Los fantasmas de la vejez

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Edgardo Cozarinsky.

Foto: Archivo El Litoral

 

Por María Luisa Miretti

“La tercera mañana”, de Edgardo Cozarinsky. Tusquets. Buenos Aires, 2011.

Leer a Cozarinsky es riesgoso, porque el impacto que genera impide tomar distancia. Es imposible salir ileso de sus lecturas, ya que de algún modo se las ingenia para involucrarnos en cada anécdota que relata. Se lo disfruta y padece al mismo tiempo, y nadie puede permanecer indiferente frente a la construcción de sus personajes o la organización de sus historias.

La tercera mañana está estructurada en tres partes, correspondientes a las etapas de la vida del protagonista -adolescencia, juventud, adultez- y a los tres momentos de su crecimiento interior.

En las primeras páginas hay una reflexión clave que la voz narrativa recoge de Bioy Casares: “La gente que uno conoce cuando da sus primeros pasos en la vida, en lo que ha elegido como vida, están destinados a ser los fantasmas fieles de nuestra vejez” y ése será el leitmotiv de la obra.

En ese periplo veremos, desde el inicio, la confesión de un adolescente que apela al público omnipresente, para contarle esa parte de su pasado que necesita compartir, que va desde la incomprensión y la soledad propia de la edad, que alterna entre lecturas robadas, la luz mortecina de la esquina que espía desde la ventana y las mentiras escolares que son las propias a compartir con las de cualquier lector en esa etapa, hasta la mentira a sus padres cuando se queda solo un verano en Buenos Aires y sale a recorrer el Bajo, momento en el que se inicia en el mundo de la prostitución, conoce de cerca la muerte y códigos ajenos.

Luego una beca lo lleva a París y allí al amor, con los detalles de nuevas relaciones que le permiten crecer, afrontando nuevos desafíos que le obligan a cambiar de nombre, revisando sentimientos y formas de ver y sentir la vida. Cuando creía todo finalizado, ya de regreso desde sus 60 años se enamora de una veinteañera-, debiendo atravesar una serie de pruebas por una paternidad casi imposible, en un remate final para el asombro. Tres momentos bien definidos, con sus búsquedas estériles.

Los cambios de voces, las elipsis, las referencias, lo no dicho, los puntos de vista, las relaciones témporo-espaciales que remiten de una obra a otra, una cita a otra resultan deslumbrantes, porque culmina en un ramillete de voces que retorna en detalles, anécdotas y deseos, poemas que expresan aquello que se creía enterrado y sin embargo aflora ante una expresión, un tono de voz, una imagen, una canción, quizás para demostrarnos la vigencia de esos fantasmas del pasado que reaparecen en la vejez.