Los ancianos fecundos

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Manoel de Oliveira, el cineasta portugués que siguió dirigiendo películas después de cumplir cien años, uno de los innumerables ancianos destacados. Foto: Archivo El Litoral

 

Antonio Camacho Gómez

Hay ancianos que, no obstante su edad, constituyen un ejemplo para una parte de esa juventud que considera al viejo como un trasto inútil, que incomoda, fuera de la corriente posmoderna que contrapone, a veces con mofa, a los años en que la fortaleza física representa un exponente natural. Opinión compartida por no pocos adultos empeñados en luchar contra el tiempo destructivo mediante afeites, cirugías, ejercicios y prácticas hinduitas y alimenticias, aconsejados por revistas o libros de autoayuda. Lo cual no es objetable; sí lo es, en cambio, la indiferencia, el maltrato, cuando no el envío a geriátricos por malas razones de comodidad personal o familiar. Se olvidan así a quienes a lo largo de una dilatada existencia mantuvieron enhiestos sus ideales, lograron metas difíciles de alcanzar; la adhesión a principios socavados en este tiempo “líquido” de sociedades enfermas, del tener y no del ser.

Más allá de la defensa de cuantos alcanzaron, usando un eufemismo, la “tercera edad”, por no emplear el término etario, desvalorizada por los filósofos de la frivolidad y un materialismo a ultranza, bueno es recordar, sin ignorar a Cicerón y a Simone de Beauvoir y su exaltación de aquéllos, a personas sobresalientes, más que provectas, que mantuvieron y mantienen la mente preclara y alto el espíritu en la hora, pacífica o no, en que hay que replegar las velas en la extensa singladura existencial. Y que en el arte, la ciencia y la literatura marcaron y marcan hitos de solvencia.

Cómo no evocar a Alicia Moreau de Justo, que dejó ya centenaria, doctora en el cabal sentido del vocablo, una conducta a seguir por su rectitud de conciencia y el apego a principios que enaltecen la condición humana. O al crítico teatral Edmundo Guibourg, que mantuvo, más que nonagenario, las luces prendidas de su inteligencia sagaz e inquisidora. O, por mi relación personal, al novelista español Eduardo Zamacois, que a los noventa y dos años, vino a Santa Fe, subió sin ayuda las escaleras del Centro Español y pronunció una conferencia con gracejo y lozanía. Agrego a un santafesino egregio, que me regaló libros propios de indudable valor, Agustín Zapata Gollán, hispanista preclaro, descubridor de las ruinas de Santa Fe la Vieja, que transitó la alta noche de la vida descubriéndonos sabrosos episodios del pasado virreinal. Relación que incluye al polifacético José María Monner Sanz, que alcanzó los noventa años brindándonos medulosos análisis de Pirandello y Lenorman. Cómo los superó el universal Pablo Ruiz Picasso, sin perder vocación ni destreza en la pintura. Y también el poeta Jorge Guillén, sin desmayos creativos y resplandores metafóricos. Y qué no decir del maestro por excelencia de la crítica filológica y literatura, autor de “Orígenes del español”, Ramón Menéndez Pidal, que traspuesta la novena década de vida concurría a la Real Academia Española de la Lengua de la que era presidente. Estación temporal que no impidió a Pablo Casals pasear su arte de violoncellista por el mundo, ni pasados los cien, dirigir películas notables al portugués de Oliveira.

Interminable sería la nómina de longevos escritores, músicos, pintores, científicos y hombres destacados en distintas especialidades del conocimiento, la creación y el ingenio que fructificaron en obras imperecederas a una edad, sin retrotraerse a Matusalén, que hoy, no obstante el avance de la gerontología y el mayor promedio de vida, se considera, paradójicamente, vana y nula. ¿Aprenderán alguna vez jóvenes y adultos, como en las antiguas civilizaciones, a respetar, como se merecen, no sólo a los ancianos fecundos, sino a cuantos en la última etapa de su existencia poseen derechos no siempre considerados?