Cine América: una proyección de la realidad

Las autoras indagaron en la historia de este lugar, que alberga al Cine Club Santa Fe, pero la enriquecen contando su experiencia al ser espectadoras de una película, en donde remarcan el ambiente que se vive en “la previa” y durante la proyección.

TEXTOS. PAULA LESSA Y CARMINA LÓPEZ, ESTUDIANTES DE LA CARRERA DE COMUNICACIÓN SOCIAL DE LA Ucsf. fotos. el litoral.

 

Un grupo de jóvenes avanza por la calle con un paso arrastrado que pareciera ser fruto de una extenuante actividad física. Un pie en “veinticinco” y otro en Suipacha. Los bolsos deportivos, los palos de hockey y las tobilleras en sus pies los delatan. Las medias fucsias de las chicas que sobrepasan sus rodillas llaman excesivamente la atención.

Retazos de tela que cumplen la función de coleros y conjuntos deportivos perfectamente combinados forman parte de esta excentricidad repetida. Como si fuera un flashback de la moda de los años ‘80, el flúo invade la calle. Por su parte, sin importar el ejercicio realizado, los varones contrarrestan su calor con una cerveza bien helada.

Otras personas también pasan por allí pero con mayor prisa, ya que percibieron que el semáforo está por cambiar de color. Por este motivo inician un pequeño pique que desaparece al llegar a destino, la otra vereda. Esa luz roja que al principio les daba la seguridad para cruzar la calle, se vuelve perturbadora. Desaparece. Un amarillo titila y anuncia un verde que paraliza a los peatones pero que primordialmente pone en movimiento los vehículos.

Son las últimas horas antes de que la noche despliegue su manto. Algunos jóvenes pasan con los hombros cargados de cansancio, con una pila de libros bajo sus brazos y auriculares que los aíslan de toda preocupación. Adultos serios y pendientes del horario; madres lidiando con sus hijos. Todos ellos transitan a su manera por 25 de mayo al 3000.

En ese pedacito de ciudad, con aires de callejón perdido, con olor a humedad y a cigarrillo mal apagado se aúnan imágenes antagónicas. En la esquina de Suipacha y “veinticinco” se conjuga esa “nueva costumbre” en la que el local es drugstore, librería y rotisería a la vez, vendiendo desde pollo asado hasta bijouterie.

En la vereda de enfrente una florería que se edifica sobre la tradición familiar combinando la antigüedad edilicia con la frescura de las flores recién cortadas. Al lado, un consultorio que se reconoce por la circulación de los pacientes antes que por algún cartel que sirva de identificación. Y cuando todo pareciera esconderse tras un invierno que adelanta la oscuridad, el Cine América enciende sus luces, reviviendo la cuadra pero, fundamentalmente, su propio ser. Este lugar al que las personas le prestan poca atención durante el día, a la noche capta miradas y detiene el andar. Hipnotiza.

DOS SENSACIONES

Como si fuera la toma de una escena, el edificio se divide en dos bloques. El de arriba con su imponente cartel hace elevar la vista de quien pase por allí. Detrás de él, un gran ventanal despierta inmediatamente la curiosidad al observar personas que caminan pero que, por lo que éste nos deja ver, parecieran flotar.

Es la videoteca la que ampara a estas personas que se encuentran en búsqueda de una historia para disfrutar en el hogar. Al bajar la vista, la gente merodea inquieta dentro de la franja de luz que emana el cine sobre la vereda. Ya sea por la ansiedad de entrar y acomodarse en las butacas, o por el resabio de la película que acaban de ver. Esa parcela de luz en la vereda es el punto neutral entre una función que termina y otra que está por comenzar, entre dos tipos de personalidades, entre dos sensaciones.

Como si necesitaran un shock, los que salen se encuentran sedados por la película. Un andar tosco, indeciso, casi primitivo. Con pocas palabras para intercambiar pero más imágenes y emociones que procesar. Si cuesta tanto encontrarse con la realidad es porque el film cumplió con sus objetivos.

Pequeños grupos de mujeres que rondan entre los 50 y 60 años, con una evidente producción previa. Peinados de peluquería, collares de perlas que salen de su escondite y el tono de la pintura de labios que refleja la personalidad de cada una de ellas. La elegante presencia se exacerba con los gestos provenientes de sus críticas. Parejas adultas impregnadas de silencio reservan sus comentarios para otro momento. Un abrazo del otro o dos manos que se entrecruzan dejan en un segundo plano las emociones propuestas por la historia recién vista. Algunos jóvenes “desentonan” con su edad y su forma de vestir, pero lo hacen aún más aquellos que optan por una asistencia solitaria.

