La vuelta al mundo

Cataluña en su hora decisiva

Rogelio Alaniz

Con todo el derecho del mundo los españoles podrían recurrir en las actuales circunstancias al viejo y desgastado refrán popular que dice “sobre lo llovido mojado”. Y lo podrían hacer, porque a la formidable crisis financiera y económica que padecen se le han sumado ahora las pretensiones y, en más de un caso, las amenazas del secesionismo catalán.

Pensando bien la cosa, podría sostenerse -continuando con los refranes- que “de aquellos polvos estos lodos”, porque tal vez no sea casualidad que la ofensiva más seria de las últimas décadas del separatismo catalán, hoy se formalice en medio de la crisis más importante que padece España desde la muerte de Franco.

También se podría pensar que lo que ahora amenaza con concretarse, no es más que la consecuencia lógica de una situación que para cualquier observador más o menos atento debería producirse tarde o temprano. Quien haya viajado al país de Joan Manuel Serrat, habrá advertido que una de las cosas que más apasiona a los catalanes es diferenciarse de España. En mi caso, la primera vez que estuve allí me sorprendió comprobar que las radios, canales de televisión y pantallas de cine transmitían sus programas en idioma catalán. Algo parecido ocurría con las salas de teatro y los espectáculos nocturnos habituales.

Con los años esa tendencia se ha acentuado mucho más. La exigencia de hablar ese idioma es indispensable para vivir allí. Puede que a los turistas les tengan algo de paciencia con el español, pero quien decida instalarse en Barcelona, por ejemplo, debe necesariamente aprender el catalán, so pena de quedar haciendo señas como el famoso penado catorce.

Se dirá que la exigencia de saber el idioma catalán es previsible, pero cuando uno observa una militancia tan marcada para afirmar lo local y tomar distancia de España, no puede menos que concluir que el desenlace previsible, el desenlace que alguna vez se producirá, es la independencia. ¿Exagerado? No lo creo. El nacionalismo catalán tiende a la secesión de España, como las nubes tienden a transformarse en lluvia o en tormenta. Consideraciones políticas e intereses económicos han frenado esa tendencia evidente, pero lo que hoy está ocurriendo no debería sorprender a nadie y mucho menos al gobierno con sede en Madrid.

La identidad catalana es fuerte y, como decimos los argentinos, es un sentimiento y, en este caso, un sentimiento popular que se extiende por todas las clases sociales. Los catalanes se definen como una Nación y desde el punto de vista cultural hay un amplio acuerdo en admitir esa identidad. Tradiciones, idioma, sentido de pertenencia, intereses comunes, dan cuenta de lo que usualmente se considera una nacionalidad. De allí a constituirse como Estado independiente hay un gran paso a dar, paso que desde el punto de vista institucional rompe con los compromisos asumidos por los catalanes cuando en 1979 se sancionó la nueva constitución, donde se dispuso la autonomía de las regiones, pero dejando bien en claro que esa concesión no era la antesala de la independencia.

Pues bien, daría la impresión que para los catalanes la autonomía fue sólo un paso más en dirección a la independencia. Así lo creen sus principales dirigentes, pero, y esto es lo preocupante para España, así lo creen de manera militante muchos catalanes. Dicho con otras palabras, la causa catalana es popular y la inercia de esa popularidad se orienta hacia la independencia. Si no lo han hecho hasta ahora es porque no hay podido o no les ha convenido, pero el sentimiento profundo hacia la independencia es indisimulable.

¿Todos los catalanes piensan así? Por lo menos una importante mayoría. Hay muchos que por razones de prudencia prefieren disimular sus simpatías y, por supuesto, están los que consideran que para bien o para el mal el destino de los catalanes es al lado de España y no conciben a una Cataluña sin su madre o su madrastra mayor.

A este escenario histórico hay que sumarle, en este caso, el inevitable oportunismo de muchos políticos catalanes, quienes para disimular sus fracasos y torpezas recurren a las cómodas banderas del nacionalismo. El juego de presiones ya es un clásico en la política española. Lo practican los catalanes y los vascos, y mal no les ha ido. Todo consiste en reclamar más recursos a Madrid y si no se los dan amenazar con el separatismo.

