Arte y comida

Las fiestas galantes y los platos “a la Pompadour”

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“Madame Pompadour”, de Francois Boucher.

 

por GRACIELA AUDERO

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Mi querida amiga Amélie Plottin-Fusé siempre me envía desde París catálogos, revistas o folletos publicados con motivo de los eventos parisienses referidos a las artes plásticas. En el último correo me sorprendió con el Journal de la exposición “Les fêtes galantes”, que se exhibe hasta el 21 de julio próximo en el Museo Jacquemart-André. Las imágenes del Journal registran el hedonismo exacerbado de las costumbres alimentarias del Siglo de las Luces, como Almuerzo de caza, de Lemoyne y Almuerzo de ostras, de Detroy. De inmediato relacioné arte y comida. Pero no sólo las carnes de caza y las ostras me parecieron representar la gastronomía francesa del siglo XVIII sino también, y sobre todo, los platos “a la Pompadour”. Promesa de suculencia y refinamiento, esta denominación, lejos de informar sobre los ingredientes o la preparación, intenta persuadir, sorprender, hacer soñar. El placer alimentario es un gozo sensorial, no verbal; sin embargo, lo verbal contribuye al gusto. La cultura colabora con la naturaleza.

Los platos “a la Pompadour” deben su nombre a la marquesa de Pompadour, favorita del rey Luis XV. Nadie pudo determinar las circunstancias que inspiraron tal denominación. ¿Fueron creados por ella para agasajar a su amante real? ¿Los bautizó así un cocinero del palacio en homenaje a ella? ¿Inventaron más tarde la expresión chefs y periodistas gastronómicos para ennoblecer ciertas comidas por medio de un nombre evocador de sensualidad y refinamiento? Hoy la expresión “a la Pompadour” un poco envejecida en el vocabulario de la cocina que aún se otorga a varios platos salados y dulces, nos remite a la gracia y a la elegancia de “las fiestas galantes”. Es decir, un género pictórico inédito que surge en Francia en tiempos de Luis XV. Un arte de los placeres refinados que se emancipará de su inventor, Antoine Watteau, cuya influencia alcanzará a los pintores impresionistas. Es una expresión del hedonismo dominante en el estilo de vida y en las artes, libre de reglas rígidas. Watteau, cuyas obras escenifican sentimientos amorosos y juegos de seducción, sublima su época de fastos y fiestas. Sus herederos inmediatos son Lancret, Pater, Saint-Aubin, Le Prince y, más tarde, los grandes maestros del género, Boucher y Fragonard. La Revolución de 1789 terminará con la pintura de Watteau, Boucher y seguidores. Desde 1770, el neoclasicismo se inspira más en la antigüedad griega y sus rigores que en “las fiestas galantes”. En suma, el género es un paréntesis encantador entre el clasicismo y el neoclasicismo, que coincide con el que se conoce como los estilos Luis XV, Rococó, Bouche, o Pompadour.

François Boucher (1703-1770) con su pincel rápido multiplica su visión campestre y canalla de la mitología. A través de Venus voluptuosas y cupidos regordetes, exalta la frivolidad y la espiritualidad de sus contemporáneos y conquista clientes prestigiosos, como la amante del monarca.

Madame de Pompadour ocupa un lugar especial en la historia de las grandes favoritas. De origen plebeyo, hija y esposa de financistas, bella, inteligente, culta, dotada de una gran energía, sedujo a un soberano depresivo y siempre logró arrancarlo de su melancolía. Luis XV, a pesar de haber tenido el afecto de su pueblo y cualidades brillantes -belleza, inteligencia, sensibilidad- padecía de un mal común a los Borbones: se aburría. Casado a los 15 años con la princesa polaca María Leczinska, se olvidó enseguida del respeto conyugal. Le gustaban la caza y las mujeres, el vino y la gastronomía. Pero era un ansioso a quien el placer no le procuraba alegría y la religión lo perturbaba sin tranquilizarlo; un rey que ejercía su oficio sin convicción. Sin embargo, su reinado se destacó gracias a una coyuntura económica favorable. Tan favorable fue esa coyuntura que Madame de Pompadour pudo fomentar las artes y la arquitectura durante veinte años y provocar un estallido de belleza. Su buen gusto puede apreciarse en el palacio del Eliseo, actual residencia de los presidentes de la República de Francia.

Consciente de su mecenazgo, la favorita nunca rechazó posar para los grandes artistas de su tiempo. Boucher, que no tenía vocación de retratista, la pintó como ella quería que la vieran, inmortalizando su imagen con diferentes vestidos y en distintas actitudes. El retrato más célebre es el óleo de 1756 donde luce en un sofá, al lado de una mesita llena de papeles. Vestida con un suntuoso traje de seda verde, adornado con moños y flores, la marquesa tiene descuidadamente un libro en su mano derecha, como si acabase de interrumpir una lectura. La mirada, perdida en un sueño, es la de una mujer sensible entregada a la reflexión con la única compañía de su perro Mimí.

Boucher fijó su imagen para la historia, aunque Madame de Pompadour también prestó su rostro a La amistad, de Pigalle; a La Música, de Falconet; a La Abundancia, de Adam; a la Diana, de Tessart; a la Pomone, de Lemoyne...

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“La surprise”, de Jean Antoine Watteau