Estas particularidades hacen a los rasgos característicos de las películas propias de este cine en la franja de las ocho de la noche. Se destaca una mayor concurrencia, sorpresivamente, los días miércoles, a diferencia de lo que comúnmente se cree y se vive, una práctica de fin de semana.

Quizás por ese motivo los encuentros sean, en cierta forma, más “familiares” que lo que ocurre con cines de perfil más comercial. En este sentido, el común apuro por retirarse desaparece cuando los espectadores se reconocen entre sí, por su periódica asistencia, intercambiando novedades, estados de ánimo y una inevitable referencia a la película.

UNA INSTITUCIÓN CULTURAL

Todas estas características que hoy le atribuimos al Cine América también fueron las que lo hicieron nacer y constituirse en una institución cultural de gran importancia para los santafesinos.

A finales de la década de los setenta, el distribuidor de películas Olinto Lombardo construye este cine en una vieja casa ubicada en la calle 25 de Mayo.

Unos años después, el Cine Club Santa Fe compra este espacio llevando adelante su coordinación ininterrumpidamente. El 1º de enero de 1982 se inaugura la sala con más de 500 butacas y aire acondicionado, aspectos que para aquel tiempo resultaban un verdadero lujo, despertando así una importante convocatoria, al punto de llegar a tener más de 2.000 socios en 1986.

“En esa época, la gente iba al cine de barrio, es decir, uno esperaba a que el estreno llegara a la sala que tenía cerca de su casa, aunque viera la película tres meses más tarde que en otro barrio”, recuerda Antonio Brumnich, socio fundador y actual presentador de las películas. Quizás hoy no sea una cuestión de barrios, sectorial, pero el punto sigue siendo el mismo, los estrenos comerciales no son lo importante. Las propuestas de la cartelera se basan en la proyección de historias que tienen algo más que un final feliz, una trama predecible, o una seguidilla de producciones que buscan el éxito en las taquillas.

Condiciones de juego aceptadas por ese público cómplice del clima que el Cine América propone y por la historia que construye. Las palabras prestadas de una generación a otra o el firme existir de algunas edificaciones son latidos de vida de un núcleo social que extrae pequeños fragmentos del pasado para demostrarles a un presente novedoso, que alguna vez alguien o algo existió.

Sin embargo, estos ejemplos no dejan de ser meras aproximaciones a una esencia a la cual jamás se volverá a vivir, o mejor dicho, no se lo experimentará como auténtica. Por más que nos inviten a rememorar a alguien o a algún acontecimiento en particular por medio de una representación, ésta no deja de ser una imitación más de una vivencia que no todos presenciamos. Una alusión que quizás brinde la carga emotiva que la misma y lejana fuente se merece.

Pero sólo eso, alude; no nos deja habitar en la savia de “eso” que fue y hoy queremos recordar. A pesar de ello, existen excepciones, y como tales se apartan de las reglas, tanto por haber atravesado el umbral del pasado como el mismo hecho de permanecer en un presente tan distinto del lugar de donde verdaderamente provienen.

CINE BARRIAL

Y el Cine América es uno de ellos. Es un ejemplo en que no sólo se conjuga el recuerdo con la fachada típica de “aquellas épocas”, sino a ello se le suma la conducta. Este cine abre sus puertas con el mismo clamor familiar de sus inicios.

Los espectadores (amigos) siguen siendo protagonistas de un ritual propio y del conjunto, de una celebración que enriquece y suministra energías a la rutina diaria, que congela las exigencias de este tiempo para mantener impecable su etiqueta de cine barrial.

“El Molino y la Cruz”. “Cuando los chanchos vuelen”. “Abrir puertas y ventanas”. Ciclo de cine bizarro. Ciclo de cine desvelado. Ciclo de cine negro. La cartelería de fines de septiembre está signada por estas propuestas que -en su mayoría- son extranjeras. Los colores no desentonan con la calidez propia del “América”, creando así la ilusión de afiches percudidos por el tiempo.

Por medio del contacto con el vidrio, las manos buscan hacer tangible el vínculo con la película que intentan ver y este gesto se sintetiza en un índice que marca en esos carteles el interés por un horario, un director o un género en particular.

