editorial

  • Asistimos al desbarajuste del completo gabinete nacional, donde el más expuesto es su jefe, el ministro coordinador.

Del tomate

En el transcurso de la insólita semana que termina, quedó en evidencia sobre la escena de la política gubernamental el grado de desacople existente en su andamiaje ministerial.

Se sabe que el kirchnerismo es refractario a las reuniones de gabinete, y que desde el comienzo privilegió las relaciones vis a vis de los presidentes con sus ministros, situación que favorece, hacia afuera, el clima de misterio; y hacia adentro, la manipulación y el sometimiento de los colaboradores. Pero nunca se pensó que la falta de coordinación interna llegara a este punto.

Es cierto que está fresco el antecedente cercano del gabinete económico que integraban Lorenzino, Kicillof, Moreno, Marcó del Pont y Echegaray, un “equipo” variopinto en el que todos se miraban con desconfianza y se soportaban a regañadientes. No podía ser de otra manera, ya que provenían de cepas ideológicas muy diversas: uno, del liberalismo peronizado; otro, del marxismo; el siguiente, del nacionalismo estatista; la otra, del neodesarrolismo; y el último, de las usinas del alsogaraísmo y el liceo naval, transmutadas por el empirismo santacruceño.

Pero se trataba del ámbito circunscripto del gabinete económico. Ahora, asistimos al desbarajuste del completo gabinete nacional, donde el más expuesto es su jefe, el ministro coordinador, vapuleado sucesivamente por De Vido, Echegaray y Kicillof y, sobre todo, por la presidenta, que lo encaramó en ese sitial y, poco después, lo sumergió en un mar de desautorizaciones. Así, en pocos días, Capitanich pasó de ser un renovador de la política kichnerista -y acaso un presidenciable- a interpretar el rol de un actor de reparto. Para colmo, se autoimpuso el compromiso de hablar todos los días con la prensa acreditada en la Casa Rosada, ejercicio que se ha convertido en un Vía Crucis de contradicciones, incómoda experiencia que lo ha llevado a acortar sus intervenciones y a no disimular su rostro agriado.

La semana que termina se inició con la saga del tomate, mediante el anuncio de que el rojo fruto se iba a importar del Brasil para evitar un hipotético desabastecimiento en las próximas semanas. El tema en sí, por su falta de entidad, llamó la atención de los analistas políticos, y no tardaron en brotar los chistes típicos de las situaciones absurdas. Alguno dijo que el gobierno había agarrado para el lado de los tomates, expresión popular que denota desorientación y es aplicable a la errática dirección de las actuales acciones del gobierno. Otros dijeron que estaban “del tomate”, giro alusivo a cierto grado de locura. Entre tanto, los días se sucedían, Kiciloff se sumaba encrespado al análisis de la cuestión y los productores nacionales del fruto ponían el grito en el cielo por el proyecto importador, señalando que no había problemas de aprovisionamiento. Al final, el gobierno dio marcha atrás, Kicillof habló de patrañas en la cadena de comercialización y Capitanich cerró el tema en la rueda de prensa del viernes último diciendo, como un general en operaciones, que se había tratado de una “alerta temprana” por la hipotética falta de tomates en los días que vendrán.

Al cabo, la secuencia de anuncios y enfrentamientos suscitados por el rojo fruto recordó a las refriegas callejeras que se producen durante la tradicional “Tomatina”, convocante aunque agresiva práctica que integra las fiestas patronales del valenciano municipio de Buñol. Pero en la versión local no hubo fiesta, y la acotada guerrilla fue detonada por un cálculo probabilístico. La explicación quizá esté en el hecho de que en los últimos tiempos, el gobierno ha llegado tarde demasiadas veces.

La secuencia de anuncios y enfrentamientos suscitados por el rojo fruto recordó a las refriegas callejeras que se producen en la tradicional “Tomatina” española.