Crónica política

Las lecciones del 8N

Las lecciones del 8N

Por Rogelio Alaniz

 

La señora todavía no tomó conciencia acerca de la derrota que le infligió el pueblo movilizado en la calle el pasado 8 de noviembre. Tres mitos operativos de su gobierno se derrumbaron en una sola movida: el control de la calle, el control de la juventud y el control de las redes sociales. También el de la adhesión de las mujeres. Como la princesa del cuento, el espejo le revela a la señora una verdad que ella se resistía a ver, una verdad que ella más que nadie contribuyó a forjar.

Los lenguaraces del gobierno dicen que lo sucedido fue un episodio menor, que la señora sigue gozando del apoyo popular, que si mañana se convocara a elecciones ganaría otra vez. Están ciegos o no quieren ver. O están sordos y no quieren escuchar. O los dioses les durmieron el cerebro.

Lo sucedido el 8 de noviembre puede ser evaluado de muchos modos, pero la única evaluación que carece de entidad es la electoral. El 8 de noviembre el pueblo no salió a la calle a votar, salió a hacerse oír, salió a reclamar por derechos extraviados y ofensas infligidas.

Todos los gobiernos suelen ser criticados por el común de la gente. En democracia está permitido hacerlo y suele ser la actividad más inofensiva y gratuita. El problema, por lo tanto, no es que la gente critique al gobierno, el problema a evaluar, el dato singular a tener en cuenta, es por qué en un momento dado la gente común, los hombres y las mujeres de la patria, decidieron salir a la calle, romper con la pasividad y la rutina quejumbrosa de todos los días, para vivir la acogedora emoción de una experiencia colectiva. Eso es lo nuevo y lo diferente, y no las encuestas anacrónicas de los Artemio López y los Julio Aurelio de turno.

La irrupción de las masas en la calle suele desbordar los esquemas preconcebidos. Sobre la presencia de la multitud en el espacio público se pueden decir muchas cosas, pero lo que no se puede hacer es ignorarla o descalificarla como sujeto histórico. Le guste o no al poder de turno, un nuevo actor social se ha instalado en el escenario político. Es un actor difuso, un actor que carece de organicidad, entre otras cosas porque no la necesita ni está en sus planes tenerla, pero existe.

Si el oficialismo desconoce la protesta social o la desmerece, los opositores deben preocuparse por tratar de entenderla. Los reclamos de la calle no apuntan contra todos, no exigen -como en 2001- que se vayan todos. Las criticas -es necesario decirlo- no son contra Binner, Sanz, Cobos o Macri. Tampoco exigen que se vaya ella, pero está claro que todas las críticas apuntan contra ella. La animosidad contra la señora a nadie le debería llamar la atención. Ella personalizó el poder, lo concentró en su figura, en sus gestos, en sus ticks y en su retórica. ¿A alguien le puede sorprender -por lo tanto- que sea la titular de todas las críticas?

La realidad suele ser más compleja que una consigna, dicen algunos. Es probable, pero cuando los pueblos están en la calle la tendencia a la simplificación es inevitable, como también lo es personalizar con nombre, rostro y apellido la responsabilidad de los males y desgracias que llueven sobre una nación.

El deterioro de la imagen presidencial es aleccionador y preocupante. Aleccionador, porque son sus excesos y abusos los que se impugnan; preocupante, porque una cultura democrática admite el disenso, la objeción, la crítica, pero le cuesta mucho sostenerse en un clima de creciente animosidad. Dicho con otras palabras, la democracia como hecho cultural se construye con hilos muy delicados y no soporta odios colectivos intensos.

De todos modos, la farsa está llegando a su fin. Las luces del escenario se apagan y los farsantes quedan a la intemperie con sus máscaras desgarradas, su maquillaje caído y sus disfraces transformados en harapos. La quiebra política y moral del régimen arrastra en su caída a quienes supusieron que estaban velando armas en la antesala de la revolución social, el socialismo o la liberación nacional. ¡Crueles y paradójicas lecciones de la historia! Los que se equivocaron en 1973, volvieron a equivocarse en la primera década del siglo XXI. A la tragedia de los setenta le sucedió la comedia actual. No son sus ideales los que se han declarado en bancarrota, sino el abismo existente entre sus ideales y la deplorable realidad de un régimen que muy bien merecería calificarse de “falaz y descreído”.