Desde afuera, cualquiera se siente atraído por la irradiación de historias contadas. Generalmente se concentran tres grupos de personas. Los alborotados por la indecisión que miran la cartelería, que preguntan al que vende las entradas, que se consultan entre ellos, que observan la hora para determinar su elección y que, por la ubicación y disposición del lugar, terminan obstruyendo el paso de otros espectadores o de simples peatones.

Por otra parte, los que sin mirar a su alrededor y sin titubeos en su andar retiran el ticket de una decisión ya tomada. Y, finalmente, los que salen al terminar de ver una película. Una vez adentro la curiosidad por lo desconocido se desvanece y somos invitados a formar parte de un “todo” con características de un ayer, mantenidas y cuidadas, para que el paso del tiempo no cause estragos, buscando que la mística atraviese años, décadas.

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Las personas están dispuestas a que empiece la proyección. De repente, por uno de los pasillos de la sala aparece un hombre encorvado, de aproximadamente 60 años, con un andar que mezcla cansancio, o al menos eso parece, y una vida atravesada por lo bohemio del arte. Con ese ritmo particular se acerca al escenario. La duda de aquellos que parecieran no conocerlo despierta la pregunta inmediata sobre qué es lo que va a hacer ese hombre, que para los habitué del lugar es quién presenta las películas, el famoso Antonio.

Una silla. Una persona. Un micrófono y algo que decir. La lectura de la sinopsis empieza sin que se den cuenta. De a poco, las palabras le ganan al silencio, desvisten a las personas de todas las preocupaciones del afuera y la imaginación individual se transforma en colectiva. Lo culto no implica lo formal, pero esta amalgama indisoluble se forjó en una sociedad pasada, de mujeres con pantorrillas a la vista y hombres de trajes almidonados. Con diálogos y formas rígidas y el protocolo en cada gesto.

Quizás hoy, esta sala recibe a personas vestidas de una forma más relajada porque actualmente el ocio está relacionado con ello. Sin embargo, se acercan a este espacio buscando en un Antonio la síntesis del respeto por el entretenimiento, por la película, por el espectador y por el ejercicio intelectual que se encuentra presente en cada uno de ellos. La nostalgia que circula dispersa se aúna en un relato. Entonces, la película no empieza con la proyección de las imágenes sino con esas palabras que incorporan a los espectadores a la irrealidad del cine. Pero, ¿es ése el comienzo? O es cuando están en la antesala comprando la entrada. O cuando se despierta el deseo de ver una película. ¿Cuándo empieza realmente la historia?

PARA OLVIDAR EL AFUERA

El cuerpo todo se dispone a ser llevado lejos del tiempo “real”. El aquí y ahora se distorsionan por completo hasta que logra perdernos, confundirnos. Las luces se apagan de a poco, predisponiéndonos a que la butaca sea lo más cómoda posible, a que el afuera se olvide por completo. Y eso es el cine, la combinación perfecta entre lo que “es” y lo que queremos que “sea”, el único lugar en el que el mundo se puede tergiversar tanto como se quiera y en el que estamos dispuestos a creer y vivir esa tergiversación.

Las imágenes parecen la vida misma, atrapada en un recuadro. Ciencia ficción, drama, terror, comedias, no importa el género; los minutos ante la pantalla son lo único importante, el sustento de nuestra realidad en ese momento específico.

Dentro de las múltiples opciones que mezclaban días, horarios y géneros, la elección apuntó a la coproducción suizo-argentina “Abrir puertas y ventanas”, de la directora Milagros Mumenthaler y estas fueron las palabras con las que Antonio la presentó formalmente: “(...) A diferencia de lo que suele verse en cine, los habitantes de esa casa no responden a una lógica psicológica que explique, con redonda coherencia, desde sus gestos más mínimos hasta su entero ‘ser en el mundo’. Las chicas de Abrir puertas y ventanas no explican: son”.

UNA PUERTA

Un pasado confuso. Un pie se balancea. Escenas que tratan de mantener la calma pero que inevitablemente estallan empapándonos con un sinfín de sentimientos que no son fáciles de manejar. Imágenes y palabras que dicen todo y a la vez nada, que callan en lo más profundo para que nuestra imaginación las haga hablar. Un sillón, 3 hermanas que irradian una belleza avasallante conjugada con una tristeza que empaña cada toma.

