“Cocinando con Elisa”
“Cocinando con Elisa”
Ver la belleza en la atrocidad

El espectáculo se apoya en el trabajo de las dos actrices protagónicas, que ofrecen una soberbia entrega en su actuación.
Foto: Pablo Aguirre
Roberto Schneider
La simulación, la ambigüedad, los dobleces, las máscaras que esconden el rostro verdadero y a veces terminan confundiéndose con él. La dramaturga argentina Lucía Laragione, que tantas veces se ha mostrado interesada por esas formas de la representación, indaga en ellas, en este caso introduciéndose en el territorio que la apasiona -el teatro- y con el espíritu liviano y juguetón de la comedia aunque, como en el caso de “Cocinando con Elisa”, estrenada en la Sala Marechal del Teatro Municipal, se vira al drama. Potente, lacerante, ominoso.
La pieza es una pintura incisiva y también socarrona del mundo de dos mujeres que, en la cocina de una estancia, luchan denodadamente para intentar establecer los mecanismos de los mejores platos. Una, Nicole, es la maestra soberbia. La otra, Elisa, es una pobre mujer que tiene en sí misma un secreto que pronto se devela.
El dibujo propone el retrato de cada una de ellas y así, los límites establecidos entre víctima y victimario se tornan claros y permiten establecer cuándo cada una es más sincera: si cuando habla una con las palabras en francés de cada plato o cuando la menor cree expresar sus propios sentimientos. Con toques de coquetería, poco sensible, maliciosa, colérica, voluptuosa, vanidosa y vulnerable, Nicole es el eje excluyente del relato; un poco porque así lo impone el original de Laragione y otro por el enorme instinto teatral del director Edgardo Dib, quien no descuida las enormes posibilidades que la autora también le otorga a Elisa, la desgraciada que no se somete, se rebela y escapa del oprobio.
No hay con qué darle a la propuesta del director, su espectáculo es un auténtico Dib. En su trabajo aparecen también sus obsesiones: otra vez están en la escena esas mujeres que todo lo pueden, otra vez su necesidad de hablar de la condición humana con todo lo angustiante que conllevan los espíritus cuando son tan dolorosos y otra vez su pulsión de instalar el juego cueste lo que cueste. El humor -corrosivo, casi negro- nunca abandona su propuesta, ni siquiera en las situaciones más terribles. Los dos personajes son, en su mirada, exponentes de un universo de desencadenantes. La historia va develando los secretos más íntimos de estas mujeres, que encubren viejas heridas nunca cerradas. Esta puesta en escena tiene estructura sólida y perfecta, a la que no le sobra ni le falta una palabra. Aquí no hay artificios, hay una potente teatralidad situada en un escenario despojado, con sólo una banqueta, una olla y puñales amenazantes.
Luchi Gaido le presta rostro, rostro, voz, figura y talento a su Nicole. La actriz es capaz de transitar con prodigioso equilibrio por la delgada línea que separa la sinceridad de la impostura y hacer de su labor un verdadero festival de gracia, intención y sutileza. Sus dobleces son infinitos; su variedad de matices, asombrosa.
Vanina Monasterolo construye su personaje con indisimulable entrega. Importa en su caso no la intriga de la trama sino el camino por el que transita la actriz. Sacude la sorda desazón de un entorno ignominioso y su decisión final es apenas una luz de salvación.
Dib no podría haber hallado otras actrices que transiten por ese terreno engañoso con tanta naturalidad como ellas. La conflictiva relación pasa por todas las derivaciones, algunas inimaginables. Nicole no es mujer de aceptar derrotas y por lo tanto lleva el conflicto al terreno en el que ella reina. Elisa, de algún modo, concreta su revancha.
El trabajo del director muestra de una manera sostenida, casi agobiante, aquello que no queremos ver. Estamos todo el tiempo en el incómodo lugar de no saber si somos culpables, inocentes o cómplices, si somos víctimas o victimarios. ¿Quiénes somos? ¿Nicole o Elisa?
El espectador puede salir con los pelos de punta y con un remordimiento intenso. Y no sabe por qué es el remordimiento. Ver a la gente taparse los ojos o mirar para otro lado en las escenas en que Nicole estira una mano con un puñal o cuando la aprendiz construye su vientre en el que lleva un hijo con papas es signo evidente de socorro, y genera un sentimiento de no estar haciendo lo debido. Un claro signo de la indiferencia de nuestro tiempo. Lo que logra esta puesta en escena -enriquecida por el vestuario de Osvaldo Pettinari y el mismo Dib, autor también de las magníficas luces- es fantástico. Todos somos Nicole y todos somos Elisa ahí. Ellas nos muestran los monstruos que tenemos dentro y ocultamos con disimulo. Y lo hacen de una manera tan poética que permite ver la belleza en la misma atrocidad. Laragione ha estado sumamente iluminada para escribir esta obra, y Dib junto a sus actrices la ofrecen con una sabiduría intachable.
La autenticidad y la calidad artística de este montaje trasunta una vez más la inteligencia dibiana. Se destaca una dura transcripción de la crueldad del mundo, junto a la piedad hacia los que sufren. No sólo las víctimas, sino también los victimarios. Todos somos capaces de lo peor, y únicamente si lo reconocemos, llegaremos a ser personas cabales.