¡Esa prenda es mía!

¡Esa prenda es mía!
 

He presenciado, mis chiquitas, muchas veces, el modo en que eligen las cosas -ropa, accesorios, perfumes- para ustedes y la manera aviesa en que se miran entre ustedes. No sólo les importa tener eso, me parece, sino que esa yegua -con todo respeto- no la tenga. Siento que me meto en camisa de once varas, aunque no sé que signifique eso.

TEXTOS. NÉSTOR FENOGLIO. [email protected]. DIBUJO. LUIS DLUGOSZEWSKI. [email protected].

He notado en más de una oportunidad que las mujeres se miran y se escanean -más que mirar-, se sacan radiografías cuando se cruzan en el centro o en una fiesta. Es una mirada inefable que no descarta saludar, ser amable, charlar de bueyes perdidos o de cuernos encontrados y, al mismo tiempo, junar el vestido (mil doscientos mangos), los zapatos (milqui) y ese collar, mami, qué te pasó ahí: tres con cincuenta...

Yo no sé si los precios son esos, ni si es cierta la procedencia de cada prenda, pero que ustedes (yo las veo todo el tiempo, mis chiquitas) se miran, se miran y no hay allí ninguna intención lesbiana ni de ningún tipo o tipa: es sólo sopesar lo que tiene la otra.

Los vagos somos, en esto, más primitivos y menos complejos: cuando vamos a buscar una remera, buscamos una y a lo sumo descartamos alguna porque no nos gusta o nos ajusta la busarda.

Las chicas salen a comprar “algo”; no se sabe bien qué (o saben extremadamente bien qué), porque en el enunciado inicial era un zapato pero después miran con igual fruición una blusa, una cartera y un vestido de fiesta. Eso forma parte del bagaje inicial, del motivo de la salida o el paseo; pero en el medio, antes pero sobre todo durante, aparece el factor F (femenino) que detecta a alguien en el área de acción que pretende sacarle virtual o realmente aquello inefable o virtual que fue a buscar.

Entramos en terreno: ya no importa la ropa, importa el territorio. Yo no voy a sugerir, ni se me ocurriría, que actúan como ciertos animales llenando con su olor los árboles para que el otro u otra se entere que acá hay alguien dispuesto a pelear con uñas y dientes (no se preocupen chicas: nosotros somos igual de patéticos cuando estamos con nuestra pareja en un ámbito donde hay cazadores y depredadores masculinos sueltos), pero que hay una puja de caracteres, de poder, de posesión, ninguna duda.

Un caso típico: dos señoritas miran al azar y con desmayado interés un perchero con remeras o vestidos. Cada una viene por un extremo del perchero. de pronto, comienza la puja secreta y sorda pero “audible” o “visible” si uno está más o menos atento. Ambas empiezan a apurarse o a relojear el accionar de la otra, sobre todo si elige una prenda y la mira con más detenimiento, la sopesa o se la prueba sobre su cuerpo... Es posible que ambas se apuren para llegar primeras a la espantosa remera amarilla que está en el medio, remera que no mirarían dos veces, pero ambas quieren llegar primero: mirar es poseer.

Por eso cuando una mujer sale a comprar, yo por lo pronto respeto la cantidad de mecanismos mentales y físicos que se ponen en acción y que jamás podrá resumir o representar ni la más sofisticada de las computadoras. La mujer maneja al mismo tiempo presupuesto, cumpleaños futuro de la tía Tona, buscar al segundo hijo a las y cuarto, pasar por casa, llamar al marido y armarle la agenda diaria a ese abombado, rescatar del jardín de infantes a la hija segunda, mirar la ropa en general y en particular, pensar qué hacer de comida y sobre todo, marcarle la cancha a esa cretina respecto de la remera amarilla que, te aviso, yo vi primero...

Son demasiadas cosas pero todas se resuelven armoniosamente ni bien una de las dos contendientes se retira: la remera amarilla que abrazan con unción, es despectivamente descartada ni bien la otra les da la espalda (un comportamiento muy femenino sería también que la otra se quede a las vueltas y a la vista esperando que la “ganadora” pague por ese adefesio amarillo y se lo lleve finalmente a su casa) porque no era tan importante la posesión del objeto como que finalmente no lo poseyera la otra. Hasta acá llego mis chiquitas: puedo sentir el peso fulminante de sus miradas y yo soy un rápido entendededor de esas situaciones. Además, ya tengo remera amarilla.