Por qué cantamos aleluya

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“La cena de Emaús”, de Caravaggio.

 

María Teresa Rearte

En el Nuevo Testamento encontramos dos tipos de tradiciones sobre la resurrección. El primero se llama confesional. Y el segundo es una tradición narrativa. En el primer caso tenemos como ejemplo la 1ª Carta a los Corintios (15, 3-8), en la cual Pablo transmite fielmente la tradición recibida de la Iglesia. La tradición narrativa refiere al origen de la tradición confesional. Relata cómo los discípulos de Emaús, de regreso a Jerusalén, recibieron el siguiente anuncio de los once: “¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!” (Lc 24, 34)

La tradición narrativa se propone conocer cómo sucedieron los hechos. La tradición confesional es de mayor jerarquía. Y en la cual me detengo, para ver lo que Pablo dice: “Cristo murió”. Y añade: “según las Escrituras”. Y también “por nuestros pecados”. Con lo cual, enlaza el hecho con la historia veterotestamentaria de la alianza entre Dios e Israel.

El mismo texto dice que “fue sepultado”. Esto es, que Jesús experimentó realmente la muerte. Fue puesto en el sepulcro. Descendió al “mundo” de los muertos. Si queremos ahondar la fe en la resurrección, tenemos que saber ver que Cristo no es un muerto que “ha vuelto a la vida”, como pudo ser el caso del joven de Naín y de Lázaro, devueltos a la vida terrena, que después acabó con la muerte definitiva. Tampoco esto tiene que ver con conceptos y estados de muerte clínica, que puede usar la medicina.

La Escritura refiere a las apariciones del Resucitado con el vocablo “apareció”, aunque quizás mejor sea decir “se dejó ver”. Lo que expresa es que Jesús resucitado pertenece a una esfera de la realidad que se sustrae a nuestros sentidos. Ya no pertenece al mundo de los sentidos. Sino al mundo de Dios. Y se deja ver sólo por aquél a quien él se lo concede. Considerando todo el pasaje, advertimos que Jesús no volvió a la vida como un muerto reanimado. Sino por el poder de Dios. Y que su vida está por sobre todo lo que es física y químicamente mensurable. Pero no menos verdadero es que realmente- el que vive otra vez es Jesús, el que había sido condenado y ajusticiado en la cruz.

El texto de Pablo (1 Cor 15, 3-11) introduce dos frases explícitas y precisas, diferentes pero también a continuación una de la otra. Primero afirma que “resucitó al tercer día según las Escrituras”. Después que “se apareció a Cefas, luego a los Doce”. Lo que Pablo expresa es que resurrección y aparición son hechos distintos y separados uno del otro. La resurrección no se confunde ni se agota con las apariciones. Éstas son sólo un “reflejo” de la resurrección. La cual es algo que le acontece a Jesús. Sólo a él. Y por el poder de Dios. El sepulcro vacío no es el punto central del mensaje. Sino el Señor en su nueva vida.

El hombre conoce y padece el poder de la muerte. Su carácter irreversible. Y los creyentes en Cristo saben que se pueden preparar. Recordemos las Letanías de los Santos: “De la muerte súbita, líbranos Señor”.

Creer, hoy, en la resurrección de Jesús no es un absurdo. Sino confesar el poder de Dios. El que puede respetar la creación, sin someterse a la ley de la muerte. En la Pascua, Dios revela su fuerza. La fuerza del amor trinitario, que en el Señor resucitado ha vencido a la muerte.

Por eso cantamos aleluya, aunque en el mundo amenacen las sombras de la muerte. Porque el contenido de la revelación pascual es esperanza liberadora.