No es necesario saber de dónde vienen, hacia dónde van, qué es lo que buscan. No necesitamos entender, sino dejarnos atravesar por cada gesto, por cada mirada, por cada ira, enojo o sonrisa que nos interpela a cada momento. Canciones que llegan hasta nuestras fibras, nuestros nervios, haciéndonos cosquillas, apretándonos hasta ahogarnos. Ahogo que se canaliza en temerosas lágrimas que caen muy lentamente.

La imposibilidad de poder -aunque sea- balbucear una tonta palabra al apagarse el proyector da cuenta de los efectos causados. Ausencia de palabras que también marca cada uno de los diálogos. Las relaciones, y en este caso “la” relación que hace avanzar la película, se sustentan en la comunicación. Ese continuo silencio habla por sí solo.

UN PACTO RESIGNIFICADO

Un espacio plagado de convenciones y arbitrariedades que crean un lenguaje específico, compartido, bello. Un pacto resignificado a cada momento por ojos que ven a través de las experiencias pasadas que funcionan como una especie de filtro. Una sala que ayuda a que se enreden sentimientos, argumentos, razones, colores, sonidos pero -ante todo- que se enreden fragmentos de una historia, esa historia que elegimos transitar a oscuras, y en donde todo se encuentra a flor de piel.

En esta ocasión, la concurrencia fue tan baja que la persona más cercana se encontraba a no menos de seis butacas y a siete u ocho filas a la redonda. Tres parejas adultas, y dos chicos que llegaron por separado.

Gracias al hecho de ya habernos acercado en otras oportunidades, con el comienzo de la película notamos una mejoría tanto en la calidad de la imagen como en el sonido. Evidentemente el “América” se adapta más que nada a las necesidades técnicas de las proyecciones porque de la estética se encarga este séptimo arte.

Una escena de gritos, llanto y dolor. Los espectadores que fueron solos no manifiestan ningún gesto. Al mismo tiempo se escucha un pensamiento en voz alta, “cómo va a decir eso”.

Una escena de sexo. Cada una de las personas se acomoda en la incomodidad de la situación aunque ninguna posición resulte amena.

Una escena de rebeldía adolescente, y fundamentalmente femenina. Las carcajadas rebotan en las butacas vacías, generando un eco que se pierde en el silencio.

Al salir de la oscuridad que nos amarra a la imaginación, volvemos a ver todo aquello que ocurre mientras un proyector congelaba el tiempo. Los autos pasan, las personas murmuran, el humo de los cigarrillos nos nubla la vista, el celular vuelve a llamar la atención, y se empiezan a practicar algunas palabras para acomodar nuevamente la mandíbula que había quedado en desuso.

Antonio y su sinopsis

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Cine América: una proyección de la realidad

“Las luces se apagan de a poco, predisponiéndonos a que la butaca sea lo más cómoda posible, a que el afuera se olvide por completo”.

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Intimidad de una entrada que funciona de antesala

En una de las esquinas de la entrada existe la posibilidad de que la gente espere sentada a que la función comience pero solamente dos personas tienen el privilegio de hacerlo. En el otro rincón, pero a no más tres pasos, el presidente del Cine Club, Guillermo Arch, vende las entradas, con un gesto ansioso que refleja el deseo de salir a fumar aunque sea algunas pitadas.

Detrás de una puerta casi imperceptible se encuentra el baño. A su lado, la entrada a la “real-ficción” de la caja oscura. Por esa escasez de espacio, inevitablemente, en más de una ocasión, se produce una especie de embotellamiento entre los que esperan entrar, los que hacen la cola para comprar la entrada y los que aún no están decididos. Por otro lado, también están los socios que asisten periódicamente y que no necesitan mostrar la identificación para poder ingresar. Entre ellos, la familiaridad se filtra y crea pequeños puentes de miradas cómplices.

Cuando las personas “intuyen” que la función está por comenzar se dirigen hacia la entrada de la sala. Las oscuras bambalinas delatan que la disposición de los elementos es más próxima al estilo de un teatro que de un cine.

En el interior, la “publicidad” es para películas que se estrenaron hace mucho más que una semana. “El soldadito” de Godard está a la derecha de la sala y embelesa y enaltece el momento. Paredes amarillas que se confunden con posibles manchas de humedad; luces cálidas y tenues para ocultarlo aún más, pero ante todo, para generar un clima en particular, ese clima.

Un “cielo” celeste opaco pero resplandeciente que atrae la mirada por varios segundos. Hace falta alguna que otra mano de pintura, pero ... ¿seguiría siendo ese cine que esperamos encontrar si la perfección de la decoración y de la modernidad se hicieran presentes?