepción que constituyen los buenos escritores surgidos. Y nombro a dos: Hernán Ronsino (Chivilcoy, Bs. As., 1975) y Selva Almada (Villa Elisa, Entre Ríos, 1973), que contradicen todas las objeciones planteadas.

Tal vez, luego de una revisión desconsiderada y caprichosa como ésta, sólo quepa regresar al acápite de Flannery O’Connor y releer su peculiar criterio, que ni es verdad revelada, ni pasa de la opinión personal, sin olvidar que proviene de quien quizás haya sido la más grande escritora estadounidense de los últimos cien años, sin nada que envidiarle y esto sí puede considerarse arbitrario- a William Faulkner.