Hombre de fe

Hombre de fe
En el mes en que celebra sus Bodas de Plata como obispo, Mons. José María Arancedo, quien preside la Arquidiócesis de Santa Fe, repasa sus 46 años de sacerdote y palpita los dos años y medio que le faltan para su retiro.
TEXTO. FLORENCIA ARRI ([email protected]). FOTOS. EL LITORAL.
“Duc in altum”. En la cruz de plata que pende del ancho cuello de monseñor José María Arancedo, estas palabras en latín se divisan a distancia. Aún en la figura robusta que delinea su espalda destellan y contrastan con la oscura vestimenta del arzobispo de Santa Fe. Son las palabras en latín que Cristo dirigió al grupo de pescadores que más tarde serían sus discípulos e indican “navega mar adentro”.
Son también las mismas con que Juan Pablo II animó en su carta apostólica Novo Millennio Ineunte a “recordar con gratitud el pasado, a vivir con pasión el presente y a abrirnos con confianza al futuro”. Desde el pecho de Arancedo, quien recibió la cruz de ese sumo pontífice, la impronta intenta hacerse carne en las palabras con que recuerda su vida.
Este sacerdote, que desde hace una década gobierna la arquidiócesis de Santa Fe, celebra este mes sus 25 años de episcopado. Por esta razón fue homenajeado recientemente en la basílica de Guadalupe, donde concelebró una misa con las máximas autoridades del clero de nuestro país. La convocatoria, que incluyó a veintisiete arzobispos y obispos, no sólo habló del respeto de sus pares y superiores sino también de los fieles, que colmaron la basílica. El reconocimiento fue mutuo ya que Arancedo agradeció a quienes lo acompañaron en su camino pastoral y expresó “Dios ha sido fiel conmigo”.
Entre papeles y bajo la luz amarillenta de una araña que ahuyenta el esquivo sol de la mañana, Arancedo explica que tomó esas palabras de Mons. Eduardo Pironio, su amigo y formador. Sentado en su despacho, en el señorial primer piso del edificio del Arzobispado, cuenta que él también las eligió para eludir amablemente los elogios: “La gente te felicita por los 25 años de episcopado y reconoce lo hecho pero es Dios quien me ha sostenido, Él ha sido fiel conmigo. Como me decía Pironio, agradecele a Él lo que ha hecho en mí”.
“DIOS HA SIDO FIEL CONMIGO”
El acento en las palabras delata sus orígenes en Buenos Aires, donde forjó en familia los primeros años de su vida.
De la amplia casona que compartió con sus nueve hermanos en Temperley hoy rescata “una imagen inmejorable: no sólo de una familia bien constituida sino también muy unida. Mi familia fue un seminario previo donde aprendí de fe y de relaciones humanas”.
Tras una adolescencia en la acción católica parroquial, a los veinte dejó la carrera de Ciencias Económicas que había comenzado en la UBA para optar por la vida sacerdotal. Al calor de hogar, sus hermanos, los amigos y el fútbol -dicen que era bueno como marcador de punta- antepuso la renuncia y el sacrificio: “El sacerdocio implicaba una entrega total, un ofrecimiento”. Si bien el camino eclesiástico imponía una distancia con los afectos y la vida que conocía, “no me parecía que me quitaban nada: yo tenía que entregarlo”.
Así dejó a Adelina, su madre viuda, y a sus nueve hermanos y la “opción de un proyecto de familia”. A la distancia, dice que “el desapego no costó tanto” y aclara: “Yo no extraño. Vivo el presente y el futuro. Tengo una suerte: al pasado ya lo viví y lo agradezco, y es mi raíz. Cuando uno vive el presente con alegría, el pasado se ilumina y se rescatan las amistades, las personas y los recuerdos. He tenido la suerte de no reconocer en el pasado cosas que me han dañado, sí que me han fortalecido y que forman parte de mi experiencia; pero no guardo nada malo del pasado”.
