Editorial

El nuevo Papa y la política vernácula

De la llamativa corrección del saludo presidencial, más cercano a la frialdad que al protocolo, hasta la emoción expresada en llanto y plasmada en el discurso, la actitud del gobierno nacional -sus principales referentes y quienes lo orbitan- mutó drásticamente en el escaso período que medió entre la designación del argentino Jorge Bergoglio como el nuevo pontífice de la Iglesia católica y su asunción, ya definitivamente como Francisco.

Tanto mutó que de una relación que se planteó, en forma unilateral, como distante y crítica, se pasó a tratar de capitalizar símbolos y gestos: la ciudad de Buenos Aires, la misma en la que desde hace varios años se elude compartir el tradicional Tedeum para evitar todo acercamiento con quien fuera titular de la Catedral Metropolitana, apareció empapelada con una de las fotos que muestran a la presidenta y al papa juntos, más precisamente, aquella en que las manos de ambos comparten uno de los regalos que la mandataria argentina llevó al Vaticano.

Sin entrar en detalles acerca de la irrefrenable verborragia que ganó a algunos simpatizantes del gobierno nacional llevándolos a sembrar frases mediáticas para forzar una dudosa cercanía con el nuevo pontífice, el cambio de actitud puede verse, cuando menos, como forzado.

Puede sonar afectado pero es imposible obviar el claro contraste de una figura que se muestra conciliadora pero firme, con la falta de humildad y de diálogo que caracteriza a la actual gestión nacional, en la que todo se mide como una puja entre amigos y enemigos, de propios y oponentes en una contienda eterna que aporta votos pero ninguna solución de fondo. Un llamado al diálogo y a la sencillez, una mirada no solo piadosa sobre la pobreza sino como una invitación a la acción concreta, y una actitud de acercamiento -discursivo y hasta físico- sin impostaciones hacia la comunidad constituyeron algunos de los primeros gestos que exteriorizó el papa Francisco. Ajeno a toda pompa y soberbia, el sumo pontífice deja en claro en cada una de sus acciones que está dispuesto a sostener la misma línea por la que se lo conoce y respeta, y que algunos apurados críticos están empezando a descubrir.

Todo cambio se construye sobre hechos concretos, coherentes y sostenidos en el tiempo, condiciones indispensables para lograr una verdadera transformación. La emotividad, la respuesta impulsiva, los juicios nacidos del desconocimiento y las adhesiones pronunciadas en aras de un mero alineamiento con el poder poco aportan al diálogo reflexivo, tan necesario en tiempos de crisis y crispación como los que atraviesan -en distintas escalas- la iglesia y el país.

Por estos días y al menos en esta materia, la máxima autoridad política argentina decidió dar un vuelco discursivo. Si se trata de un verdadero cambio de actitud, si es el inicio de una apertura al diálogo que necesariamente implica la participación del otro en el debate, bienvenido sea. De lo contrario, no serán más que gestos que apenas podrán seducir a los desmemoriados.