A propósito del flamenco como arte y resistencia cultural
A propósito del flamenco como arte y resistencia cultural
¡Ole niña, venga guapa! ¡Ole!

Luciano Andreychuk
“¡Ole niña, venga guapa! ¡Ole!”. Y la niña, que de niña nada pero de guapa todo, taconeaba sobre las tablas un palo más antiguo que la mismísima Modernidad, con esa vehemencia y urgencia de quien camina sobre brasas, pero con arte. Cante, palmas, guitarra (toque), tablao. Nada de sofisticaciones. Nada de neologismos de la vangard cultural. Mucho balbuceo e interjección andaluza y olor a naftalina en el aire: el auditorio había sacado sus abrigos de otoño. Ole niña. Venga guapa.
Flamencólogos, poetas, músicos, críticos, se han cansado de definir el flamenco. Que es un dolor y una alegría que se cantan. Que es un fervoroso ritual de la desesperanza, han sabido decir. Ocurre que el flamenco no es sólo un género musical, vocal y danzístico, nacido en Andalucía, España, hace siglos. Tampoco es apenas la música de los gitanos andaluces. Es la empecinada síntesis de una resistencia cultural que le ha ganado al destierro de los romaníes de la España católica del siglo XV, al racismo y a discriminaciones étnicas, a persecuciones sanguinarias, a migraciones masivas, que incluso perduraron hasta el siglo XX.
El flamenco le ganó a la historia escrita con la sangre de los pueblos gitanos y castizos. La cultura siempre le sobrevive a la tragedia. Por eso es tan necesaria como el aire. Y hoy pervive ese género como elemento de resistencia y de supervivencia, en un callejón perdido del mítico barrio de Triana, en Sevilla, en un carmen del Albaicín o en una cava melancólica del Sacromonte granaíno. En Jeréz o en Córdoba, no importa, qué jo’e’. Ahí está el flamenco, vivo como el mestizaje que lo parió.
Porque quizás no haya otro género musical más híbrido y racialmente acrisolado como el flamenco español. En él —y otra vez, durante siglos— han puesto su rasgadura los españoles andaluces, los mozárabes, los árabes del Oriente Próximo, la India profunda, los turcos, los marroquíes, los judíos. Ese entramado étnico indesenmarañable es la señal distintiva del género, su razón de ser, su justificación de permanencia en el tiempo.
Por eso, tantos palos, desde las sevillanas (dicen que nació antes que la España misma), la caña y la zambra, hasta las más “contemporáneas” como las alegrías, las seguirillas, las soleáes y los tarantos. Por eso, su expansión en todo el mundo. Por eso, el flamenco fue declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad por la Unesco.
El cante jondo parece no respetar la ingeniería humana del canto. Un cantaor se expresa desde sus entrañas hasta las cuerdas vocales, en un paso sin paradas en el estómago y la respiración. Como si no hubiese filtros: la tragedia o la alegría flamenca salen directo de las tripas a la garganta. La voz jonda es el salvoconducto donde discurre la emoción humana en su estado más primario, bruto, fetal. Lo genuino de la voz jonda y la guitarra son el perfecto anatema a esa historia triste de la etnia gitana que muchos han querido disimular o hacer olvidar.
Y otra vez la niña guapa y su taconeo y su blandir de vestido. Todo ocurría en el Centro Español santafesino. Eran tres bailaoras, un presentador y recitador (el reconocido Antonio Camacho Gómez) y un cantaor al toque, Francisco de la Huerta, con una voz tibia y aflautada, y un pañuelo y unos mocasines propios de un paisano andalú. No más de 30 personas presenciaban el espectáculo, qué más da el número. Tantos siglos después, tanta tragedia después, la magia flamenca se desperdigaba por cada rincón del salón.