Arte y vida

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Por Julio Anselmi

“Diario de un canalla” y “Burdeos, 1972”, de Mario Levrero. Mondadori. Buenos Aires, 2013.

Diario de un canalla y Burdeos, 1972 se presentan como diarios, poco importa si ficticios o genuinos (es decir, personales, íntimos, francos, confidenciales del propio Levrero); importa que en ambos el autor-narrador declara su necesidad de recuperar a través de la escritura (de un diario, precisamente) su propia persona. Recuperarse a través del recuerdo del pasado (más lejano en Burdeos, 1972, más inmediato en Diario de un canalla) para practicar una autoconstrucción.

Un autor-narrador, pues, a quien sólo le queda el recurso de la escritura para rescatarse. En el caso de Burdeos, 1972, se trata de los recuerdos que en Montevideo, del 5 al 16 de septiembre de 2003 (un año antes de morir, pues, el propio Levrero) lo acosan sobre su fantasmal vida en Burdeos, donde, como nos cuenta Marcial Souto en el prólogo, el propio Levrero vivió impulsado por el fulgurante enamoramiento por una mujer que trabajaba en la embajada francesa de Uruguay y debió volver a su país.

En el caso de Diario de un canalla, el mejor texto del volumen, se trata de anotaciones que abarcan del 3 de diciembre de 1986 al 6 de enero de 1987 y que cuentan de su estadía en Buenos Aires, cuando durante unas vacaciones toma conciencia de que hace dos años que vive con cierta holgura pero sin tiempo para ocuparse en lo que realmente debería ser el centro de su vida, la literatura. “Me estoy reprochando el haber claudicado como artista; fue anoche que encontré, y ya no creo en la casualidad, una frase de Bernard Shaw acerca del artista: ‘Debe matar de hambre a su mujer y a sus cinco hijos y hacer que su anciana madre de setenta años trabaje para él; todo, antes de claudicar’ ”.

Pero Levrero es un gran escritor; y aunque sea sincera su proclama: “No fastidien con el estilo ni con la estructura: esto no es una novela, carajo. Me estoy jugando la vida”, no pierde por un momento el empeño por mantener en juego la seducción y la sujeción del lector. Siempre hay una apasionada narración en acto, y en ese sentido el primer elemento constitutivo es precisamente esa voz narradora que desde su diario nos habla con gran intensidad, la intensidad del fracaso (haber claudicado como artista) y la del insomnio (con la obsesiva necesidad de recuperar una estación del pasado).

En Diario de un canalla hay algunos elementos claves, como los animales aprisionados en la suerte de trampa que constituye el patiecito rodeado de muros al que se abre una ventana del autor-narrador, quien confiesa una firme y única creencia religiosa, la fe en el Espíritu, así con mayúscula, “una fuerza poderosa, nada mecánica” a la que fácilmente se olvida en la lucha diaria, dando sólo importancia a “algún minúsculo centro cerebral sumamente práctico, mezquino, ciego para las dimensiones espirituales”.

Los animales aprisionados son una rata, una paloma y un gorrión. Cada uno de ellos constituye una apasionada red de aventuras y reflexiones para el autor-narrador que los observa. Con respecto a la rata, superada la primera reacción cultural de asco y miedo, le parece descubrir en ella “a un niño, con toda su inteligencia pero también con toda su falta de experiencia de vida. Casi diría que veía a un hijo. Y eso que escribo me humedece los ojos y me los hace arder”. Con respecto a la paloma constata que “así como las ratas tienen su mala fama -había concluido-, las palomas tienen su buena fama, tan arbitraria e incomprensible como la otra. Las palomas son unos bichos ridículos, glotones y extremadamente lúbricos y obscenos”. El gorrión, finalmente, “a diferencia del pichón de paloma, no asumió su cautiverio y vive quejándose y tratando de escapar. En eso nos parecemos”. Y toda esa agitación de pájaros a su alrededor le hace sentir la poderosa, “nada mecánica” presencia del Espíritu.

Una escritura, la de Levrero, con el corazón en la mano. En la gama variadísima de obras y géneros en la que se despliega su bibliografía (un signo de genialidad, tan contraria a los estrictos límites estilísticos que prestigia la intelligentsia literaria académica actual) parece haber, más allá de sus maravillas intrínsecas, un principio existencial; algo así como la sentencia de Muriel Spark: “Si uno elige una vida que no sigue un patrón convencional, está obligado a hacer de ella un arte; de lo contrario, se convierte en un desastre”.

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"Figura del umbral" de John Davies.