editorial

Un juez protegido

  • Los numerosos pedidos de remoción que acumula Oyarbide se topan con la cerrada defensa del gobierno kirchnerista, como antes con la del menemismo.

Un juez aseguró haber detenido un allanamiento a una financiera porque se lo pidió un funcionario político, con el argumento de que los policías involucrados estaban requiriendo sobornos.

La cantidad de irregularidades contenida en esa síntesis es tal, e involucra a tantas personas y sectores del poder formal e informal, que cuesta asimilarla. Sin embargo, no se trata solamente de una reconstrucción periodística: palabras más o menos, es la fórmula que utilizó Norberto Oyarbide para explicar su cuestionada actuación en el caso de la mutual Propyme.

Las repercusiones de esa acción y de esa frase se sienten por estos días: un pedido de la Cámara Federal para que se analice la conducta del magistrado, un nuevo intento de los miembros no oficialistas del Consejo de la Magistratura por avanzar disciplinariamente, un pedido para que se revisen -a la luz de los nuevos elementos surgidos en conexión con este episodio- algunas de las causas que Oyarbide dejó caer. Y una vez más, desde el gobierno kirchnerista -como antes desde el menemismo- se soslayó o relativizó la cuestión, y se maniobró para evitar que cualquier tipo de sanción pudiese prosperar. Es decir, volvió a extenderse la red de protección que sistemáticamente opera en beneficio del polémico juez, y que él mismo se encarga de reclamar indirectamente cuando considera que se vuelve necesaria.

Esta misma lógica operó en causas emblemáticas que, de manera recurrente, recayeron en el despacho de Oyarbide: las acusaciones contra Ricardo Jaime, el caso Skanska, la mafia de los medicamentos, las escuchas de Macri, el Programa Sueños Compartidos de Bonafini-Schoklender, maniobras de lavado de dinero en el fútbol, el propio enriquecimiento de los presidentes de apellido Kirchner. Una lista impactante, de la que se derivó además una decena de pedidos de enjuiciamiento y diversas presentaciones ante la propia Justicia, que jamás lograron prosperar.

Este particular estatus del juez, más allá de algún antecedente de menor incidencia, quedó establecido con un caso emblemático, que en su momento le confirió también la condición de figura mediática: el affaire del prostítulo masculino Spartacus, ilustrado con imágenes de cámara oculta que lo mostraban divirtiéndose en el establecimiento. Naturalmente, lo que copó la atención pública fue el contenido de esas imágenes y el debate sobre las inclinaciones sexuales del magistrado. Y en ese mismo punto hizo hincapié la bancada justicialista para defenderlo, en un hipócrita alarde de corrección política que ocultaba el verdadero tenor de las imputaciones: cohecho, enriquecimiento ilícito y amenazas.

Desde entonces, por las manos de Oyarbide pasó un desfile de expedientes relacionados con personajes del poder, y el magistrado equilibró impulso y quietismo, espectacularidad y sigilo, publicidad altisonante y discreción, cifrando en cada movimiento mensajes con destinatarios claros. Porque el esquema de intercambio de favores del que participa tiene como necesario reverso la factibilidad de la extorsión. Y todo parece indicar que en la capacidad de blandir esa amenaza latente, más que en otro tipo de atributos, radica la clave de la subsistencia del controvertido magistrado.

Desde los tiempos del affaire Spartacus, por las manos del magistrado pasó un sinfín de expedientes de personajes vinculados con el poder.