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El niño y los límites

El niño y los límites

¿Cómo lidiar con el carácter imperativo que asume el deseo infantil? Foto: Archivo

Luciano Lutereau (*)

Es corriente en nuestros días la expresión de que hay niños que no tienen límites. También es común que muchos padres (y sus sustitutos: maestros, profesores, etc.) se pregunten cómo hacer para lidiar con el carácter imperativo que asume el deseo infantil. Si bien este último es degradado como “capricho”, “manipulación” y otras valoraciones de repudio por parte del adulto, lo cierto es que sería vano pretender que un niño modifique su modo de relación con el mundo; pero, ¿en qué consiste este modo de relacionarse con las cosas y los otros?

El deseo en los niños asume una forma particular. Podría decirlo de este modo: no asume tiempos de espera. En un principio, el deseo se comporta sin miramientos por la realidad, como si fuera una alucinación. No tanto porque implique la irrealidad, sino porque se presenta con certeza y autorreferencia. Dos son las palabras cuya adquisición importa inicialmente en la constitución de un niño: “no” y “mío”. Respecto de la primera, sirve a los fines de poner un límite a la intrusión de la demanda de lo demás. La primera individuación, para el niño, es por la negativa. Se afirma negándose como lo demuestran tantos síntomas vinculados con la alimentación, que exponen que la comida es mucho más que alimento. A propósito de la segunda, suele comprobarse que enfatizar la posesión es una conducta más temprana que atestiguar la identidad del yo (en el reconocimiento intersubjetivo). En resumidas cuentas, se desea antes de saber quién desea.

A partir de estas dos indicaciones, puede notarse que el deseo mismo es un límite en la infancia. Un límite a la captura biológica y a la fusión con los demás. El deseo humaniza y, para desdramatizar un poco más su condena moral, no hay más que pensar en el carácter de imposición con que se suele presentar para los niños mismos, cuando dicen: “Tengo que...” o bien “Necesito...” mucho antes de decir: “Quiero...”. Ellos son los primeros en dar cuenta de esa intimidad ajena.

Dicho de otra manera, el deseo infantil se realiza como en la obligación de cumplir una promesa. Aunque no se trata tanto de la promesa de eso o esto, sino del acto mismo de quedar comprometido. Sólo los adultos nos encontramos con la situación de discutir lo que dijimos, revisar nuestras opiniones, o bien la mayoría de las veces, justificarlas. Esto se debe a que lo que decimos no tiene peso, hablamos un lenguaje al que le falta asidero. Quienquiera que converse con un niño sabe lo vano que es pedirle que explique por qué hace lo que hace o por qué piensa lo que piensa. ¿Cuántos encierros, inútiles idas a pensar al baño, u otros llamados impunes a la reflexión, nos ahorraríamos con estas breves disquisiciones? Jamás estos castigos han producido otra cosa más que miedo.

Hechas estas observaciones sobre el deseo en la infancia, volvamos a la cuestión de los límites. De modo recurrente suelo encontrarme con padres que acusan que sus hijos no admiten ninguna reconvención, cuando lo que se termina verificando es que no saben cómo sostener su palabra. Este es un aspecto central de las entrevistas regulares que un psicoanalista debe tener con los padres de un niño. En muchos casos, lo que se descubre es una suerte de complicidad entre este último y los puntos débiles del discurso de aquéllos. Por ejemplo, recuerdo la situación de una madre que, luego de retar a su hijo, era ella misma la que retrocedía en la sanción al notar la aflicción del niño. De este modo, en la denuncia de que se trataba del caso de un manipulador que no obedecía límites, se develaba la impotencia en que caía la madre por no poder resistir la culpa que le generaba frustrar a su hijo. En esta coyuntura particular, la incapacidad de introducir frustraciones se debía al temor, en la madre, de dejar de ser amada. Por cierta, si una madre no atraviesa esta fantasía elemental, difícilmente, logrará encarnar una figura de autoridad para su hijo. En efecto, lo niños esto lo saben y hasta eventualmente lo escenifican con sus particulares: “Ya no te quiero más”, “Sos mala”, etc. En última instancia, se trata de situaciones penosas en las que un niño refuerza la culpabilidad espontánea de la madre.

Por otro lado, también cabría pensar el lugar que al padre le cabe en los límites. En cierta medida, pareciera que a esta figura (y sus sustitutos: cualquier persona de la que decimos: “Mirá que se va a enojar”) le está especialmente atribuido el lugar de autoridad. No obstante, de un tiempo a esta parte no dejamos de leer libros, ensayos y actas de Congresos en los que se habla de su puesta en crisis. Por mi parte, prefiero no hacerme eco de lo que considero una queja pesimista. Desde mi punto de vista, que es también el de los casos que he analizado (muchos de ellos, llamados de “violencia escolar”), destaco una conclusión diversa: la autoridad hoy en día no está vinculada con el saber que un niño puede suponer que el adulto posee. En efecto, los niños ya no creen que los adultos sepan gran cosa, como tampoco temen que se enojen. Porque son ellos quienes enseñan a sus padres cómo se resuelven los problemas en este aspecto, la tecnología ha desempeñado un motor fundamental del cambio de la misma manera que los alumnos ya no se avergüenzan por no saber.

Sin embargo, esto no quiere decir que la autoridad haya desaparecido y, por lo tanto, que falten límites. En todo caso, los límites hoy en día ya no pueden imponerse de la misma manera que antes. Esta apreciación no es un giro de condescendencia, como el que muchas veces lleva a los padres a ponerse a negociar con sus hijos cualquier cosa hasta lo que no se negocia. Por el contrario, lo que esta época nos enseña es la importancia de conocer el modo en que desea un niño, para poder responder a ese deseo en términos ajustados: en primer lugar, recuperando el papel de la palabra (no como explicación, sino como compromiso); en segundo lugar, a partir de no impostar el lugar desde el que hablamos (“Porque sí...”, “Porque soy tu padre...”, etc.); por último, reconociendo que no podemos esperar de un niño nada que no se aplique también a los adultos. Es una actitud hipócrita la que se refugia detrás de rodeos del estilo: “Yo sí porque soy grande”. En última instancia, nótese que en todas las últimas referencias se trató de sostener la propia posición a través de una justificación (“Porque...”), mientras que la palabra que vale es la que no tiene por qué. Nos ocupamos de nuestra posición cuando no estamos seguros de lo que decimos, ¿quién podría tener autoridad si primero renunció a tener palabra?

Para concluir, una última reflexión: antes de hablar de niños desbordados y violentos, es preciso esclarecer con cierto detalle las condiciones por las cuales quizá producimos aquello que nos acosa. Por lo demás, que para ciertas circunstancias no haya límites, no quiere decir que falten. Esa diferencia abre el juego para inventarlos de otra manera.

(*) Psicoanalista. Lic. en Psicología y Filosofía por la UBA. Magíster en Psicoanálisis por la misma Universidad, donde trabaja como docente e investigador. Es también profesor Adjunto de Psicopatología en Uces. Autor de varias publicaciones, entre ellas los libros: “Los usos del juego” (2012) y “¿Quién teme a lo infantil?” (2013).