El jueguito a veces parece inocente, una picardía más de los políticos, pero el peligro reside en que se juega con fuego, se alientan los demonios del nacionalismo para obtener ventajas menores, sin advertir que cuando esos demonios cobran vida exigen más y más.

¿Les conviene a los catalanes la independencia? Las opiniones están divididas. Los más separatistas aseguran que sí, pero políticos zorros y conservadores como Jordi Pujol, por ejemplo, trata de poner paños fríos porque, como buen conservador, Pujol sabe que los cambios son siempre peligrosos y en más de un caso pueden llegar a ser un salto al vacío.

Por lo pronto, las autoridades españolas aseguran que Cataluña es inviable fuera de España. Y es inviable, entre otras cosas, porque no podría ingresar a la Unión Europea y mucho menos podría afrontar las deudas y compromisos financieros viejos y nuevos. El debate está abierto, pero todo hace suponer que una región rica como la catalana, con recursos humanos notables y una población que supera los siete millones de habitantes en un territorio un tercio más grande que el de Israel, muy bien podría desenvolverse como flamante Estado-Nación.

Admitamos, además, que estas pretensiones no son nuevas, no son caprichosas y, desde el punto de vista social, tampoco son injustas. Por lo pronto, algunos dirigentes españoles han admitido, por lo menos teóricamente, esta posibilidad. Desde el más descarnado realismo estiman que si los catalanes quieren en verdad separarse no hay norma institucional o decisión militar que pueda impedirlo. Las bravatas de algunos generales retirados o políticos enfurecidos, no son más que palabras al viento. España no va a reincidir, no puede hacerlo, en una nueva guerra civil. Tampoco puede resolver este conflicto invocando las leyes o normas sancionadas en otras circunstancias históricas.

El problema real, de todos modos, es que cuando el secesionismo se inicia, nunca se sabe dónde va a terminar. Por lo pronto, si los catalanes se separan, los vascos, y tal vez los gallegos intentarán hacer algo parecido. Es que ni la unidad impuesta por los reyes católicos hace quinientos años, ni la unidad forzada por los Borbones en el siglo XVIII, han logrado impedir que a través de los años las nacionalidades sobrevivan. Lo que llama la atención, en todo caso, es que en un mundo cada vez mas globalizado, un mundo donde las fronteras y las Naciones parecen ceder al impulso de la expansión capitalista, los conflictos políticos se tiñan con los viejos y percudidos colores del nacionalismo.

Por supuesto, esta no es la única paradoja existente en el siglo XXI. También en un mundo donde no hace mucho se dijo que Dios había muerto y que las religiones eran una rémora del pasado, las guerras que se insinúan en diversos puntos del planeta se hacen en nombre de dioses coléricos que reparten bendiciones y castigos en medio de los campos de batallas.

Volvamos al Mediterráneo. Por lo pronto, el referéndum convocado por Arturo Mas para noviembre, ya está formalizado y todo hace suponer que habrá una mayoría favorable a la independencia. ¿Qué pasará de allí en más? Los españoles más tozudos invocan los artículos de la Constitución que autorizan la intervención política y militar. Esa alternativa se me ocurre que es inviable. ¿Hay otras? Posiblemente, pero deberán desplegarse en el proceloso escenario de los intereses. Los españoles aseguran que disponen de cartas en la manga como para, a último momento, hacerles una oferta a los caballeros de la Generalidad que, como diría don Corleone, no podrán rechazar. Algo parecido dicen los burócratas de la Unión Europea, quienes hasta ahora no se han pronunciado, pero saben que cada vez hay menos margen para mantenerse neutrales.

Cataluña en su hora decisiva

Miles de manifestantes en las calles de Barcelona durante el pasado septiembre. La identidad catalana es fuerte y, como decimos los argentinos, es un sentimiento y, en este caso, un sentimiento popular que se extiende por todas las clases sociales. Foto: EFE