OFICIO
Lo demás ya es historia. José María Se formó en el Seminario de La Plata, donde conoció a Eduardo Pironio como el docente que más tarde sería obispo y llegaría a Cardenal. Quizás de su prédica comprometida con la opción preferencial por los pobres, Arancedo tomó las primeras aspiraciones de sacerdocio. Por entonces, el joven de Temperley imaginaba una vida de servicio, se veía ”en un barrio o una parroquia humilde. La imagen de Cristo era para nosotros el ideal. En el evangelio uno lo ve cerca del pobre, por eso ir a un barrio con carencias era quizás la idea que tenía de la más plena realización sacerdotal“.
El 16 de diciembre de 1967, cuando se ordenó presbítero, José María Arancedo no osó imaginar que algún día sería obispo. Por dos años fue vicario parroquial de la Inmaculada Concepción de Burzaco, y por doce profesor y superior del seminario platense donde se formó. Vivió dos años en Roma y, de vuelta en nuestro país, fue nombrado vicario general en Lomas de Zamora. En esos años, dice que la fe no le faltó, que “gracias a Dios, a la fe siempre la he tenido. Nunca me faltó. Creo que es un don, por eso me siento demasiado querido por Dios”.
En su recuerdo, aún ante situaciones difíciles, su fe lo hizo fuerte para enfrentar al dolor. Ante la muerte de su padre, a los 13 años; y más tarde ante la partida de dos de sus hermanas, Luisa Ana y María Amalia. La prueba mayor fue la última partida, en que María Amalia murió en un accidente junto a su esposo y un hijo, dejando en este mundo a dos nenas huérfanas. Aún ante el pesado recuerdo de la misa que él mismo ofició en el templo, ante los tres ataúdes, vivió su fe “desde un horizonte de eternidad. Uno ve la muerte como algo triste que nos duele pero sin el drama de lo definitivo. Igual, cuesta. Es fácil como cura decírselo a los laicos pero cuando uno tiene que vivirlo como sacerdote es un poco más duro. La fe y la muerte forman parte de la vida y eso te da una gran certeza y una gran esperanza; te da un sentido”.
Fue en abril de 1988 cuando recibió el llamado del nuncio apostólico que le anunciaba que sería obispo. Si bien la memoria le devuelve la alegría de esos días, al mirar atrás también reconoce que, de poder optar, “no sé si hubiera elegido ser obispo. Como cura párroco también habría sido feliz. Muchísimos curas trabajan todos los días y no llegan a obispos; por ahí son santos el día de mañana, el obispo puede que no. Eso está muy fuerte en el camino de una persona que decide su vocación, en quien no busca hacer carrera y llegar a ser obispo o Papa. A veces, la jerarquía en la Iglesia está más en el plano de la santidad que en el gobierno, en el oficio”.
EN SANTA FE
Su ordenación episcopal fue el 6 de mayo de 1988 en la catedral de Lomas de Zamora, donde eligió como lema “Que todos sean uno”. Por indicación de Juan Pablo II fue nombrado obispo auxiliar de esa diócesis y titular de Selemsele. Quince años después, y luego de once como obispo de Mar del Plata -donde pensó que “iba a quedarme toda la vida”-, Arancedo recibió otra vez el llamado del nuncio apostólico: era el elegido para suceder a Edgardo Gabriel Storni como arzobispo de Santa Fe, en una arquidiócesis que afrontaba momentos álgidos. Dice que no le preguntaron y que, si lo hacían, “tal vez decía que no”, pero que se sobrepuso: “Si la Iglesia me lo pide, ahí tengo que estar. Mar del Plata quedó atrás”.
En 2003, una fría mañana de abril a las siete, Roberto y Libertad quedaron sorprendidos. El portero y la cocinera del Arzobispado vieron cómo el recién llegado José María Arancedo se sentaba con ellos, en la cocina, para desayunar.
“A Santa Fe la amé de entrada. Santa Fe es hoy mi esposa y la camino y la quiero mucho”, expresa el arzobispo. Los inicios fueron, sin embargo, turbulentos: días después el Río Salado arrasó con furia la ciudad. Como arzobispo, supervisó el trabajo de Cáritas y pidió a los colegios católicos que abrieran sus puertas a los evacuados. Como vecino, recibió a dos familias “aquí, en casa, que se quedaron hasta que pudieron volver a su hogar”.
