Arte y comida
Arte y comida
La hamburguesa Claes Oldenburg

La hamburguesa, la Coca-Cola y el ketchup son íconos de los Estados Unidos. Sin embargo, el burger se concibió en Hamburgo a fines del siglo XIX. Llegó a New York en 1899, por intermedio de alemanes pobres que, con la esperanza de mejor vida, se embarcaron al otro lado del Atlántico en los navíos de la compañía Hapag, la línea marítima Hamburgo-New York.
Instrumento de la política antiimperialista, fabuloso vector de integración social en el mundo global, la hamburguesa, en nuestro país no sólo aparece en las cartas de las cadenas fast-food sino en todo tipo de restaurantes, desde hoteles cinco estrellas a bodegones de barrio, desde lugares trendy porteños a bares de la Argentina profunda. Más aún, es un best-seller del gusto planetario como la pizza, el sushi y el helado.
Símbolo de la junk food, la hamburguesa no fue inventada por el célebre Ronald sino por los hermanos Richard y Maurice McDonald quienes, en 1940, crearon el concepto de restauración ultra rápida alrededor de un plato estrella, en detrimento del pancho que durante un tiempo había sido star. Pasaron más de 20 años desde que Ray Kroc compró McDonald’s y lo transformó en la primera empresa de fast food del mundo, que sirve diariamente a más de 65 millones de clientes. Pero el éxito del concepto le hizo ganar muchos enemigos, desde una mujer norteamericana quemada con un café muy caliente hasta los miembros de Greenpace quienes, en 1997, la acusaron de favorecer el trabajo infantil, de mostrar crueldad hacia los animales y de obstaculizar el sindicalismo. Otros también la señalan como el emblema de la comida chatarra y de la estandarización gastronómica, imputándole los estragos de la nutrición XXL y su contribución a nivelar por lo más bajo la alimentación y la cultura popular. Por eso, ahora McDonald’s ofrece menús más livianos, adaptados según países, barrios y tipos de clientes. Lejos de inhibirse ante las acusaciones de macdominación del mundo y macdonalización de la sociedad, el objetivo de la multinacional es atacar la competencia de Starbucks y de los bares y cafés de barrio.
Ciertamente, tantas acusaciones debilitaron su imagen aunque nadie se resiste a un buen Big Mac.
En cambio, todos se resisten a morder la Hamburguesa de suelo (1962) de Claes Oldenburg porque está hecha con cartón y acrílico y rellenada con espuma de goma. Como es su costumbre, el artista transforma un objeto típico de la cultura norteamericana en una versión irónica y grotesca. El pan parece cartón. La carne cocida no se parece en nada a un bife asado y jugoso. El pickle que corona el sandwich le da un toque patético. Es una escultura que no busca la belleza sino que se inscribe en una visión radical de su autor: “Las obras no son hechas para ser lindas, son hechas para que cuando se las mire no se comprenda lo que representan y den ganas de romperlas y salir corriendo”. En realidad, más que salir corriendo, la hamburguesa enorme nos incita a reflexionar respecto de la comida y el arte.
En el arte contemporáneo, la belleza ha dejado de ser un fin absoluto; los criterios de armonía de las formas y colores de los grandes maestros renacentistas perdieron legitimidad. Y lo espiritual se ha desplazado hacia testimonios bizarros sobre la sociedad moderna, exhibiendo una realidad deformada y, a veces, incluso desoladora. No obstante, la realidad siempre sirve al arte -necesidad gratuita y absolutamente inútil- que ayuda a superar la condición humana.
Claes Oldenburg es uno de los íconos del Pop Art que vive todavía. Nació en Suecia en 1929, llegó a New York en 1956 desde Chicago, donde se crió y se estableció en el Lower East Side, cuyas calles le inspiraron las primeras instalaciones: La calle (1960) y La tienda (1961). Son recreaciones del tejido urbano neoyorkino que muestran un lado frenético, furioso e incluso político justo en el momento adecuado, cuando las abstracciones de Jackson Pollok y Franz Kline parecían agotadas sin que nadie supiese qué venía a continuación.
Sus obras iniciales -en sintonía con el auge actual de la incorporación del “arte basura”- son menos conocidas que las coloridas y monumentales esculturas expuestas en la Green Gallery (1962), como los cucuruchos de helado, las papas fritas, las tortas de chocolate, las hamburguesas... recreaciones de objetos cotidianos del hogar moderno y del universo del consumo.
En la década de 1970, Oldenburg se interesa por las variaciones de la materia y crea obras en tres versiones, una dura en madera pintada, una blanda en tela o vinilo, y otra que es la reproducción del objeto sin color. El éxito que logra lo obliga a “pensar” a que se conviertan en monumentos públicos, con materiales resistentes al paso del tiempo. Y termina instalando en el paisaje urbano objetos comunes de tamaño desmesurado, realizados en colaboración con su mujer, la historiadora de arte holandesa Coosje van Bruggen, fallecida en 2009. A manera de ejemplo de los proyectos conjuntos, alardes de humor e ironía, nos place mencionar Cuchara-puente y cereza (1988), Minneapolis, y Cucurucho de helado (2001), Colonia, porque con gesto lúdico unen arte y comida.
Las esculturas monumentales instaladas en la vía pública por Oldenburg ilustran su definición del arte: “Una obra no es una cosa bella para mirar, su valor es ser una escuela de pensamiento”, y agrega: “Creo en un arte que haga algo más que apoltronarse en un museo”.