Sobre la línea etílica

Hay tipos y tipas que tienen conducta para chupar (en otro momento del año se podrá beber, pero a esta altura del año se chupa, un verbo menos delicado pero más gráfico y de ostensible mayor capacidad de ingesta), pero esa virtud se pone a prueba por estos días. ¡Está todo mezclado, qué quieren que les diga!

TEXTOS. NÉSTOR FENOGLIO. [email protected]. DIBUJO. LUIS DLUGOSZEWSKI. [email protected].

Sobre la línea etílica
 

A quienes pueden andar por la vida libando sin problemas, por cuanto exhiben una asceta conducta que no se permite excesos, estas líneas quizás les resultan innecesarias. Pero hay un grupete, que me imagino numeroso, que cree que “no hay que mezclar” para salir indemne de una joda o comilona donde el alcohol no se mezquina, y que por estos días tiene pruebas durísimas para sostener su máxima o su mínima etílica.

No hablamos, obviamente de abstemios; no. Se trata de personas que han sabido tener sus mamas en algún momento, han derivado peligrosamente a estribor y a babor -alternativa y simultáneamente- y han llegado al autocontrol -o control externo impuesto con eficacia, ya se trate de un médico o una esposa- de no ponerse más en pedo. De mantener conducta.

Y una forma de no resignar el placer de beber pero a la vez mantener el equilibrio (jodido mantener el equilibrio siendo como somos animales de dos patas), además de la cantidad, es “no mezclar” bebidas.

Forma parte del saber popular que “no mezclar” es bueno, por cuanto el per saltum de una copa a otra, de una bebida a otra, de una gradación a otra, de un color a otro, de una textura a otra, te termina empedando. O empeorando si quieren que mantenga -todavía- la línea...

Las fiestas de fin de año son una conspiración para esos tipos que mantuvieron más o menos en alto esa línea de conducta, esa copa -aunque se llene una y otra vez- monocorde, de golpe tentada a llenarse de otros colores y sabores.

Ahí tienen al jodido y engañador clericó: alberga frutas inocentes, pero también esconde restos de sidra, champagne, espumantes varios, vinos de distinta calaña, una mezcla en sí misma.

Pero es más preocupante -además de la sucesión de fiestas que hacen que vayas variando de un día para otro o dentro del mismo día si es que sos despedidor profesional de año-, la mescolanza, el cambio permanente de bebida, el arte de hacer difusa la línea etílica conservada hasta aquí con cierta equilibrada dignidad.

La situación es así, más o menos: hay un barril de quince, de treinta o de cuarenta mil; se termina, un voluntarioso anfitrión va por los cinco porrones de otra marca que tiene en la heladera; se terminan; otro voluntarioso acude al quiosco de a la vuelta que te vende otra marca; se terminan; el anfitrión o el visitante -a esa altura ya empiezan a mezclarse también las personas y las funciones- se aparece con un vino, el otro aporta otro -distintos todos-; alguien recuerda que en la pieza el nono tiene una grapa; en una alacena sobrevive una botella de cognac -a temperatura ambiente, ideal para nuestros diciembres- y así las horas pasan y uno, que no mezclaba, es una inestable y explosiva mezcla; una especie de bomba a la que además ya le han sacado la espoleta...

Así todo el último tramo de diciembre. La conducta de todo un año, hecha trizas; la imagen de hombre con temple, hecha trizas; y el hombre con temple, echado sin hache de su casa por mano larga con la cuñada o por mirador compulsivo de la nueva novia del sobrino de la tía Tona. Y todo por culpa de qué: de la mezcla.

De nada sirve explicar que venimos del caos; que el movimiento y la mezcla son vitales; que la voluptuosa naturaleza etcétera etcétera: estás en pedo hermano y todo lo que hagas de ahí en más es al pedo, con el berdón de la redundancia o cómo se diga en este bobento esa exbresión, iuuupiii... Y nos vamos en el momento justo en que todo comienza a moverse, y en que literalmente perdemos la línea. Y se nos mezclan un montón de sensaciones. Salute y nos vemos (doble) si nos vemos el año que viene porque este, se sabe, está perdido.