Reflexiones en tiempo de Navidad
El Verbo se hizo carne

Un humilde pesebre es el lugar que encontró para nacer. Vino a buscar y a salvar lo que se había perdido y a redimir, restaurar, cambiar y transformar las vidas.
Reflexiones en tiempo de Navidad
El Verbo se hizo carne

Un humilde pesebre es el lugar que encontró para nacer. Vino a buscar y a salvar lo que se había perdido y a redimir, restaurar, cambiar y transformar las vidas.
Daniel Altare (*)
En estos días toda la cristiandad en el mundo entero se prepara para celebrar el primer advenimiento de Cristo, el misterio de la encarnación y de su nacimiento virginal. Recordamos las palabras profundas del joven pescador de Galilea llamado sencillamente Juan, el discípulo amado, cuando comienza su Evangelio diciendo: “En el principio existía el Verbo y el Verbo estaba con Dios y el Verbo era Dios”, “Aquel Verbo fue hecho carne y vimos su gloria, lleno de gracia y de verdad”, “A Dios nadie lo vio jamás, el Hijo que es el Verbo lo ha dado a conocer”. San Juan cap. 1.
En este tiempo de Navidad, revivimos el evento que transformó la historia de la humanidad.
El Verbo se hizo carne, entró en la dimensión humana. Si esto no hubiera sucedido, Él no podría haber realizado el sacrificio de la cruz por el pecado de la humanidad. No habría celebración ni con el pan ni con el vino; no habría dicho jamás: esto es mi cuerpo, esta es mi sangre. El Verbo es la Palabra Viviente, y por esa voluntad suprema expresada en la Palabra se formó el universo: “Por la Palabra de Dios fueron hechos los cielos y la tierra y todo el ejército de sus ángeles por el aliento de su boca”. Salmo 33: 6.
El vocablo hebreo dabar significa tanto “cosa” como “palabra”, y destaca la estrecha relación entre lo “dicho” y “hecho”, entre la “palabra” y la “acción”. La palabra, más allá del sonido, es un principio de acción y subsiste como el aliento que la acompaña. Si Dios no tuviera la capacidad de hablar, ninguna de sus criaturas podría hacerlo. El hablar es una cualidad distintiva del hombre a diferencia de los animales, que emiten sonidos instintivos según su especie. La palabra es el medio de comunicación entre las personas. Consiste en sonidos articulados que expresan una idea, un pensamiento o un sentimiento. ¿Qué sería un mundo sin comunicaciones y sin palabras? Así también, la palabra es la forma que Dios utiliza para emitir su voluntad y el contacto para relacionarse con los seres humanos, revelándose y dándose a conocer. Por eso Pablo manifestó: “Dios ha hablado muchas veces y de muchas maneras, a las generaciones anteriores por los profetas, pero ahora en estos tiempos que preceden al final nos ha hablado por medio de su Hijo”. Hebreos 1: 1 y 2.
Dios se expresa a través de la Palabra emitida, la Palabra escrita y la Palabra encarnada.
La Palabra de Dios emitida
El Salmo 19 dice: “Dios habla y emite palabra, un día y otro día y una noche a otra noche declara sabiduría, y aunque su voz recorre todo el universo, sus palabras no son audibles, pero percibimos el impacto en la naturaleza”.
La palabra que Dios emite es creadora: “Voy a preparar un nuevo lugar para ustedes” (S. Juan 14: 3); también es sustentadora “preserva todo lo creado con la palabra de su potencia” (Hebreos 1: 3). Es dinámica, porque ejecuta sus designios: “Voz de Dios agitando los mares, sacudiendo las entrañas de la tierra, voz de Dios con potencia que derrama las aguas y el fuego y arranca y desgaja los árboles del bosque” (Salmo 29). Además es indestructible “el cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (San Mateo 25: 35); asimismo es sanadora “no soy digno de que entres en mi casa, pero di la palabra y mi siervo será sano” (San Lucas 7: 7).
