Recuerdos de la Santa Fe del siglo XIX

El día que Domingo F. Sarmiento visitó la casa de Ignacio Crespo

1_CONTRAEDITORIAL.jpg

Caricatura firmada por Cao, publicada en Caras y Caretas, 1910, de Ignacio Crespo, cuando era gobernador de Santa Fe. archivo El Litoral

 

De la Redacción de El Litoral

[email protected]

En 1921, con motivo del desarrollo de la Convención Constituyente que reformaría la Constitución Provincial -suspendida poco después en sus efectos por un decreto del gobernador Enrique Mosca bajo la presión del presidente Yrigoyen- llegó a Santa Fe Juan José de Soiza Reilly, quien trabajaba para la popular revista Caras y Caretas (*).

Durante su estada en nuestra ciudad, el conocido periodista porteño le hizo una entrevista a don Ignacio Crespo (1831-1929), hombre de vasta actuación, que a los 90 años mantenía su mente fresca y sus recuerdos intactos. Crespo, quien a lo largo de su vida había desarrollado actividades, fundado colonias y ejercido diversos cargos legislativos, también se había desempeñado como gobernador de la provincia, entre 1909 y 1911.

Esos antecedentes motivaron la requisitoria de Soiza Reilly, quien merced a la memoria de su entrevistado logró un registro de época que merece ser conocido por los actuales santafesinos.

A continuación ofrecemos un extracto de esa conversación, en la que Crespo introduce con naturalidad al ex presidente Domingo Faustino Sarmiento y ofrece un interesante perfil de ese gran personaje nacional a través de palabras y gestos. Datos del sanjuanino, de la ciudad y su forma de vida, así como de él mismo, fluyen en la entrevista con inconfundible sabor criollo:

“Un día, aquí, en Santa Fe, mientras yo (Ignacio Crespo) leía en el patio de casa, oí en el zaguán dos sonoras palmadas.

—¿Dan licencia? —gritó una voz robusta.

—Adelante amigo.

—¿Hablo con don Ignacio Crespo?

—Sí.

Era un hombre joven, de cara vigorosa. Cara de estatua. Ancha. De bronce. Me parecía haber visto esa cara, alguna vez, en un cuadro...

—Traigo esta carta para usted. Vengo de Buenos Aires.

Abrí la carta. Era de don Bernardo de Irigoyen: ‘Le recomiendo a mi paisano, el gran Sarmiento’, decía. Di un salto. Extendí los brazos como una puerta que se abre de par en par... ¡Sarmiento! Sí. Era él, Sarmiento venía a trabajar. Quería fundar una colonia. Lo atraía a mi hogar el recuerdo de tata (Domingo Crespo), bajo cuyo gobierno se fundaron muchas colonias agrícolas, entre ellas la de Esperanza, de Aarón Castellanos... Y Sarmiento fundó la que lleva su nombre, habiendo sido yo quien la administró en los primeros años. Pero volvamos al cuento. Esa mañana, Sarmiento almorzó conmigo. Después durmió la siesta, sentado en un sillón de hamaca. No quiso cama... Por la tarde lo llevé a pasear al puerto, donde teníamos nuestro gran molino.

—Antes de ir al pueblo ¿quiere que demos una vueltita por el pueblo, don Ignacio? —me dijo Sarmiento.

—¡Cómo no, hijito!

Por las ventanas se asomaban las muchachas esperando a los novios. Al pasar por la calle real (actual San Martín), Sarmiento se detuvo observando un balcón. Miraba con la boca abierta.

—¡Vea, don Ignacio! ¡Vea qué maravilla! ¡Vea que ojos espléndidos!

En efecto, los ojos de aquella muchacha eran preciosos. Yo ya los conocía.

—Vamos, Sarmiento...

Pero Sarmiento seguía embobado, bajo la sugestión de la muchacha. ¡Una belleza, en realidad!

—Vamos, Sarmiento. No la mire así. Me compromete. Esa muchacha es parienta mía...

“Y nos alejamos, mientras a cada diez pasos Sarmiento se daba vuelta para ver a la santafesina del balcón... Han pasado desde entonces muchas decenas de años. Pero observe usted ¡qué ironías nos ofrece el destino! Esa muchacha, cuyos ojos encantaron a nuestro gran Sarmiento, vive todavía. Vive en Santa Fe. Es la respetable señora Tomasa Iriondo de Cullen. ¡Y cosa triste, hijito! Los ojos de esta dama que deslumbraron a Sarmiento hoy están completamente ciegos... ¡Si Sarmiento la viera, lloraría!”

Don Ignacio siguió rememorando sus recuerdos. Las fechas, los nombres, los apelativos, todos surgía de sus labios en un lenguaje límpido, de vocablos sencillos. De pronto me sorprendía con palabras antiguas:

“—¡Amalaya pudiera llegar a los cien años!

—Llegará, don Ignacio.

—Mi padre vivió hasta los ‘84. ¡De modo que tengo seis años más que mi padre!

Y se reía, frotándose las manos.

—¿Qué elixir, qué drogas ha descubierto, don Ignacio, para vivir con tanta salud?

—Remedios de la carnicería, hijito. ¡Churrascos! Y mate. Mucho mate... No me dejan comer carne en abundancia, pero a mí me gusta desayunarme con asados jugosos. Tengo buen diente, gracias a Dios... ¡Es decir, tengo dos dientes que me acompañan todavía!...

—Entonces para usted no dice la verdad Quevedo, cuando afirma que los amigos se nos van con los dientes.

De amigos no me puedo quejar. Los tengo hasta entre mis propios adversarios. Estimo mucho al doctor Mosca (en ese momento gobernador de la provincia de Santa Fe) y tengo gran cariño por el doctor Menchaca (primer gobernador radical del país por aplicación de la ley Sáenz Peña), cuya sinceridad política y moral explica la popularidad de que disfruta. ¡Al irse de la vida es agradable estrechar manos nobles y buenas!...

—Es cierto, doctor.

—¿Doctor? No, hijito... Yo no soy “doctor”. Yo soy “don Ignacio”. Nada más...

—Bueno, don Ignacio. Me voy... Necesito un autógrafo para Caras y Caretas. Una receta cívica para la juventud...

—¡Mandinga! ¿Un autógrafo? Se van a reír de mi letra temblorosa. Dentro de pocos días, el 10 de agosto, cumpliré noventa años...

¿Noventa años? Tan larga vida consagrada a la honradez bien merece los brazos de un arco de triunfo. Noventa años de amor patricio son dignos de pasar sobre flores. Noventa años de servicios prestados a la cultura de Santa Fe, fundando escuelas y abriendo campos, son suficientes para que todos los niños de su pueblo vayan ese día hasta el hogar de don Ignacio llevando al frente una bandera de la patria. No habrá mejor premio para sus virtudes de patricio. No habrá mejor premio para sus virtudes de patricio. ¡Que la última visión de sus ojos sea un símbolo de su propia vida! Una bandera criolla en las manos de un niño...”

(*) Una colección completa de la publicación se encuentra a buen recaudo en la Biblioteca Nacional de España.