A 40 AÑOS DE SU MUERTE

John Ford, artesano de la pantalla grande

Fue uno de los cineastas más importantes de todos los tiempos. Se especializó en el western, pero su trabajo trascendió las fronteras del género y marcó pautas a varias generaciones. Falleció el 31 de agosto de 1973.

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John Ford ilustrado por Lucas Cejas.

 

Juan Ignacio Novak

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“Soy John Ford. Hago westerns”. Con modestia y hasta un cierto desdén, como si el conjunto de su trabajo fuese menor. Así se presentó el cineasta ante el Comité de Actividades Antinorteamericanas. Pero en realidad -aún cuando es un hecho que buena parte su filmografía se inscribió dentro del género que popularizó al cowboy- la obra de este legendario cineasta fue mucho más allá de estos límites. Y a pocos días de conmemorarse 40 años desde su muerte un 31 de agosto de 1973, vale la pena una revisión de su fascinante obra.

Su llegada al cine se produjo en la segunda década del siglo XX, a instancias de su hermano, y allí realizó diversas tareas hasta la de ayudante de David W. Griffith, director de las fundacionales “El nacimiento de un nación” e “Intolerancia”. Con ese bagaje a cuestas, en 1935 presentó “El delator” una historia de traición entre amigos ambientada en Irlanda. Este filme -admirado por Jorge Luis Borges- sería el primer gran paso de una filmografía impresionante en términos cualitativos y cuantitativos, que desde ese momento no mostraría signos de fragilidad hasta su cierre en 1966 con “Siete mujeres”.

Nace una estrella

A fines de los años ‘30, aunque parezca impensado, el western no figuraba entre los géneros de moda. Fue cuando Ford estrenó “La diligencia”. A través del viaje que emprende un grupo de personajes de diferente estirpe, Ford no sólo establece con naturalidad las pautas que definirían de ahí en más al género (atención al ataque de los indios) sino que también le dio a un joven actor la chance de ser una estrella. Su nombre: John Wayne.

Tras el éxito del filme, curiosamente, Ford se alejó por algún tiempo de las majestuosas locaciones de Monumental Valley, el emplazamiento habitual de sus películas del Oeste, para rodar “Viñas de ira” sobre la novela de John Steinbeck. Con Henry Fonda en el papel principal, la película exhibe a través de las tribulaciones de una familia campesina expulsada de sus tierras, un retrato angustiante de la depresión que azotó a Estados Unidos desde fines de los ‘20. Y resiste el paso del tiempo por su comprometido y poético canto a la dignidad humana.

El próximo proyecto que encaró fue “Que verde era mi valle” inspirado en el best-seller de Richard Llewellyn. Aquí, con mano maestra, Ford propone una mirada cálida y reflexiva sobre los valores familiares a la vez que ofrece una inolvidable recreación de un idílico pueblo minero galés. Tan potente e intenso fue este melodrama, que logró arrebatarle el Oscar a la Mejor Película nada menos que a “Ciudadano Kane” de Orson Welles, que se estrenó el mismo año.

Consagración

Al promediar los ‘40 retornó al western para mostrar su versión de la historia del mítico sheriff Wyatt Earp en “Pasión de los fuertes”, también con Fonda. Menos de un lustro después plasmó en el celuloide su visión personal y llena de nostalgia de Irlanda en “El hombre quieto”, con una extraordinaria actuación de Wayne. “El duque” interpreta a un frustrado boxeador que regresa a su pueblo natal y debe luchar por ganar el corazón de una mujer (Maureen O’Hara) a pesar de la oposición de su terco hermano, con quien sostiene un memorable duelo a puños.

En 1956, produjo la que es considerada la mejor de sus películas y -con toda posibilidad- el western más icónico jamás filmado: “Más corazón que odio”. John Wayne (¿quien otro podía ser?) se pone en la piel de Ethan Edwards, un hombre rudo y amargado que parte en busca de su sobrina raptada por los indios. Tras esta sucinta sinopsis, se esconde una de las más maduras reflexiones sobre la intolerancia y el odio racial, que alcanza su máxima expresión en el mítico final.

Parecía imposible, pero tras esta obra maestra el genial director casi logró superarse así mismo. En 1962, ya veterano logró con “Un tiro en la noche” revolucionar el western a través de la transgresión de sus códigos. En este trabajo crepuscular, Ford nos muestra cómo la llegada del progreso al Lejano Oeste de los Estados Unidos cambia las formas de vida de sus habitantes. En una mirada irónica a las tradiciones del western, que implica también una reposada revisión de su propia obra, el director muestra con inigualable lirismo cómo la figura libre y salvaje del “cowboy” entra en progresiva decadencia. James Stewart, John Wayne, Lee Marvin y Vera Miles son los protagonistas de este magnífico filme, pero el elenco cierra con secundarios de lujo como Edmond O’Brien, John Carradine, Woody Strode y Lee Van Cleef.

Elegir la leyenda

El influjo que produjo la obra de Ford sobre distintas generaciones de cineastas es difícilmente mensurable. Lo cierto es que prestigiosos hombres de cine desde Sergei Einsestein y Howard Hawks hasta Peter Bogdanovich, Steven Spielberg y Akira Kurosawa apreciaron su trabajo. Al respecto, se conserva una anécdota conocida que se remonta a los inicios de Orson Welles en el séptimo arte. Se dice que le preguntaron al director de “Ciudadano Kane” por sus preferencias cinematográficas y afirmó: “Me gustan los clásicos, es decir, John Ford, John Ford y John Ford”.

Cuatro décadas después de su muerte, perviven numerosos mitos en torno a su esquiva silueta de ojo emparchado, mucho más dada al bajo perfil y a las respuestas lacónicas que a la aceptación amable de los cumplidos y homenajes que le llegaron en vida. Se dice que su vida privada no era en absoluto idílica; que odiaba a la prensa y tener que dar explicaciones respecto a su obra y que maltrataba a su actor “fetiche” John Wayne. Tal vez todo eso sea cierto. O no. Pero, como señala la frase que da cierre a “Un tiro en la noche”: “En el oeste, cuando la leyenda supera la realidad, se publica la leyenda”. Y la figura de John Ford reviste esa categoría.