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La vuelta al mundo

A medio siglo del Concilio Vaticano II

Rogelio Alaniz

A Angelo Roncalli lo eligieron para que fuera un Papa de transición. Se suponía que al Patriarca de Venecia le quedaban pocos años de vida y que después de un papado fuerte como el de Pío XII, no venía mal un Papa débil, inofensivo, que despejara el panorama. Si esto fue así, lo subestimaron o se equivocaron, porque Roncalli, más conocido como Juan XXIII o el “Papa bueno” ( ¿sí él era el bueno, quién era el malo?), convocó al concilio más atrevido y radicalizado de la historia de la Iglesia Católica, un concilio que marcó un antes y un después en el mundo cristiano y cuyas consecuencias aún hoy se siguen debatiendo.

Hoy más de un teólogo afirma que las enseñanzas del Concilio fueron enterradas o están instaladas en alguna vitrina, que han perdido vida, que no palpitan. Es una opinión. Otros aseguran que las enseñanzas del Concilio mantienen vigencia, porque nada de lo que intente hacerse en su contra las alcanza, en tanto ya están incorporadas a la cultura universal.

Como suele ocurrir en estos casos, es muy probable que la verdad esté a mitad del camino. Ser un cura preconciliar en la actualidad sigue siendo una acusación efectiva, del mismo modo que decirse leal a las enseñanzas del Concilio, suele ser todo una declaración de principios, la afirmación de una identidad precisa como cristiano.

Lo seguro es que constituyó uno de los acontecimientos centrales del siglo veinte y, a la hora de evaluarlo históricamente, nadie puede desconocer su gravitación religiosa, social y política. Como todo acontecimiento trascendente en una institución cerrada, tuvo sus desbordes y sus excesos, en la mayoría de los casos previsibles y actualmente debidamente reencauzados.

A modo de síntesis diría que el Concilio fue modernizador y reformista. Adaptó a la Iglesia a los nuevos tiempos, y ese fue su alcance, y para muchos conservadores su pecado. La adaptación incluyó temas pastorales, teológicos, litúrgicos y eclesiales. La historia de los pueblos, los nuevos conocimientos en materia científica y social estuvieron presentes. Teólogos como Karl Rahner, Henry de Lubac, Yves Congar, entre otros, hicieron sus aportes intelectuales. Toda la sabiduría de la Iglesia católica, con su refinamiento teórico, su lucidez y su experiencia, estuvieron presenten en aquellas históricas jornadas cuatrimestrales que se extendieron durante cuatro años.

Refiriéndose al medio siglo de existencia, Benedicto XVI dijo que “fue un terremoto y, al mismo tiempo, una crisis saludable”. Ratzinger sabe de lo que habla, porque en aquellos años, él y su entonces íntimo amigo y actual crítico, Hans Küng, estuvieron entre los responsables de ese terremoto. Más moderado, el papa Juan Pablo II dirá que el Concilio Vaticano “sigue siendo una brújula que le permite a la iglesia navegar hacia la meta en un mar abierto”.

Lo cierto es que en 1959 nadie esperaba que ese inofensivo viejito apellidado Roncalli, tuviera las suficientes energías y capacidad de decisión para dar semejante paso. Se dice que la iniciativa sorprendió a todos los cardenales y funcionarios de la curia. Dicho en términos políticos, el Papa preparó la decisión en secreto y la dio a conocer en el momento oportuno.

El acontecimiento ocurrió el 25 de enero de 1959 después de la celebración del consistorio en la basílica de San Pablo de Extramuros. Esa tarde, el Papa le dirigió a los cardenales el célebre discorsette: “Pronuncio ante ustedes, cierto, temblando con un poco de conmoción, pero al mismo tiempo con humilde resolución de propósito, el nombre y la propuesta de la doble celebración de un sínodo diocesano para la Urbe y un concilio ecuménico para la Iglesia universal”. Según las crónicas de la época, las palabras del Papa fueron acogidas con “un impresionante y devoto silencio”.

Roncalli había iniciado su papado en octubre de 1958. O sea que al Concilio lo convocó dos meses después de asumir. El último concilio se había celebrado en 1869 y se suspendió cuando las tropas italianas ocuparon Roma. Fue el concilio que declaró la infalibilidad papal, con la misma autoridad con que el de Trento había condenado en su momento al protestantismo. Para referirse al Concilio de Pío IX, un obispo conservador dijo palabras muy sugestivas: “La Iglesia ya habló, ahora hay que obedecer”.

