“Hombre quieto” en la Marechal

El laberinto de la mente

El laberinto de la mente

El autor Julio Beltzer indaga en la desmesura de su querido personaje y en su escritura tiene el desparpajo con que decide tratar la corporalidad y la gestualidad. Foto: Pablo Aguirre

 

Roberto Schneider

En su obra “Hombre quieto”, estrenada por Teatro Taller en la Sala Marechal del Teatro Municipal, Julio Beltzer aborda las diversas facetas en que se expresó el imaginario artístico de Álvaro Núñez, un singular intelectual habitante de una capital de provincia con deseos de viajar al Viejo Mundo, que ve truncado su itinerario. Es impresionante el dibujo de ese hombre que es un investigador del arte puro, alguien que llega al pensamiento permanente en la supremacía de la actividad del razonamiento y que, desde ese vértigo de las palabras y de las imágenes vive su vida para imprimirle una estética cerebral, con escasas posibilidades de tomar contacto con cualquier interlocutor. Ese modo de vida lo hizo concebir la suya como un mundo propio, profundamente lírico.

El excelente texto plantea un acercamiento a esa figura como un todo, donde las formas expresivas a las que apela son sólo una circunstancia genérica para ahondar en ejes estructurantes: la literatura, el cine y el sexo. Beltzer indaga en la desmesura de su querido personaje y en su escritura tiene el desparpajo con que decide tratar la corporalidad y la gestualidad. Cuando habla de sexo aborda la identidad entre algunos tópicos recurrentes, en el afán de interrogarse por el cariz identitario de Alvarito. Conoció al personaje y se sirve de cierta falsa argentinidad para poner en trance la sexualidad del “macho argentino” y arrasar con algunos mitos.

En el andamiaje de ese texto fantasioso y brillante no hay una mera apología de la homosexualidad más radical, sino un pensamiento crítico agudísimo, una suerte de radiografía de la cultura contemporánea que lo conecta con Tomas Mann -esencialmente “Muerte en Venecia”-, Luigi Pirandello -en su preocupación por el ser perdido en la multiplicidad de máscaras-, Jean Genet -con la necesidad de forzar la mentira para llegar a la verdad- y Rainer Werner Fassbinder -con la soledad, la desesperación, el miedo, la angustia, la búsqueda de la propia identidad y la aniquilación del individuo por los convencionalismos, el amor no correspondido, la felicidad soñada y el deseo tortuoso-. “Hombre quieto” es un texto con mucho humor y al mismo tiempo lacerante, un material quizás irritante para la idiosincrasia ciudadana y sus “buenas costumbres”, más aún cuando estos rasgos aparecen ligados a aspectos de la sexualidad que, aún hoy, resultan perturbadores o bien son vistos como una amenaza para el orden y la integridad social.

Humor y dolor

La obra juega permanentemente con el humor y el dolor como punta de un ovillo que será el detonante para encauzar la historia escénica. El diálogo que establece Álvaro Núñez con quienes lo rodean es asimismo la vital, seca, amarga y desoladora crónica de la soledad de los seres humanos. Se acumulan los silencios, las recriminaciones, llantos y fastidios. El cuadro que pinta el autor es una pústula abierta y le permite construir una historia en la que nadie sale indemne.

Desde la dirección general del espectáculo. el mismo Julio Beltzer se mantiene a una distancia acompasada de los hechos que va narrando. Y esa combinación (pudor, distancia, respeto por el dolor de sus personajes) es la que termina generando en el espectador un impacto emocional, por momentos mucho mayor que el de esas obras que intentan refregar esas emociones en el rostro. Así, muestra un fresco con oscuridad y luz al mismo tiempo.

Los espectadores pueden suponer que el tiempo ha afectado a esos seres detenidos en un aeropuerto boliviano, que sus pesares han calado hondo en sus sentimientos, que todos, absolutamente, necesitan aire, espacio, algo. Pero acaso no sea eso. Esos seres solitarios -esencialmente Alvarito- tienen demasiados fantasmas acumulados como para ser explicados en una obra. Beltzer es lo suficientemente sabio y respetuoso como para saber que su única opción es retratar un período difícil en la vida de su personaje.

Con un ritmo ajustado, la puesta en escena tiene un ingrediente icónico en la actuación de Oscar Kurtz, ese profesor con muchos enigmas para resolver. El actor demuestra con indisimulable entrega cómo se manejan los resortes emotivos en la composición de su personaje. Está muy bien acompañado por Patricia Leguizamón, una sólida actriz con riqueza de matices, y Eduardo Borgonovo, entregado al juego propuesto. Son correctas las interpretaciones de Danilo Monge, Sandra Fernández, Claudia Paz Fernández Melville, Natalia Di Pascuale y María Eugenia Ludueña. El espacio escénico y la planta lumínica de Diego Julián López y Beltzer son certeros; es de exquisito buen gusto la banda sonora original de Memo Beltzer y correcto el vestuario de Osvaldo Pettinari.

Desde los pliegues de la vida misma, “Hombre quieto” invita a zambullirse en el interesante laberinto de la mente, que quizás tenga alguna salida. El camino es bueno para transitar.