En Wroclaw, Polonia
En Wroclaw, Polonia
Memorias de viaje
Domingo Sahda
Con el impreso que facilitó el registro del “Eurailpass”, mediante el cual podía organizar mis horarios desde Munich hasta Wroclaw (Polonia), esperé el tren en el andén 26 de la enorme, rumorosa y ordenada estación. En el horario exacto el tren se detuvo en el lugar previsto, subí y tomé mi asiento. No necesitaba preguntar nada más. La exactitud y precisión me acompañó en el largo viaje, del sur al norte de la frontera germano-polaca, sin sobresaltos. No entiendo ni hablo el idioma alemán, tampoco el polaco. El plan horario impreso era el guía.
Cambié de tren, plataforma y andén respectivo en las ciudades de Of, Nuremberg y Dresde. Los tiempos horarios para el traslado de uno a otro no superaban los quince minutos. Con mi pesada valija bajaba, atravesaba andenes y subía tratando de ajustarme al apretado horario que se cumplió con admirable precisión.
A través de los vidrios de las ventanillas del confortable tren veía, al pasar, los campos y las pequeñas poblaciones que se sucedían. En el largo tiempo del viaje, comparando uno y otro tren, no pude menos que recordar y verme a mí mismo, con mi título de maestro normal, rumbo a la lejana Patagonia para hacerme cargo de la menos que modesta escuelita en la que iniciara mi romance con la docencia.
Aquel servicio de trenes, con su combinación Retiro/Constitución, se esfumó como tantas otras cosas, al amparo de la taladrante consigna oficial: “¡Ramal que para, ramal que cierra!”. En esta tierra se desguazó un bien público. En los lugares que iría visitando, siempre trasladándome en tren, de ciudad en ciudad, luego de la horrorosa tormenta que significó la II Guerra, los trenes, impecables, habían resucitado para cumplir el noble cometido que los distingue.
Habiendo comenzado el periplo en Munich, a las 10.15, el tren comenzaba a detenerse en Wroclaw a las 20.51, tal cual estaba señalado en el “Timetable”.
En taxi me trasladé al hotel ya reservado. Primera dificultad propia de mi ignorancia. En Polonia la moneda de curso legal es el zloty y no el euro. No había hecho cambio de moneda. Luego de una larga conversación entre un viajero argentino y un taxista polaco en un modesto inglés, la cuestión se resolvió a través del euro. El taxista, con los ojos brillantes descargó y trasladó la valija con presteza. Intuí que había pagado más de lo esperado, mucho más. “¡No importa!”, me dije. Estoy donde tenía que estar de acuerdo a lo planeado.
Mi primera mañana en esa ciudad alumbró un sol brillante en una mañana fresca. El confortable alojamiento distaba de la ciudad. Otro taxi, ya con pautas aprendidas me dejó en el “Stare Miasto”, casco de la ciudad antigua. Una estampa gótica de la ciudad milenaria edificada en la llamada “Isla de arena”, espacio cerrado por el río Oder, defensa natural que hoy se salva con muchos puentes que permiten a peatones y vehículos ir de un lado al otro sin dificultad. En la baranda de un viejo puente de hierro, de más de 80 metros y altos arcos de hierro, vi cientos de candados trabados a delgados hierros, cada uno de ellos con dos nombres y una fecha. Promesas de amor que prometían durar para siempre pues nadie podría abrir esos candados, cuyas llaves dormían en el fondo del lecho del río. Iglesias de empinadas torres góticas con deslumbrantes vitrales que inundaban de luz coloreada el interior. Presencié una boda como un invitado más a la ceremonia en una nave religiosa en la cual las imágenes planas y de bulto tachonaban paredes, púlpitos y altares. En Polonia las iglesias católicas no han renunciado a la proliferación de imágenes. Lo pude constatar una y otra vez. El interior joyante de ellas deslumbra.
Una excepcional muestra de arte visual, fundamentalmente la dispuesta en el tercer nivel del Museo dedicado al arte contemporáneo, me dejó sin aliento. El auténtico Expresionismo como lenguaje vinculante cristalizando la intensidad del sentimiento internalizado a través de la historia del castigado pueblo. Se sucedieron grandes pinturas-collages de Tadeuz Kantor, uno de los fundadores del teatro moderno; de Magdalena Abakanowicz, quien deslumbró al París de los 60 con sus comprometidas obras de tensa expresividad. Y más, mucho más. En las cercanías, un enorme edificio en herradura construido cuando el nazismo y que fue oficina central de la Gestapo, cumplía ahora otras funciones, pero era señal del pasado a conservar como testimonio.
Muy cerca de uno de los brazos del río, el Mercado de Flores. Muchos puestos en los que afanosas trabajadoras preparaban ramos, coronas y ofrendas de distinto tamaño y conformación. Me detuve para ver cómo operaba ese negocio. Venía gente, miraba, elegía y se llevaba aquello que respondía a sus intereses. No había encargos previos.
Con el tenue viento de la tarde volví lentamente hacia el casco antiguo. Me detuve en un pequeño negocio que vendía infusiones, tisanas y té. Un mate y un paquete de yerba llamaron mi atención. La gente toma el mate de modo individual y como una tisana, como un yuyo curativo.
Me iba despidiendo de Wroclaw, la otrora Breslau de la ocupación germana. Al día siguiente me esperaba el tren con el cual iría a Cestochowa. En mi itinerario estaba previsto conocer el Monasterio de Jasna Gora, sitio en el que se venera a la llamada (en castellano) “Virgen Negra”, la Reyna de Polonia según la Encíclica “Totus Tus-Totally”, del Papa Juan Pablo II. Pero esa es otra historia.

“Iglesias de empinadas torres góticas con deslumbrantes vitrales, que inundaban de luz coloreada el interior”. Foto: Domingo Sahda