Editorial

  • La confianza del premier en el apoyo de una calificada mayoría política es lo que lo anima a plantear como alternativa de la crisis abierta un plebiscito.

Erdogan y la oposición en un ajedrez violento

 

No escapa al observador que los problemas políticos que hoy afectan a Turquía trascienden las demandas “verdes” del parque Gezi. No está del todo equivocado el primer ministro Erdogan cuando asegura que detrás de reivindicaciones opinables se movilizan políticos decididos a desestabilizarlo. En efecto, los principales dirigentes opositores apoyan a los manifestantes, y como suele ocurrir en conflictos de esta naturaleza, la oposición halla un motivo o una causa para organizarse.

Las afirmaciones de Erdogan acerca de la puesta en marcha de una conspiración internacional destinada a derrocarlo o a hundir a Turquía en el caos, son más cuestionables, sobre todo porque ya se sabe que éste suele ser el argumento favorito de los titulares del poder cuando pierden el control social o cuando las masas comienzan a movilizarse en su contra.

Como se recordará, el premier llegó al poder en Turquía expresando una línea islámica moderada. Por un tiempo fue el mandatario ideal para los ojos de Occidente y, al mismo tiempo el jefe político apoyado por una clase propietaria cuyos intereses están en sintonía con la modernización económica y las correspondientes relaciones con Europa.

La aceleración de la crisis política en una geografía sensible a los cambios, fue modificando ese escenario inicial. Sin abandonar el Estado de Derecho, Erdogan radicalizó su islamismo, y si bien esta decisión contribuyó a afianzar su identidad política, al mismo tiempo abrió frentes de conflicto con sectores propietarios y masas juveniles que por razones económicas y culturales poco y nada quieren saber con una Turquía identificada de manera facciosa con el Islam, o una Turquía que interviene sin disimulo en las crónicas guerras de Medio Oriente.

Erdogan transita por su segunda presidencia, y a juzgar por los últimos resultados electorales su popularidad es alta. Es esa confianza en el apoyo de una calificada mayoría política lo que lo anima a plantear como alternativa de la crisis abierta un plebiscito. Es que sus operadores confían en que Erdogan ganará de punta a punta. Por lo pronto, los dirigentes opositores no han recibido con entusiasmo esta propuesta y continúan apostando a la movilización social que ha ganado las calles de las ciudades más importantes de este país, con estratégica ubicación entre Europa y el Asia Menor.

La respuesta de Erdogan ante el desafío social es propia de mandatarios tentados por la experiencia autoritaria. Como dijera a través de los medios, el premier ha amenazando a los manifestantes con perder la paciencia. Lo que el mandatario turco parece perder de vista en este caso es que en una sociedad democrática un jefe político no debe perder la paciencia. Esa referencia a su estado de humor como justificativo de sus decisiones tiene más que ver con los despotismos orientales que con las sociedades democráticas, donde las decisiones se toman de manera preeminentemente racional a través de las mediaciones que ofrecen los procedimientos del tejido institucional.

En suma, el conflicto está lejos de haberse resuelto y las declaraciones de Erdogan parecen haber atizado aún más la rebeldía. Por su parte, los opositores no deben perder de vista las exigencias propias de un Estado de derecho ni las responsabilidades emergentes de los compromisos económicos y financieros que Turquía mantiene con Occidente.

Sin abandonar el Estado de Derecho, Erdogan radicalizó su islamismo y abrió frentes de conflicto con sectores propietarios y masas juveniles no religiosas.