Tribuna política
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Panza llena...
Mario Barletta (*)
No hay motivo para que un solo niño argentino sufra hambre o posea deficiencias nutricionales.
En un país que produce alimentos para más de 400 millones de personas, no hay argumento que justifique el padecimiento de algún nivel de inseguridad alimentaria que limite el desarrollo de una vida sana y activa.
La inseguridad alimentaria de cualquier persona es condenable. Pero que esto suceda en la primera infancia, en los primeros años de vida, es inadmisible porque sus consecuencias pueden ser irreversibles. Son conocidos los efectos de una alimentación inadecuada en el desarrollo de los chicos, la vulnerabilidad ante las enfermedades, las limitaciones en el desarrollo cognitivo y la capacidad de aprendizaje.
La pobreza es sin dudas una condición determinante. Tomando en cuenta los datos recogidos y analizados a finales de 2012 por el Observatorio de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina, la pobreza afecta a 4 de cada 10 niños y adolescentes. Es decir que casi 5 millones de chicos viven en hogares sin ingresos suficientes para acceder a los bienes y servicios necesarios. Y de ellos, 800.000 están en la indigencia, porque sus familias no pueden cubrir siquiera la alimentación básica.
Resulta evidente que allí existe un grupo de riesgo prioritario; y los más pequeños, los que están en la franja de 1 a 6 años, son los más afectados. Educarlos y alimentarlos adecuadamente tiene que ser prioridad si queremos crear condiciones para la igualdad de oportunidades.
Está claro que la asignación universal por hijo y la pensión para las madres de siete o más hijos son medidas importantes que hay que sostener en el tiempo. Sin embargo, sólo se ha logrado moderar la situación y aún estamos muy lejos de una solución digna y definitiva al problema, que tiene características estructurales, requiere de una acción más efectiva, articulada y dirigida a su raíz. En este sentido, producir y distribuir alimentos de alta calidad nutricional se convierte en una acción clave. Y es en este camino donde venimos trabajando.
Desde 2007, a partir de un desarrollo tecnológico propio, la Universidad Nacional del Litoral ha logrado producir alimentos con alto valor nutricional, saludables y equilibrados a partir de la construcción de la Planta de Alimentos Nutritivos en la ciudad de Santa Fe. Desde allí se abastece a 165.000 niños y niñas de comedores escolares y organizaciones comunitarias. Hoy esta experiencia se encuentra lo suficientemente afianzada como para replicarla en todo el país.
Con el deseo de que se transforme en ley del Congreso Nacional, estamos impulsando el Programa Nutrichicos, que tiene entre sus acciones la posibilidad de desarrollar una red de plantas de alimentos nutritivos (10 en total) para producir y distribuir alimentos de probada calidad nutricional a familias que se encuadran en alguna situación de inseguridad alimentaria. Asimismo, las huertas familiares, la capacitación a las familias para la adecuada manipulación de alimentos y cambios de hábitos, la coordinación de acciones entre jurisdicciones y la convergencia de distintos programas son acciones complementarias que se promueven como imprescindibles.
En este punto hay que ser muy claros: no es un problema de recursos sino de decisión política. Con sólo el 10 por ciento de lo que actualmente se gasta en publicidad oficial, o destinando el costo de medio mes de “Fútbol para todos”, se podrían construir todas las plantas, generar acciones de educación en materia nutricional y promover la autoproducción de alimentos frescos. Así de sencillo.
Por ello, no debería haber motivo que nos impida favorecer el acceso a una buena alimentación en la infancia, asegurando la cantidad necesaria y una probada calidad nutricional de los alimentos ingeridos. Las investigaciones científicas de los últimos años de Facundo Manes desde el Instituto de Neurología Cognitiva (Ineco) y el Instituto de Neurociencias de la Fundación Favaloro, tratan de develar cómo funciona nuestro cerebro, regulando las emociones, los sentimientos y los actos de la vida cotidiana. “Somos nuestro cerebro” dice el profesional, para después sentenciar que es notable el papel que la experiencia tiene sobre la mente y que un cerebro en crecimiento necesita recibir de manera imperiosa una correcta y equilibrada alimentación para el desarrollo normal del sistema nervioso central. Recomendando, finalmente, que al cerebro hay que cuidarlo como se cuida al corazón: con vida saludable, deporte y una buena alimentación.
Ya lo decían nuestras abuelas, como si fuera una receta de la felicidad: “¡Panza llena... corazón contento!”. Y como en tantas cosas, con el tiempo nos damos cuenta de la sabiduría de sus palabras.
(*) Diputado nacional (UCR)