De la derrota del 8N no hay retorno. No hay magia ni milagros que permitan recuperarse de esa tremenda lección política. Adiós a los sueños de la Cristina eterna y de la reelección indefinida. A la oscuridad le sucede la luz y con la luz se disipan las tinieblas. La danza de los vampiros está llegando a su fin. No es el crucifijo el que los aniquila, tampoco las ristras de ajos, sino la presencia del pueblo soberano en la calle.

En tiempos de turbulencias se impone más que nunca ver claro y ser claro. La polvareda de los acontecimientos no puede hacernos perder de vista el pálido y espectral resplandor del hueso descarnado del poder. ‘El rey está desnudo‘. La revelación está vez no la ha dicho un niño inocente, sino las multitudes movilizadas en la calle. Las ilusiones cesaristas, las fantasías mesiánicas, las pulsiones de fundar una nueva nación sobre las ruinas de un orden injusto, se caen pedazos, ruedan en la áspera planicie de la historia, como copos de cenizas destinados a desvanecerse en el aire en un paisaje desolado y fantasmal.

No son las devaluadas instituciones las que se caen a pedazos, no es el destartalado pero sólido edificio del Estado de derecho el que se desmorona, tampoco es la Argentina como nación la que corre riesgos, mucho menos la democracia. Por el contrario, las multitudes en la calle han sido un soplo de aire fresco, un viento renovador y esperanzado de ideales sanos corrompidos por el poder, en una nación donde los derechos humanos fueron la coartada para negociados infames; la justicia social, una consigna levantada para proteger privilegios, la soberanía política, un pretexto para el concubinato con Chávez; y la causa de los humildes, una bandera izada en el mástil de los multimillonarios dueños de cascos de estancias recién adquiridos, de mansiones construidas con plata sucia y cuentas corrientes privadas engordadas con los recursos del presupuesto público.

Al autoritarismo se lo combate con democracia, al mesianismo con racionalidad y al fanatismo con tolerancia. Las fantasías del kirchnerismo se están cayendo a pedazos, pero su gobierno debe continuar. Hay que hacer lo posible y lo imposible para que así sea. Ni enfermedad, ni muerte, ni renuncia anticipada. La experiencia debe agotarse para que, de una vez por todas, quede claro para todos que el populismo arrastra a los pueblos al fracaso. El aprendizaje es necesario, tan necesario como lo fue en su momento saber que las dictaduras militares no resolvían nada y agravaban todo.

Los que salieron a la calle el 8 de noviembre no deben perder de vista que no son la totalidad, que no son todos, que hay otra argentina, equivocada o no, pero no por ello menos legítima. La gran imputación política y moral que se les debe hacer a los Kirchner y su claque es la de haber cavado una zanja para dividir a la nación, enfrentar de manera facciosa a los argentinos entre sí. Heridas que habían demorado en cicatrizar, odios y resentimientos que estaban siendo superados, fueron reactivados de manera deliberada. Para ello se invocó a la revolución, a la causa del pueblo, y sus intelectuales no tuvieron escrúpulos en recurrir a las canteras habilitadas por los ideólogos del nazi fascismo, de los cuales Carl Schmitt fue el más importante, pero no el único.

El gobierno debe concluir su mandato, pero si así no fuere, si a pesar de todos los esfuerzos que se hicieran para sostener el andamiaje de las instituciones, algunas de ellas se cayeran, es importante que quede claro en la conciencia colectiva que no fue el pueblo el responsable del derrumbe, sino la claque en el poder, empecinada en aferrarse a sus privilegios y alienaciones.

Los tiempos que se avecinan son de prueba y están cargados de acechanzas. Objetivamente, el proyecto económico del gobierno carece de oxígeno y su liderazgo político está gravemente herido. El gobierno carece de horizontes económicos y su futuro político está en tela de juicio. En definitiva, el relato se ha desmoronado. La retórica de la señora y sus exasperantes monólogos por la cadena nacional se están reduciendo a un anacrónico soliloquio cargado de sonidos y de furia. La princesa Scherezade llegó a la noche mil una y ahora debe afrontar las consecuencias. En definitiva, un ciclo histórico pareciera estar llegando a su fin. A la vuelta del camino es probable que descubramos, para nuestro asombro y estupor, que la heredera de Isabel se llama Cristina. El peronismo siempre nos suele sorprender con esas revelaciones.