La Palabra de Dios escrita
En la Biblia leemos que Dios escribió los diez mandamientos “y entregó a Moisés dos tablas de piedra, esculpidas y escritas con el dedo de Dios” (Éxodo 31: 18); posteriormente, el Creador le ordenó escribir la ley. Luego fueron compendiados los libros históricos y poéticos, los de los profetas; más tarde los Evangelios, los Hechos de los Apóstoles, las epístolas apostólicas y, por último, el de la revelación, donde leemos que Juan recibió la siguiente orden: “Escribe en un libro lo que ves” (Apocalipsis 1: 11).
Esta palabra escrita, que llamamos La Sagrada Biblia, fue documentada en un período de alrededor de 1.600 años por unas 40 personas distintas, muchas de las cuales no se conocían entre sí, y en sus páginas encontramos todo lo que Dios quiso revelar a la humanidad. Seguimos sus instrucciones de no agregar ni quitar a lo ya escrito, y de no especular yendo más allá de lo que está revelado.
Esta palabra escrita es inspirada, inerrante; diagnostica la realidad del ser humano y es útil para corregir, enderezar, instruir y capacitar para toda buena obra. Pero Dios no sólo habla por la palabra que emite y por la escrita, también lo ha hecho por el Verbo: la Palabra de Dios encarnada.
Por obra y gracia del Espíritu Santo, Él nació de la bienaventurada Virgen María, para ser Hijo de Dios, por parte del Padre, y un perfecto ser humano (el hijo del hombre) por parte de madre. El Verbo que coexistía con Dios se hizo carne para revelarnos al Padre. Por eso afirmó San Pablo: “Él es la imagen de Dios invisible” (Colosenses 1: 15). “En Él están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento” (Colosenses 2: 3), “Porque en Él habita corporalmente toda la plenitud de la deidad” (Colosenses 2: 9).
En las Escrituras también hallamos la siguiente declaración: “Indiscutiblemente grande es el misterio de la piedad: Dios fue manifestado en carne, justificado en el Espíritu. Los ángeles lo vieron. Fue predicado en las naciones, fue creído en el mundo, fue recibido arriba en gloria” (1a. Timoteo 3: 16).
Por lo tanto, como cristianos creemos en un Dios que habla, que emite palabra cada día y gravita sobre la naturaleza y sobre las naciones, cambiando gobernantes y sistemas. Creemos y definimos nuestra fe por la palabra escrita, en cuyos preceptos orientamos nuestras vidas. Pero reconocemos a Cristo, la Palabra encarnada, como nuestro Salvador y Señor.
No adoramos a la Biblia, adoramos a Cristo.
No predicamos de Cristo, predicamos a Cristo.
No enseñamos una religión basada en la Biblia, enseñamos a Cristo.
No vivimos buscando sensaciones espirituales, experimentamos a Cristo por la conversión.
“Ya no vivo yo, ahora Cristo vive en mí y mi vida de aquí en adelante la viviré en la fe del Hijo de Dios, El cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2: 20).
El Verbo no vino para que lo recordemos, lo estudiemos, lo comentemos, sino para que lo vivamos y lo prediquemos, como resultado de una experiencia real y personal.
Navidad no es simplemente una fiesta familiar, un árbol adornado, regalos, comida y movimiento comercial, no es una noche de desenfreno y diversión, es un tiempo para reflexionar y preguntarse: ¿para qué estoy viviendo? ¿Cuáles son mis objetivos y motivaciones? ¿Qué voy a hacer el resto de mi vida?
Él vino a buscar y a salvar lo que se había perdido y a redimir, restaurar, cambiar y transformar las vidas. Al momento de nacer no había lugar para Él, por eso nació en un humilde pesebre.
En esta Navidad necesitamos que nazca en nosotros. No lo rechacemos, no nos autoperjudiquemos. El secreto de la vida cristiana no es el conocimiento, no es sólo práctica religiosa, es yo con Él y Él conmigo.
Que el Verbo de Dios se encarne en nosotros para darnos una vida trascendente y eterna. ¿Cómo se logra eso?: con un momento silencioso de reencuentro interior, reconociendo nuestros errores; con un instante de oración sincera al Señor, confesando y recibiendo el perdón y la certeza de salvación.
Que en nuestras mesas navideñas haya un tiempo para la reflexión y la plegaria, y que Dios bendiga a todos los hogares santafesinos.
(*) Pastor de la Iglesia Cristiana Evangélica