“QUE TODOS SEAN UNO”
En el segundo piso del edificio de General López 2720, el despertador suena cada mañana a las seis. Antes de que la luz se filtre por las ventanas, y las campanas de la Catedral Metropolitana anuncien la primera misa, José María se despierta, se baña y afeita, reza el oficio en la capilla o en su habitación y baja a la cocina, a tomar el desayuno con Libertad. A las ocho ya está sentado de espaldas a la Catedral, bajo la araña y entre papeles, listo para recibir a quien le requiera una audiencia.
La rutina es siempre la misma y sólo se ve alterada cuando tiene que viajar. Desde el 8 de noviembre de 2011, sus idas a Buenos Aires son más frecuentes ya que representa a todos los obispos y arzobispos de la Argentina como presidente de la Conferencia Episcopal.
Fue electo para el cargo como sucesor del cardenal Jorge Bergoglio, con quien comparte un perfil dialoguista y moderado. Pero, como otras veces, dice que “la presidencia no me atraía, en eso soy un poco esquivo. Servir sí, pero el cargo de presidente es otra cosa. Represento a todo el Episcopado frente a las autoridades y tengo la responsabilidad de armar las asambleas, de coordinar, dirigir... son horas de trabajo y otras tantas de pensamiento, de despertarse de noche por algún problemita, por decisiones que hay que tomar. Lo importante es que soy arzobispo de Santa Fe, el presidente no deja de ser arzobispo para subir un escalón más. Mi tarea en la Conferencia Episcopal es de servicio, pero Santa Fe es lo estable”.
“DUC IN ALTUM...”
Todo parece indicar que esta ciudad cercada por ríos es el último destino episcopal de José María Arancedo. El 26 de octubre de 2015, al cumplir 75 años, presentará al Papa su renuncia, tal como se acostumbra. Arancedo no lo oculta, al contrario: lo comenta sonriente, como quien espera su descanso. Sonríe, alza las cejas y delata la cuenta regresiva en el brillo celeste de sus ojos. Por primera vez, podrá elegir qué hacer y adónde ir. Aprieta los labios y no anticipa cuál es el paisaje que vislumbra sino las horas que vivirá distinto: “Quiero volver a ser cura; visitar un geriátrico, llevar la comunión, confesar, celebrar misa y por ahí predicar un retiro... lo haría con gusto. No sé todavía dónde, en qué lugar. La familia tironea, claro; pero son hermanos y sobrinos, ya no la casa de uno, ahora son muchas casas que visito siempre. Por ahí, para vivir uno querría otro lugar más independiente. Volver a ser cura, hasta que los años me vayan achicando”.

UNA VOZ política
La voz de Arancedo se escucha cada semana en el micro radial de LT9 “Desde el Evangelio”. Es la misma voz que plantea una mirada crítica del quehacer político argentino en medios nacionales; la misma que reclama a los gobernantes “diálogo”, “poner límites” y “más amistad social”.
Sin embargo, José María Arancedo no ve en el espejo a un hombre político. Más allá de los genes -es primo hermano del ex presidente Raúl Alfonsín-, este hombre de setenta y dos años se identifica con “el manejo político propio de un mundo de relaciones, orientado por los valores de bondad, de amor y de justicia, de encuentro. Al hablar con la autoridad aparecen temas que preocupan de la vida del país: no sólo la pobreza y la indigencia en el sentido de la marginalidad sino también la droga, la trata de personas y el grado de violencia en que la muerte es cada vez más frecuente.
Eso también requiere -continuó- una respuesta política, la de crear un mundo de valores en las relaciones de las personas, algo que se ha quebrado”.
“La gente te felicita por los 25 años de episcopado y reconoce lo hecho pero es Dios quien me ha sostenido, él ha sido fiel conmigo”, expresa monseñor Arancedo.