En el Año de la Fe

El hombre y lo sagrado

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Ilustración de Gustave Doré para “La Divina Comedia”, de Dante Alighieri.

P. Hilmar Zanello

La realidad de una “presencia escondida” de Dios en la naturaleza del hombre, como proclamaba el Concilio Vaticano II, se expresa en gestos y actitudes religiosas en el hombre de todos los tiempos.

Uno de los investigadores más prestigiosos del hecho religioso, Mircea Eliade (1907-1986) constata en su Historia de las religiones la vinculación íntima entre los gestos religiosos -gestos sagrados- y la vida humana. Eliade estudia el “fenómeno religioso” superando cualquier concepto del término venido de una concepción agnóstica, a través de la “hierofanías”, vocablo que alude a algo por lo cual se manifiesta lo sagrado, sea un rito, una ceremonia, o un objeto, un símbolo o un dios.

Lo sagrado y la vida religiosa se oponen a lo profano y a la vida secular. Entre los hechos sagrados que siempre se dan en la vida del hombre, ya se trate del hombre primitivo o en distintos períodos históricos, Eliade señala los ritos, los mitos, las cosmogonías o los objetos sagrados que manifiestan la situación del hombre con respecto a lo sagrado.

La oración popular del mundo antiguo se dirige al cielo clamando: “Donde está el Cielo, allí está Dios”.

Sobre lo que no caben dudas es sobre la casi universalidad de las creencias en un ser divino celeste, creador del universo y que garantiza la fecundidad de la tierra gracias a la lluvia que derrama. Estos seres están dotados de una sabiduría infinita; fueron ellos quienes, desde su breve estancia en la tierra, instauraron las leyes morales y muchas veces los rituales del clan; velan por el cumplimiento de esas leyes y su rayo aniquila a quienes las infringen.

La mera contemplación de la bóveda celeste provoca en la conciencia primitiva una experiencia religiosa, una contemplación que equivale a una revelación: infinitud y trascendencia. La bóveda celeste es por excelencia “lo otro”, frente a lo poco que el hombre y su espacio vital representan. Es la morada de los dioses; a ella llegan algunos privilegiados por los ritos de ascensión celeste; a ella ascienden las almas de los muertos. Lo “alto” es una categoría inaccesible al hombre; pertenece por derecho propio a las fuerzas y a los seres sobrehumanos; las almas de los difuntos privilegiados se despojan en su ascensión celeste de la condición humana.

Los pigmeos del África ecuatorial creen que Dios expresa por el arco iris su deseo de relación con ellos. Por eso en cuanto aparece el arco iris toman sus arcos, apuntan hacia él y empiezan a salmodiar “Tú derribaste, venciste al trueno que retumbaba, tan fuerte con tanta ira. ¿Estabas irritado contra nosotros?” La letanía termina con una plegaria dirigida al arco iris para que intervenga ante el ser supremo y éste deje de estar irritado contra ellos, cese de tronar y cese de matar.

Los hombres no se acuerdan del cielo y de la divinidad suprema más que cuando los amenaza un peligro; fuera de esos momentos las necesidades cotidianas absorben su religiosidad y sus prácticas y devociones se vuelven hacia las fuerzas que controlan esas necesidades. Es que el hombre primitivo como el civilizado se olvidan de los dioses fácilmente cuando dejan de necesitarlos.

La existencia de la dimensión religiosa del hombre es admitida también por los estudiosos y antropólogos agnósticos dado que se trata de un hecho empírico, experimental, científico constatable. Pero difieren en cuanto a la interpretación que dan al fenómeno. Así, algunos dicen que se trata de una “dimensión enfermiza del hombre” que debe ser superada, extirpada, ignorada o combatida por ser nociva para el crecimiento y la formación del hombre (como Bauer, Sraus, Feuerbach, Nietzche, Freud).

La teología cristiana en cambio analiza, critica, interpreta y extrae numerosas consecuencias del análisis del fenómeno religioso. Veamos algunas:

La religiosidad ha sido puesta por Dios en el corazón humano como un canal de comunicación entre el hombre y Dios. Así como Dios le regala al hombre la posibilidad de comunicarse con los demás seres a través de la intersubjetividad, la sexualidad, el lenguaje, la tendencia social, así también puso en el hombre esa especie de antena o balcón para entablar un diálogo con Él.

¿Cómo se explica tanta variedad de religiones? ¿Y cómo se explican ciertas aberraciones y actitudes religiosas contrarias al crecimiento humano y maduración del hombre? En el panorama caótico del mundo de las religiones nos encontramos por ejemplo con sacrificios humanos, prostituciones sagradas, magia, fatalismo, orgías, opresiones, etc.

La respuesta que da la teología a estas preguntas es “la presencia del pecado”, del mal uso de la libertad, que fue contagiando a la persona y a la cultura de los pueblos. No venimos al mundo “0 km”. Venimos heridos, maltrechos, ciegos y enfermos; necesitados de salvación así lo dicen las primeras páginas de la Biblia. Esa perdición se percibe en las distintas dimensiones del ser humano en su dimensión relacional. Esa misma fragilidad se percibe en la dimensión religiosa: es en búsqueda del verdadero rostro de Dios que el ser humano perdió la pista. Elaboramos rostros falsos, acomodaticios a nuestros intereses mezquinos.

La redención del sentido religioso comienza con Abraham y culmina con Cristo, quien vino a decirnos que Dios no es como los hombres lo imaginamos y lo percibimos espontáneamente. Cristo vino a mostrarnos el verdadero rostro del Padre y a decirnos de nuevo qué significa ser hombre. Cristo vino a salvar nuestras relaciones (intrasubjetivas, comunitarias, económicas, sociopolíticas). Y sobre todo vino a salvar nuestras relaciones con la divinidad, lo cual repercute en todos los otros planos de relaciones.

Si las cosas son así, el creyente tendrá que desconfiar siempre sanamente de su propia religiosidad. Porque sabe que dentro de él duerme un pagano que puede despertar en cualquier momento. Decimos: “Creer en Dios”. Pero, ¿de qué Dios se trata? Según la Biblia el problema no está en creer o no en Dios, sino de qué Dios se trata.