El Concilio Vaticano II se propuso, entre otras cosas, abrir un debate acerca de esos tópicos. Por lo pronto, Roncalli se ocupó en advertir que el Concilio que él convocaba no era la continuación del de Pío IX, sino otro diferente, por lo que se llamaría Concilio Vaticano II. Juan XXIII exhibió firmeza y prudencia. Como se sabe, el Concilio se inició el 11 de octubre de 1962, por lo que entre enero de 1959 y esa fecha se trabajó para asegurar que todo saliera bien.

La elección de la fecha no fue casual. El 11 de octubre de 1931, el Papa Pío XI había dedicado ese día a la fiesta de la Divina Maternidad de María, fecha no arbitraria, porque mil quinientos años antes, es decir en el 431, el Concilio de Efeso, le había reconocido a la madre de Jesús, ese título. Como se podrá apreciar, los organizadores del Concilio no dejaban ningún flanco abierto.

Los obispos de todo el mundo recibieron las invitaciones ante el recelo de los funcionarios de la curia siempre reacios a las reformas y los cambios. No deja de llamar la atención al respecto, que el diario oficial del Vaticano, L’Osservatore Romano, le dedicara un artículo menor al acontecimiento cristiano más trascendente del siglo. Sólo un pequeño artículo en el que se daba poca importancia a las tres decisiones claves que se propuso el Concilio: el sínodo diocesano en Roma, el concilio ecuménico y la reforma dell código de derecho canónico. Si una editorial se define no sólo por lo que dice, sino por lo que calla, está claro que la editorial de L’Ossservatore fue de una elocuencia ensordecedora.

Se estima que alrededor de 2.500 obispos se hicieron presentes en Roma. Obispos de Europa, América, Asia, África y Oceanía. Los únicos que estuvieron ausentes fueron los de China comunista. Nunca en la historia milenaria de la Iglesia Católica hubo una convocatoria tan grande y tan amplia, porque además se invitó a teólogos, laicos, periodistas y representantes de otras religiones. Como para despertar las suspicacias de los conservadores más recalcitrantes, un informe oficia le advirtió a la CIA que el Vaticano miraría con mucho desagrado la presencia de algún agente en la reunión o paseando por los pasillos.

El Concilio Vaticano II se inició, como ya dijéramos, el 11 de octubre de 1962, y concluyó el 8 de diciembre de 1965, cuando el Papa era Giovanni Montini, más conocido como Pablo VI. Juan XXIII lo inauguró y participó de la primera sesión, porque, como se sabe, falleció el 3 de junio de 1963, es decir seis meses después de haberlo inaugurado. Las otras tres sesiones se desarrollaron bajo el papado de Pablo VI, para algunos curas, el responsable de los cambios más radicalizados.

De todos modos, un sacerdote jesuita habló del milagro “Juan XXIII”, porque consideraba que atendiendo a la composición social de los obispos, lo que debería haberse impuesto era la línea conservadora. Sin embargo, a la hora de constituir las comisiones y los secretariados y proponer el debate, lo que se impuso fue la línea progresista. ¿Cómo explicar ese cambio? Milagro, dice el jesuita. Yo diría al respecto dos cosas: ni los conservadores eran tan conservadores, ni los progresistas eran tan progresistas. A ello habría que agregarle la tradicional disciplina vertical de la iglesia. Que un Papa esté decidido a promover un cambio no es un dato neutral en una institución en la que más allá de las palabras, la gravitación de la autoridad papal sigue siendo decisiva.

De todas maneras, lo que queda claro es que el proceso de aggiornamento no estuvo librado a la espontaneidad. En su momento Juan XXIII expresó: “quiero abrir las ventanas de la Iglesia para que podamos ver hacia afuera y los fieles puedan ver hacia adentro”. También dijo en otro momento “que el viento de la historia limpie el polvo acumulado en el trono de Pedro”. Afirmación audaz, controvertida, que pondría los pelos de punta a los ultramontanos.

Como para que nada faltara, en pleno clima de Guerra Fría se condenó a los totalitarismos, pero no se dijo una palabra acerca del comunismo, sugestiva omisión cuando pocos años antes el Papa Pío XII había firmado un concordato con Francisco Franco de expreso repudio al marxismo. Y a la hora de dirigirse a los países subdesarrollados, se dice que “la Iglesia se presenta frente a los países subdesarrollados tal como es y quiere ser: Iglesia de todos y particularmente Iglesia de los pobres”. Ya en el acto de inauguración hubo un significativo escándalo. El Papa descendió de la silla gestatoria y continuó a pie su camino. Como se dice en estos casos, el que quiera entender que entienda.

(Continuará)

A medio siglo del Concilio Vaticano II

El Papa Juan XXIII convocó al concilio más atrevido y radicalizado de la historia de la Iglesia Católica, un concilio que marcó un antes y un después en el mundo cristiano y cuyas consecuencias aún hoy se siguen debatiendo. Foto: archivo el litoral



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